¿Un Bolsonaro charrúa?Alcances y límites de un outsider en la política uruguaya
El mismo día del triunfo de Jair Bolsonaro, en Uruguay se publicó un artículo que decía: «Primero se terminaron las mentiras de los Kirchner en Argentina, hoy le toca al PT en Brasil y el año que viene al Frente Amplio en Uruguay». Su autor es Edgardo Novick, el líder del Partido de la Gente. Estas y otras acciones recientes hacen que algunos comiencen a preguntarse: ¿es Novick el «Bolsonaro» uruguayo? Y si lo fuera, ¿puede ser igualmente exitoso? Las preguntas no tienen una respuesta sencilla sin un análisis más detenido tanto de lo que pasó en Brasil como de lo que puede pasar en Uruguay.
Distintos países, distinta política
Parece bastante claro que el triunfo de Jair Bolsonaro se dio en Brasil en el marco de un sistema político en descomposición, con dosis no despreciables de inestabilidad institucionalidad –que comprendieron la destitución de la presidenta de la República y el presidente de la Cámara de Diputados–, con altísimos niveles de desconfianza en la política en general y en el personal político en particular, y en una coyuntura de crisis económica profunda, factores todos que abonaban la búsqueda de liderazgos carismáticos emergentes por buena parte de la población. A su vez, Bolsonaro también se benefició de sectores organizados –evangélicos, empresarios del agronegocio, Fuerzas Armadas– que detentan un grado de poder fáctico no despreciable en la sociedad brasileña. Adicionalmente, la victoria del ex-militar estuvo inocultablemente favorecida por la ausencia de su principal contendiente, preso por un fallo polémico algunas semanas antes de la elección.
No ocurre lo mismo en Uruguay. Es cierto que hay indicadores de deterioro de la política y del liderazgo político que merecen atención: el último informe de Latinobarómetro mostró que el nivel de preferencia por la democracia en el país es el más bajo desde que se realiza el estudio –más de 20 años– y que también descendieron la satisfacción con la democracia y la confianza en sus instituciones y en los partidos políticos. Pero el capital democrático acumulado en Uruguay aún lo distingue con nitidez de Brasil, y algo parecido ocurre con la representación reconocida a los partidos políticos. Solo a manera de ejemplo: la preferencia por la democracia como sistema en Uruguay sigue casi 30 puntos porcentuales por encima de la de Brasil, y la diferencia es todavía mayor cuando se evalúa la satisfacción con su funcionamiento o el nivel de aprobación del gobierno. Aunque menores, las distancias entre Uruguay y Brasil al momento de medir la confianza en el Parlamento o los partidos políticos también son significativas. La imagen sobre la economía o la percepción de la corrupción también son bastante distantes. A un año de las elecciones y sin que aún se hayan definido oficialmente las candidaturas de los principales partidos –y en algunos casos, sin que siquiera se perciban claramente–, ocho de cada diez electores manifiestan su intención de votar a algunos de los partidos «establecidos», y los tres considerados históricos convocan el apoyo de al menos siete de cada diez electores. Si en lugar de preferencias partidarias se mide la imagen de los liderazgos políticos, aun sufriendo pérdidas en los últimos años los siete liderazgos más populares corresponden a integrantes de esos tres partidos. Existen, por supuesto, sectores organizados con peso social, económico y político, desde el movimiento sindical hasta núcleos empresariales relevantes, y hasta cierto resurgir de algunas corrientes religiosas en el país más laico del continente. Pero la mayoría de ellos mantienen vínculos fluidos con alguno o varios de los partidos políticos existentes, y nada indica que eso vaya a modificarse sustancialmente en el corto plazo.
Hay, entonces, una importante diferencia de contexto. Al menos hasta el momento, Uruguay no es Brasil en términos socioeconómicos, y mucho menos parece serlo en términos políticos. En otras palabras, hay menos «caldo de cultivo» para un fenómeno del tipo Bolsonaro.
Entre el oportunismo y la imitación
También resulta razonable discutir si Edgardo Novick tiene características similares a las de Bolsonaro. Si se toma en cuenta el comienzo de su trayectoria política, la respuesta es claramente negativa.
Novick surge como un candidato de un partido instrumental, creado por los dos partidos tradicionales para intentar derrocar al Frente Amplio (FA) luego de cinco periodos consecutivos de gobierno en Montevideo. Logra cierto protagonismo por esa nominación, muestra dinamismo en campaña, y está apalancado por el uso de abundantes recursos económicos y por la debilidad de sus competidores. Novick aprovecha esa ventana de oportunidad para generar su propio partido. Su marca de origen no es, sin embargo, la de la representación de una derecha desembozada en términos políticos, económicos ni valóricos. El centro de su discurso se orientaba más al modelo del gerencialismo apartidario que pudo impulsar en Argentina el primer macrismo. En el centro de sus preocupaciones aparecía siempre una receta mágica –la gestión–, basada además en un recurso tan aparentemente fácil como genérico: poner en los cargos a «gente preparada», a «los mejores». Presentado como un self made man que reivindica sus orígenes humildes y su capacidad ejecutiva, pretendió ubicarse como alguien capaz de convocar recursos humanos adecuados como garantía suficiente para un gobierno exitoso. Su posicionamiento político se orientaba mucho más al pragmatismo que al enfrentamiento duro con sus adversarios políticos, porque «la gente quiere que le arreglen el problema ya».
La primera etapa de Novick le permitió colocarse como parte de la oferta política. Sin embargo, a dos años de la creación de su Partido de la Gente, sus logros son todavía muy modestos: en ninguna encuesta supera el 7% y su media de apoyo se ubica en 3%. Es probable que eso lo haya llevado a algunos cambios de postura, en los que se inscriben elementos que al menos alientan la comparación con Bolsonaro.
En los últimos meses, su discurso parece haber aumentado el sesgo antipolítico y antiestablishment, combinado con dosis de liberalismo económico superficial. Las discusiones políticas aparecen con más frecuencia descalificadas como ritos inconducentes que solo sirven para sembrar confusión y generar ineficiencia. El FA –personificado con frecuencia en el gobierno de José «Pepe» Mujica, ejemplificado habitualmente con políticas supuestamente clientelares hacia los pobres y descalificado por su debilidad para condenar la corrupción en Brasil, Argentina y Venezuela– surge recurrentemente como ejemplo de mala administración. Los dirigentes sindicales –a los que Novick recientemente calificó como «sindigarcas»– son vistos como depositarios de los grupos de presión ante los que cede el gobierno. La seguridad pública como problema central adquiere un rol central en su propuesta de cambio. Y achicar el Estado es la clave para mejorar la economía. En los últimos tiempos, también ha comenzado con críticas al resto del elenco opositor, especialmente a los líderes de los partidos tradicionales.
El cambio también parece manifestarse en el reclutamiento de su elenco, que se ha ido transformando con el paso del tiempo. En el inicio estaba compuesto por una mezcla de técnicos de cierto renombre contratados con promesa de convertirse en CEO, asesores privilegiados como símbolo de excelencia –con el ex-alcalde neoyorquino Rudolph Giulani como figura emblemática– y personal político intermedio repescado de los partidos tradicionales. En los últimos tiempos, sin embargo, comenzaron a aparecer otros perfiles. El más notorio es el de Gustavo Zubía, un ex-fiscal mediático y famoso por reivindicar la mano dura. Zubía ha declarado que «hoy la Policía le tiene miedo al delincuente, al fiscal y a juez» y «no puede ejercer la violencia que como Policía tiene que ejercer porque hoy es mala palabra represión y violencia, pobrecitos». Pero también incluye a técnicos en seguridad escindidos de los partidos tradicionales que han sostenido la conveniencia de la cadena perpetua, aunque como el término «embroma mucho en el imaginario colectivo» es preferible llamarla «retención permanente sanitaria».
Este posicionamiento, aunado al festejo por la victoria de Bolsonaro, parecen empujar a Novick y su Partido de la Gente hacia la derecha del espectro político uruguayo. Sin embargo, su trayectoria plantea la duda sobre si se trata de una conversión ideológica o si es una jugada oportunista. De hecho, no puede olvidarse que también recibió entusiasta al gobierno de Mauricio Macri, del que suele hablar bastante menos en los últimos tiempos.
Los rivales también juegan
Pero como se sabe, en política funciona el principio de acción y reacción. Los movimientos de Novick siempre habían tenido la oposición de la izquierda, mientras recibían una velada condescendencia de los partidos opositores que lo veían como un aliado potencial para derrotar al FA. Son esos partidos los que ahora empiezan a generar otras respuestas. Hace días, el ex-presidente Julio María Sanguinetti –todo un ícono político uruguayo– diferenció a Novick de otros empresarios que también quieren iniciar carreras políticas, porque su proyecto va en la línea de dividir a las colectividades políticas en un sistema de partidos consolidados, por su crítica hacia la política que consideró una moda peligrosa y porque le falta experiencia y no responde a estructuras institucionales. Luis Alberto Lacalle Pou, el principal líder del otro gran partido opositor, también ha reaccionado pidiéndole lealtad y respeto como precondición para generar una coalición opositora. Aquella aceptación se trasmuta ahora en precauciones varias, explicables tanto porque Novick podría invadir el espacio que ocupan algunos de sus sectores como por el potencial efecto negativo que sobre ellos podría tener otorgar espacio a un discurso cuestionador de la política.
Frente a esas reacciones, es probable que Novick se enfrente a la disyuntiva de encuadrarse de manera más orgánica y disciplinada en un bloque «anti-FA» o a redoblar la apuesta y posicionarse de forma definitiva como un outsider en toda la regla.
Si la opción elegida fuera la primera, se agregaría como un elemento más de la oferta política opositora. Pero si fuera la segunda, entonces la vía para generar un posible paralelismo con Bolsonaro podría estar abierta. No hay nada en el escenario político uruguayo que permita manejar esta alternativa como muy probable, y mucho menos como exitosa. Pero el mundo actual nos ha enseñado que en tiempos de incertidumbre y desencanto político las visiones simplificadoras pueden ser tan atractivas como el canto de las sirenas.
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