La globalización se nos suele presentar como un proceso neutral que obedece sus propias leyes naturales, pero en realidad es uno de los culpables de que cada vez haya mayor desigualdad entre ricos y pobres. Para intentar comprender mejor cómo la globalización ha favorecido este incremento de la desigualdad, analizamos sus efectos sobre una de las actividades más determinantes del ser humano: el trabajo.
La globalización es un proceso que genera muchos debates y disparidad entre la comunidad internacional. Desde las posiciones liberales, se la considera la esencia del progreso moderno, una especie de oportunidad única para que todos los países no desarrollados se desarrollen por fin. Para los anticapitalistas, se trata de neocolonialismo disfrazado de sueño estadounidense, un capítulo más en la dominación del capital europeo y norteamericano sobre el resto del mundo. Entremedias, han irrumpido con fuerza movimientos nacionalistas que la rechazan por tratarse de un ataque a la soberanía nacional y llaman al proteccionismo y a la expulsión de los inmigrantes para proteger el trabajo local.
El origen de la globalización
El comercio internacional y las operaciones económicas en el extranjero han existido desde prácticamente los albores de la humanidad y han estado presentes en todo tipo de regímenes y Gobiernos. Las expediciones coloniales de ultramar previas a la Revolución Industrial constituyen una de las primeras fases de este proceso, aunque el mercantilismo dominante en el período que inauguran —el imperio de turno controlaba la producción, transporte y venta de los recursos— hace que no podamos hablar aún de globalización tal y como la entendemos hoy en día.
La etapa actual, caracterizada por la libertad de movimiento del capital internacional a lo largo y ancho del planeta, comienza una vez las potencias occidentales se han repartido el mundo, lo que a mediados del siglo XIX posibilita un flujo de capital sin precedentes. Los nuevos territorios y sus recursos prácticamente vírgenes eran miel para los labios de las grandes potencias del momento, que buscaban en el extranjero las ganancias que ya no podían obtener en Europa. Esta nueva etapa se caracterizará por el surgimiento de grandes corporaciones privadas que ya a finales del siglo XIX y principios del XX se hacen con el control de grandes recursos, tanto en Occidente como en el resto del mundo. La construcción de ferrocarriles fue el primer gran negocio de las nuevas multinacionales y abrió la puerta a muchos otros por venir. Para 1900 ya se encuentran consolidadas algunas de las mayores empresas de la Historia, como Standard Oil —hoy dividida en grandes empresas como Chevron o ExxonMobil—, la minera De Beers o Deutsche Bank, que junto con el resto de las multinacionales de creación posterior jugarán un papel determinante en los siglos XX y XXI.
El aumento del poder e influencia del gran capital industrial y financiero a lo largo del siglo XX influyó decisivamente en las políticas del bloque capitalista hasta 1989, año en el que la caída de la URSS posibilita la expansión mundial del capital a niveles aún mayores. Durante estos últimos 150 años hemos asistido al declive progresivo del poder estatal en favor del mercado y sus intereses, que han conseguido fusionar en muchos aspectos la política exterior de las multinacionales con la política exterior de diversos países occidentales. Así, en vez de retirarse a un completo laissez faire, el Estado neoliberal promueve aquellas actividades acordes con las necesidades del mercado mientras reprime y penaliza las que lo perjudican.
Además, los efectos de estas políticas se transmiten mucho más rápido que antes de un lugar a otro y con mucha más intensidad. Hoy en día, un acuerdo —o desacuerdo— comercial entre dos Estados o cambios en la regulación laboral interna de un país pueden afectar inmediatamente a otra docena de países y especialmente a sus trabajadores, que pueden ver cómo mandan su puesto de trabajo a miles de kilómetros.
Principales rutas marítimas del mundo. Por mar se transporta el 90% de las mercancías del mundo. Fuente: The Atlantic
El papel de la OMC
Hasta 1971, Estados Unidos era el encargado de velar por la seguridad financiera de la economía mundial, pero la ruptura del acuerdo de Bretton Woods reconocía la importancia de la creciente internacionalización de otros mercados y capitales orientando la economía hacia su liberalización y globalización totales. Es en este momento cuando muchas empresas comienzan a seguir las doctrinas de la flexibilidad laboral, que iban a provocar un seísmo en el trabajo de gran parte de la población mundial y marcarán por completo la globalización a partir de este momento.
Una de las organizaciones claves para comprender el carácter actual de la globalización es la Organización Mundial del Comercio (OMC), fundada en 1995 tras el fin de la Unión Soviética. Junto con otras instituciones, como el Fondo Monetario Internacional, la OMC ha sido fundamental a la hora de universalizar las leyes del mercado a lo largo de los cinco continentes, aunque su influencia haya disminuido una vez alcanzó muchos de los principales objetivos por los que fue creada, como prueba su irrelevancia en el conflicto comercial entre China y EE. UU. La Ronda Uruguay (1986-1994) y otros acuerdos posteriores han provocado cambios significativos en las leyes económicas de los países miembros, de las que derivaron múltiples reformas laborales, con el objetivo de crear un ambiente propicio para la inversión masiva de capital, donde la rentabilidad de cada dólar invertido esté prácticamente asegurada.
La incorporación a la OMC de países como India (1995) o China (2001) resultó clave a la hora de alinear los dos países más poblados del mundo dentro de las políticas liberales preponderantes en Occidenta. Estas políticas requieren que cada país limite la intervención estatal en los precios de cada mercancía —incluida la fuerza de trabajo— y deje casi todo el poder de decisión a las leyes del mercado, algo que aprovecharon las multinacionales para instalarse en los países recién integrados. En pleno éxtasis liberal, la apertura al mercado occidental se vendió como el camino natural para el resto del mundo, la oportunidad definitiva de desarrollarse y completar el “fin de la Historia”. Sin embargo, no fue así.
La economía flexible asociada a la globalización vino para quedarse y reemplazar al antiguo capitalismo fordista, basado en una producción centralizada a gran escala que concentraba muchas funciones diferentes en las mismas empresas y centros de trabajo. En el fordismo, la amenaza del comunismo y el gran poder de los sindicatos contrarrestaban la voluntad de las grandes empresas de imponer sus condiciones y se formó un equilibrio frágil producto del cual nacerían los Estados del bienestar. Todo ello cambió con la inclusión de nuevos mercados en la economía y el desarrollo de nuevas tecnologías en el transporte, con los que se abría la posibilidad de diversificar la producción hasta límites insospechados: ahora trabajadores de China podían fabricar una pieza que ensamblarían otros en Vietnam para que cargueros turcos transportasen el producto final hasta su consumo en Europa sin que por ello se perdiese eficiencia o productividad.
La economía flexible se encargó de optimizar cada una de las fases de producción de manera que fuesen lo más efectivas y rentables posible a la vez que atacaba las bases de la organización sindical, que tantos problemas había causado en el período de posguerra. Esta flexibilidad suele entenderse en relación con los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y hasta pautas de consumo; también incluye nuevos servicios financieros y niveles de innovación nunca vistos. Esto tuvo mayores consecuencias sobre los trabajadores no cualificados, a los que se les exige una mayor adaptabilidad y disponibilidad a las necesidades de la empresa. Por ello, uno de los sectores más afectados por el nuevo capitalismo fue la industria, situada en el centro de la economía fordista, que en Occidente contaba con millones de trabajadores especializados, pero en gran medida sustituibles.
Consecuencias en la industria
Los trabajadores industriales habían desarrollado un sindicalismo combativo que les servía de escudo ante las exigencias empresariales que pretendían cambiar su modo de vida, y por ello se convirtieron en uno de los objetivos prioritarios de los grandes empresarios del sector. A partir de los 70, muchas fábricas se deslocalizaron a países más flexibles laboralmente, cuya regulación permitía horarios y condiciones laborales muy pobres, mucho más útiles para los nuevos modelos empresariales que comenzaban a surgir, como el famoso just in time (‘justo a tiempo’), que reducía al máximo los tiempos de producción, almacenamiento y distribución.
Desde 1970, el porcentaje de la industria sobre el total del trabajo mundial se ha mantenido estable por debajo del 15%. Fuente: J. Felipe y A. Mehta
Entre 1970 y 2010 se movilizó gran parte de la industria desde países industrializados de Europa y Norteamérica hacia regiones como el sudeste asiático y China sin apenas variar su peso dentro del mercado laboral mundial; simplemente ha cambiado de lugar y de condiciones. Los ejemplos de Detroit o la cuenca del Ruhr ilustran la naturaleza del cambio hacia la nueva industria neoliberal, que cruza el mundo como si no hubiese fronteras en busca de los trabajadores más baratos y eficientes. La acumulación flexible también terminó con la idea fordista de la integración jerárquica empresarial y basó parte de su crecimiento en la subcontratación masiva de todo tipo de actividades.
Esta subcontratación trae muchos beneficios. Por un lado, permite la adaptación milimétrica de la producción a las necesidades de la empresa, ya que los trabajadores pueden contratarse y despedirse con la misma rapidez, sin costes extras. Por otro, la división de la cadena de producción entre múltiples empresas y países dificulta la asociación de los trabajadores sobre objetivos comunes, lo cual elimina muchos obstáculos para la reducción de derechos laborales y beneficios sociales y permite obtener mayores ganancias.
Gracias a estas y muchas otras ventajas se popularizó el offshoring o deslocalización de actividades empresariales a terceros países. Este proceso ya había tenido importancia en el pasado, pero fue a partir de los 90 cuando se desató y se convirtió en imprescindible para cualquier empresa que aspirase a mantener o incrementar sus ingresos. Guarda mucha relación con el outsourcing, la externalización de actividades de la empresa, y hoy en día más del 80% de las empresas mundiales de más de 250 trabajadores cuentan con operaciones de este tipo. Las razones están a la vista: actualmente, los ingresos mensuales que recibe una familia media indonesia son equiparables —nominalmente— al salario mínimo de España en 1970; parecería que vivimos en planetas diferentes si los comparamos con los salarios actuales en Occidente. Jornadas flexibles de hasta 80 horas a la semana por menos de 150 euros al mes son el pan de cada día de muchos trabajadores en Asia, África o América Latina y la causa de que gran parte de la industria mundial se haya movido fuera de Occidente.
Este modelo se caracteriza por el surgimiento de nuevas formas de organización laboral, pero también el renacimiento de algunas antiguas que parecían desterradas, como los talleres familiares. Las miles de pequeñas empresas que proveen de recursos a las grandes han tenido que adaptar sus métodos a las exigencias de estas, lo que en algunos casos ha traído de vuelta sistemas —como el trabajo realizado en el hogar, propio de la época feudal— que se han integrado dentro del sistema neoliberal, como en el caso de las trabajadoras textiles en India o Bangladés.
Aunque la desindustrialización sea una de las consecuencias más visibles de la globalización, la industria no ha sido el único sector trastocado por este proceso. La agricultura y el sector servicios también fueron incluidos en la nueva ola neoliberal y tuvieron que flexibilizarse en búsqueda de las sagradas rentabilidad y eficiencia. Pero la agricultura siguió un camino inverso a la industria occidental: mientras la segunda se desindustrializaba, la primera se industrializó cada vez más y necesitó cada vez menos mano de obra para producir.
Las pequeñas explotaciones familiares fueron desapareciendo para dar lugar a grandes fincas agroindustriales, un proceso que tuvo lugar en muchas partes del mundo. El objetivo era establecer monocultivos, plantar un solo producto de alto rendimiento y combinarlo con un aporte considerable de maquinaria y químicos, a fin de exprimir al máximo la capacidad de la tierra para proveer recursos. Esto dejaba a los campesinos que no podían modernizar sus cultivos indefensos ante la volatilidad de los precios del mercado, ya que no podían competir con las grandes plantaciones, especialmente en los países pobres, donde la degradación de la tierra, los bajos precios y la escasa tecnología volvían inviable la agricultura convencional. Sin tierra y sin trabajo, muchos campesinos se vieron obligados a mudarse a la ciudad en lo que ha supuesto una de las principales causas del éxodo rural de buena parte del planeta. Los nuevos trabajadores venidos del campo aumentaron la competencia con el resto de los trabajadores y muchas veces se vieron obligados a aceptar los trabajos más precarios al no tener apenas cualificación para el trabajo urbano.
Distribución del suelo europeo.
En el sector servicios las cosas no fueron muy diferentes. Sobre todo a partir de los años 90, muchas empresas se dieron cuenta de que la misma rentabilidad que se conseguía en la industria gracias a las condiciones laborales precarias se podía conseguir en otros sectores. Servicios de atención al cliente como los centros de atención telefónica (call centers) fueron trasladados en masa a países como India, atraídos por las malas condiciones de sus trabajadores. De media, esta operación se traduce en una rebaja de casi la mitad del coste, razón por la cual muchas empresas se subieron al carro. Solo en Estados Unidos se deslocalizaron más de 250.000 trabajos de call centers entre 2001 y 2003, pero en general afectó a la mayoría de los servicios que no requerían contacto físico, como gestiones informáticas o financieras.
El trabajo en el siglo XXI
Los anteriores son algunos de los principales efectos de la globalización sobre la economía y las relaciones de producción. Tras la reestructuración de cada sector económico, millones de trabajadores vieron cómo la calidad de sus condiciones laborales desaparecía en nombre de la flexibilidad y la competitividad, cuando no era el propio puesto el que se desvanecía. El agujero laboral dejado por la huida de multinacionales hacia países pobres nunca fue rellenado del todo por nuevos trabajos, especialmente en algunas regiones como el sur de Europa o EE. UU. De aquí surgió una competición renovada por el trabajo que erosiona los salarios y las condiciones laborales y que afecta principalmente a los trabajadores más intercambiables, los poco cualificados, que se ven abocados a enfrentarse entre ellos —parados contra población ocupada, trabajadores de países más pobres contra los de países ricos…— para acceder al poco trabajo disponible.
Las reformas laborales —o la falta de ellas— también han ayudado mucho a consolidar el proceso. Desde la India a Francia pasando por América Latina, han crecido como setas las reformas laborales orientadas a promover la flexibilidad y la competitividad precarizando el trabajo y atacando las bases de la organización sindical para frenar cualquier contraataque. Muchas reformas se realizaron en los 90y desde entonces el Derecho laboral ha seguido un camino similar en todo el mundo, dirigido a crear un nuevo tipo de trabajo “del siglo XXI” con las mayores facilidades posibles para los empresarios.
Este nuevo trabajo no se caracteriza simplemente por peores salarios, sino que incluye temporalidad, menos prestaciones sociales, jornadas absurdas —cortas e insuficientes las parciales, interminables las completas— y todo tipo de artimañas para vulnerar los derechos laborales, como horas extras sin remunerar o pagos en negro. Derribar las fronteras comerciales ha conectado a todos los trabajadores del mundo, pero es una conexión controlada por las grandes empresas. De esta manera, han provocado un efecto dominó que expande progresivamente las condiciones de sobreexplotación desde los países más pobres hacia los más ricos y empeora la calidad del trabajo mientras aumentan las grandes fortunas. Las nuevas tecnologías y la globalización hacen que producir, así como gestionar el transporte y la atención al cliente, sea más barato, rápido y efectivo, pero no han mejorado la calidad del trabajo ni sus condiciones, sino todo lo contrario. Muchas cosas deben cambiar si aspiramos a que progreso y bienestar vayan de la mano.
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