Por Mauro Benente (UNPAZ) y Federico G. Thea (UNPAZ)
La reforma y la Constitución de 1949
Pasadas las 19:00 del viernes 11 de marzo de 1949, se juraba una reforma constitucional. En las elecciones de 1946, Juan Domingo Perón había accedido a la presidencia con el 53,7% de los votos y su lista de diputados había alcanzado el 51,9%, pero gracias al sistema electoral de lista incompleta obtuvo el 69% de las bancas en juego. Por su parte, había ganado en trece de las catorce provincias, y como luego dictó la intervención de Corrientes, se garantizó la unanimidad en el Senado. Entre 1946 y 1947 se presentaron en el parlamento cuatro proyectos de reforma constitucional, pero ninguno fue debatido en las Cámaras. En el marco de la campaña de las elecciones de medio término de mayo de 1948, Perón anunció su intención de reformar el texto constitucional, y el resultado electoral arrojó un apoyo del 57,5% de los votos para su lista de diputados, quedándose con el 70% de las bancas en juego. El 14 de agosto de 1948, en una sesión especial, la Cámara de Diputados dio media sanción al proyecto que declaraba la necesidad de la reforma constitucional, y el 27 de ese mismo mes, la Cámara de Senadores lo transformó en la Ley N° 13233. El 5 diciembre se desarrollaron las elecciones para convencionales constituyentes, el Partido Peronista obtuvo 61,3% de los votos, alcanzando 110 de las 158 bancas, mientras que la UCR obtuvo el 26,8% y llegó a los 48 convencionales, que abandonaron la Convención en la tercera sesión ordinaria, el 8 de marzo de 1949.
Esta no fue la primera reforma. Ya en 1860 la Constitución de 1853 había sufrido importantes modificaciones vinculadas fundamentalmente con el federalismo, pero manteniendo la matriz liberal-conservadora en su estructura política y en el sistema de los derechos, y las reformas de 1866 y 1898 habían sido muy puntuales y acotadas, por lo que no reordenaron los cimientos políticos y económicos. De esta manera, la reforma de 1949 representaba la transformación más radical del texto constitucional, proponía otro modelo de país, que elevaba a rango constitucional, entre otras cosas, la intervención del Estado en la economía, y hacía una declaración de derechos ya no solo a un sujeto abstracto sino también a uno bien concreto: el trabajador.
La reforma incluyó en el Preámbulo “la irrevocable decisión de constituir una nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”. En vistas de alcanzar la justicia social y avanzar en una nación económicamente libre –que no se confunde con una nación con amplias libertades mercantiles-, se plasmaron en el texto constitucional: la equidad y la proporcionalidad en los impuestos (art. 28); los derechos del trabajador, la familia, la ancianidad, la educación y la cultura (art. 37); la función social de la propiedad (art. 38); el ajuste del capital al servicio de la economía nacional y el bienestar social (art. 39); la intervención y el monopolio estatal en ciertas actividades (art. 40); la propiedad estatal de algunos recursos naturales y servicios públicos (art. 40); el carácter estatal de la banca pública (art. 68, inc. 5); la atribución del Congreso de dictar un código de derecho social (art. 68, inc. 11) y de extinguir el latifundio en vistas de desarrollar la pequeña propiedad agrícola (art. 68, inc. 18). Asimismo, la reforma incluyó la ampliación de las facultades del Poder Ejectuvio Nacional –atendible en algunos casos y bastante discutible en otros, como la facultad para dictar el estado de prevención de alarma (art. 34) y las tipificaciones de nuevos delitos (arts. 15 y 21), y también la relección presidencial indefinida (art. 82). No obstante, no fueron estos defectos sino fundamentalmente las virtudes del modelo de país proyectado por la Constitución de 1949, las que generaron la reacción del “país burgués”.
La Constitución de 1949 fue anulada por el gobierno de facto de Pedro Eugenio Aramburu el 27 de abril de 1956, restituyéndose la vigencia de la Constitución de 1853, con las reformas de 1860, 1866 y 1898. La anulación no solamente se produjo en el contexto de una dictadura militar, sino que, para agregar aun mayor ilegalidad, se realizó mediante una proclama, una figura inexistente en el ordenamiento jurídico argentino. Tan trágica como la vigencia de esta proclama por encima de la Constitución Nacional de 1949, ha sido la desaparición a la que fue sometida esta Reforma de los planes de estudio de las carreras de abogacía de todo el país y de los textos de los y las principales constitucionalistas.
La maldición y los peligros
La versión taquigráfica de la sesión de la Cámara de Diputados de los días 13 y 14 de agosto de 1948, en la que se discutía la media sanción del proyecto que declaraba la necesidad de la reforma de la Constitución, indica que algunos de los discursos fueron aplaudidos. De todas maneras, por lo que se lee en esa versión, hubo uno que fue especialmente destacado ya que, tras las últimas palabras se lee: “¡Muy bien! ¡Muy bien! Aplausos. Varios señores diputados rodean y felicitan al orador.”[1] El orador era un joven abogado de 29 años, diputado por la Capital Federal, que el 23 de junio de ese año había presentado un proyecto de ley para declarar la necesidad de la reforma constitucional, que proponía modificar buena parte de los artículos que finalmente fueron reformados y sancionados el 11 de marzo de 1949 (Expediente 744-D-2148). A pesar de haber elaborado uno de los proyectos de reforma constitucional más completos, el entonces diputado no participó de la Convención Constituyente, y tampoco renovó su banca en el Parlamento. Tiempo más tarde, en 1971, publicó un libro titulado Peronismo y revolución. El cuarto capítulo del trabajo lleva como título “El significado de la despolitización” y en el último apartado, nominado “La despolitización es la continuación de la política antiperonista por otros medios”, John William Cooke –quien ya no era un joven abogado– reconstruía la oposición y el antagonismo entre el régimen burgués y el peronismo, reconociendo que al interior del peronismo también existían contradicciones de clase. En este marco, Cooke sostenía que durante un buen tiempo, la figura de Perón había logrado evitar las rupturas al interior del movimiento, pero luego, las contradicciones fueron saliendo a la luz, rompiéndose así el equilibro entre los sectores antagónicos. Para Cooke, “eso explica por qué el peronismo sigue siendo el hecho maldito de la política argentina: su cohesión y empuje es el de las clases que tienden a la destrucción del statu quo.”[2] El peronismo, el peronismo plebeyo, tenía muchas calificaciones, llevaba en su cuenta múltiples calificativos, pero además de maldito era peligroso, o es porque era peligroso que se había vuelto maldito, que lo habían transformado en maldito. Y era peligroso por “la sensación de temor que inspira la fuerza revolucionaria, la autodefensa ante la posibilidad de que estos obreros que no se adaptan a las pretensiones de sus patrones y de los gobiernos cuenten con el poder y rompan el ordenamiento clasista.”[3]
El peronismo plebeyo era peligroso para sus detractores porque, para ellos –fundadamente o no–, el peronismo era el único movimiento que podía romper un orden clasista que los favorecía. Por eso, entre otras cosas, para el gordo, el bebe, el peronismo representaba una maldición para la política argentina, una maldición para el país burgués. ¿Lo fue también la Constitución Nacional de 1949?
Maldita se dice, se predica de aquella que está sujeta a una maldición. De esta manera, si se encuentra maldita, es porque la Constitución de 1949 está sujeta a una maldición, o a varias maldiciones. La temática de las maldiciones puede ser abordada desde diferentes enfoques, puesto que a partir de las tradiciones clásicas –griegas y romanas–, y fundamentalmente desde el cristianismo, es posible encontrar diferentes discusiones y problematizaciones. Asimismo, en términos más generales, el asunto del mal es uno de los grandes problemas de la filosofía práctica y también de la teoría política. De hecho, en la filosofía contemporánea es posible reordenar las discusiones en torno al mal –y su combate–, entre una teoría política normativa que cree que es posible vencer al mal solo invocando el deber y un inmanentismo ontológico que asevera que el mal no es más que una pesada herencia de la teología y la metafísica.[4]
Si bien la temática del mal y de la maldición merecería un tratamiento especial y detallado, aquí nos interesa revisar el par, la relación entre maldición y peligro, a la luz, o más bien, a partir del modo en que se proyecta luz, y fundamentalmente sombra, sobre la Constitución de 1949.
En la Cuestión 76 del Tratado de la Virtud de la Justicia, ubicado en la parte II-II de la Summa Theologiae, Tomás de Aquino se pregunta si es lícito maldecir a alguien. Allí retoma argumentos que indicarían que no sería lícito, pero los rebate y sostiene que maldecir bajo el deseo del mal sí es ilícito, pero hacerlo con una idea de bien es completamente lícito. De esta manera, “si, pues, uno ordena o desea el mal de otro en cuanto es un mal, queriendo este mal por sí mismo, maldecir de una u otra forma será ilícito, y ésta es la maldición rigurosamente hablando. Pero si uno ordena o desea el mal de otro bajo la razón de bien, entonces es lícito, y no habrá maldición en sentido propio, sino materialmente, ya que la intención principal del que habla no se orienta al mal, sino al bien.”[5]
Para Tomás, un mal puede ser ordenado o deseado por dos razones: por una razón de justicia “y así un juez maldice lícitamente a aquel a quien manda le sea aplicado un justo castigo” y también por una razón de utilidad “como cuando alguien desea que un pecador padezca alguna enfermedad o impedimento cualquiera para que se haga mejor o al menos para que cese de perjudicar a otros.”[6]
Si la Constitución de 1949 se encuentra maldita es porque hay quienes la maldijeron y la maldicen. La primera maldición fue predicada por el bloque de la Unión Cívica Radical, cuando el 8 de marzo de 1949, en la tercera sesión ordinaria, abandonó la Convención Nacional Constituyente. La segunda maldición, sin dudas la más potente, duradera y jamás reparada, fue la propinada el 27 de abril de 1956, cuando una proclama firmada por el gobierno de facto encabezado por Pedro Eugenio Aramburu dejó a la Constitución de 1949 sin efecto jurídico. Maldición nunca reparada, afirmamos y reiteramos, porque el sistema jurídico argentino no solamente carga con innumerables leyes manchadas de la sangre de las distintas dictaduras militares y cívico-militares, sino que el propio sistema constitucional carga con la herida jamás suturada de una Constitución al mismo tiempo maldecida y sepultada. Finalmente, una tercera maldición es la reiterada por la gran mayoría de los y las constitucionalistas que aluden a la Constitución solamente para marcar su supuesta ilegitimidad, su supuesto carácter antidemocrático, autoritario y hasta totalitario. Los autores y las autoras más leídos y leídas del constitucionalismo argentino, la mencionan muy brevemente, y solo para maldecirla. Un gobierno de facto y por tanto inconstitucional, y buena parte de la academia del derecho constitucional, si bien deberían encontrarse en veredas opuestas, comparten un secreto vaso que los comunica: maldecir la Constitución de 1949.
¿Por qué la Constitución de 1949 es una Constitución maldita? ¿Por qué el golpe de Estado de 1955 maldijo la Constitución peronista aprobada en el marco de un gobierno democrático y legítimo? ¿Por qué gran parte de la academia constitucional argentina menciona la Constitución de 1949 solo a los efectos de maldecirla? Continuando aquello que sugería Cooke, creemos que la maldición se debe a un peligro, se explica por un temor. Pensamos que, como marcaba Tomás, esta maldición se motiva en una razón utilitaria. ¿Cuál es el peligro? ¿Cuál es la utilidad de la maldición? El peligro, para el gobierno de facto de 1955, para buena parte de la academia constitucional es el modelo económico plasmado en la Constitución de 1949. El peligro era, y es, la equidad y la proporcionalidad en los impuestos; los derechos del trabajador, la familia, la ancianidad, la educación y la cultura; la función social de la propiedad; la adecuación del capital a las necesidades de la economía nacional y el bienestar social; la intervención y el monopolio estatal en ciertas actividades económicas relevantes; la propiedad estatal, nacional, de recursos naturales y servicios públicos; el carácter estatal del sistema bancario público. La utilidad de la maldición de la Constitución de 1949 es, justamente, conjurar esos peligros.
De la conjuración de los peligros a la conjuración de las maldiciones
En Nietzsche, la genealogía, la historia, un breve texto publicado por Michel Foucault en 1971 en un libro en homenaje a Jean Hippolyte, se lee que quien hace genealogía “tiene necesidad de la historia para conjurar [conjurer] la quimera del origen.”[7] En otro breve texto, publicado en 2008, Giorgio Agamben retoma el concepto de conjurer, y postula que supone un doble movimiento de evocación y eliminación: conjurer “une en sí dos significados opuestos: «evocar» y «expeler». Pero quizá ambos sentidos no se oponen entre sí, porque para conjurar algo –un espectro, un demonio, un peligro– es preciso ante todo evocarlo.”[8] Si bien el autor italiano repone la conjuración para revisar el modo en que la genealogía evoca y expele el concepto de sujeto –o necesita evocarlo para expelerlo–, nos parece que este doble movimiento se encuentra en la maldición de la Constitución de 1949.
La utilidad de la maldición es conjurar el peligro de la Constitución de 1949 con este movimiento de evocarla, de citarla, de mencionarla brevemente, pero al solo efecto de expelerla, de etiquetarla como ilegítima, autoritaria, totalitaria, y con ello borrarla del sistema jurídico. Y borrar del imaginario social, político y económico todos sus peligros. Al evocarla brevemente, tildándola de ilegítima, los constitucionalistas y las constitucionalistas crean un orden del discurso alrededor de la Constitución de 1949, un orden que tiene como misión “conjurar [conjurer] sus poderes y peligros.”[9] El orden del discurso creado sobre la Constitución de 1949, iniciado por el golpe de 1955 y continuado por la academia constitucional, disciplina su lectura, prepara al lector y a la lectora a leer, ante todo, una Constitución ilegítima, autoritaria, absolutista, y con ello se pretende conjurar sus peligros. Este orden del discurso estimula al lector y a la lectora para enfrentarse no con cualquier texto constitucional, sino con una Constitución maldita.
Frente a tantas maldiciones, la estrategia no es ni debe ser enarbolar un elenco de bendiciones. Más bien, de lo que se trata, es de conjurar las maldiciones, de exponerlas, mostrar sus inconsistencias y eliminarlas, para así revisar qué de aquello del proceso constituyente de 1949 y de la Constitución sancionada, nos permiten pensar y repensar un constitucionalismo emancipatorio. Sin dudas, la inclusión de algo así como un estado de alarma, o la omisión del derecho de huelga, no resulten tan atractivos para transitar un sendero de liberación. Pero, también sin dudas, muchas de las cláusulas económicas hubieran servido para evitar ciertas prácticas de opresión. O más bien, la emancipación de las prácticas de opresión –muchas de ellas pero no todas económicas- depende de la organización popular, y no tanto de los textos legales y constitucionales, pero es fundamental que éstos estén del lado del pueblo, como lo estaban las cláusulas económicas de la Constitución maldita, que pueden salir a la luz y ser analizadas en tanto y en cuanto conjuremos su maldición.
*La Constitución maldita. Los peligros de la reforma de 1949: El presente texto es una version modificada de Benente, M., Thea F. (2019). Prólogo: La Constitución maldita. En M. Benente (comp.) La Constitución maldita. Estudios sobre la reforma de 1949. José Clemente Paz: EDUNPAZ. Disponible en https://edunpaz.unpaz.edu.ar/OMP/index.php/edunpaz/catalog/book/25
[1] Cámara de Diputados de la Nación (1948). 33ª Reunión- Sesión especial. Agosto 13 y 14 de 1948, p. 2686.
[2] Cooke, J. W. (2010). Peronismo y revolución. Buenos Aires: Biblioteca Popular, pp. 103-104.
[3] Cooke, J. W. (2010). Peronismo y revolución. Buenos Aires: Biblioteca Popular, p. 104.
[4] Forti, S. (2014). Repensar hoy el mal y el poder. Buenos Aires: Edhasa.
[5] Tomás de Aquino (1990). Suma de teología. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España. Parte II-II. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, C.76-a.1.
[6] Tomás de Aquino (1990). Suma de teología. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España. Parte II-II. Madrid: Biblioteca de autores cristianos, C.76-a.1.
[7] Foucault, M. (2001). Nietzsche, la généalogie, l’histoire. En Dits et écrits: tomo I (n° 84). París: Gallimard, p. 1008.
[8] Agamben, G. (2009). Signatura rerum. Sobre el método. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 116.
[9] Foucault, M. (1984). L’ordre du discours. París: Gallimard, p. 11.
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