Por Rodrigo Lloret
Algunas de las políticas de Macri, como el repliegue del Estado y su
estrategia de apertura económica, podrían reactualizar el Consenso de
Washington
La caída del Muro de Berlín, de la que en pocos meses se conmemorarán
veintisiete años, supuso no solo el fin de una era sino también un
deslizamiento ideológico y una trasformación cultural en el ámbito político.
Los años noventa implicaron el más potente avance de la derecha sobre todo el
mapa político mundial, y las justificaciones ideológicas de la misma, así como
el desarrollo de supuestos teóricos, no se hicieron esperar. Francis Fukuyama
anunciaba el avance irremediable de la democracia liberal y el libre comercio
en El fin de la Historia y el último hombre. Samuel Huntington profetizaba
nuevas guerras, pero que ya no se producirían por diferencias políticas, sino
por divisiones étnico-religiosas. En definitiva: había comenzado un nuevo
mundo.
El progresismo y la izquierda vivían momentos de declive. En América
Latina se cultivaba la semilla de la autodestrucción del Estado benefactor que
había empezado a marchitarse desde la instauración de sangrientas dictaduras de
la década del 70. El Estado era puesto en discusión y, junto a él, los
supuestos económicos keynesianos o desarrollistas que, en mayor o menor grado,
se habían impulsado durante algunas décadas en la región. Las dictaduras, que
ya habían comenzado el proceso de transformación y deslizamiento de criterios
económico-políticos, eran sucedidas paulatinamente por gobiernos que hacían
carne en las nuevas teorías vigentes. El neoliberalismo –o neoconservadurismo
en algunos casos– tomaba impulso.
Había una promesa clara: el paraíso llegaría solo para quienes
aplicasen el recetario neoliberal. Para tener éxito, aseguraban los gurús,
había que realizar un feroz recorte del sector público y desarrollar una
política de privatización de sectores antes dominados por el Estado. Aquella
política de dimensión latinoamericana pero impulsada firmemente desde los
Estados Unidos, había sido bautizada en 1989 por John Williamson, economista
jefe del Instituto Peterson de Economía Internacional, que sesiona en la
capital de Estados Unidos, como el «Consenso de Washington».
Aunque dicho consenso resumía una serie de recomendaciones –cuyo
carácter era, por el contexto dominante, casi obligatorio– realizadas por la
triada constituida por el FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de
los Estados Unidos, casi todos los gobiernos de la región asumieron la
necesidad de aplicar el recetario. Aunque a primera vista muchas de sus
políticas podían parecer lógicas –sobre todo en aquel contexto donde el
imaginario cultural conservador ganaba terreno–, los resultados de su
implementación resultaron muy diferentes al maná prometido por sus propulsores.
La disciplina en la política fiscal –que pretendía evitar el déficit,
la eliminación de los subsidios y la consecuente redirección de los mismos
hacia el desarrollo–, la puesta en marcha de una reforma tributaria que
permitiese mayores recaudaciones, una política de tasas de interés delimitadas
por el mercado, el desarrollo de un tipo de cambio competitivo, la
desregulación y liberalización del comercio, la liberalización de las barreras
a la inversión extranjera directa, la privatización de empresas estatales y el
desarrollo de una política de seguridad jurídica para los derechos de
propiedad, fueron las puntas de lanza de un nuevo modelo de desarrollo para la
región.
Ese modelo económico, aplicado en América Latina en el contexto de la
pos Guerra Fría, no logró sus objetivos y, más tarde, acabo siendo criticado no
solo por espacios intelectuales sino también por los tomadores de decisión
regionales; fundamentalmente, desde el ascenso en la región de gobiernos de
izquierda en Argentina, Venezuela, Brasil y Bolivia. Ocurre que las recetas
aplicadas no permitieron un desarrollo en estos países y mucho menos un
desendeudamiento. La crisis argentina de 2001 quizás sea el mejor ejemplo de un
caso que cumplió a rajatabla los postulados pero no pudo evitar el caos
económico y social.
Hoy existe un acuerdo más o menos generalizado de que las políticas
propuestas por el Consenso de Washington revistieron un fracaso. Joseph
Stiglitz, uno de los más paradigmáticos críticos de ese modelo por haber
integrado el Banco Mundial (promotor de esas políticas) llegó a afirmar en su
libro El malestar de la globalización: «Si existe un consenso en la actualidad
sobre cuáles son las estrategias con más probabilidades de promover el
desarrollo de los países más pobres del mundo, es el siguiente: sólo hay
consenso respecto de que el Consenso de Washington no brindó la respuesta. Sus
recetas no eran necesarias ni suficientes para un crecimiento exitoso, si bien
cada una de sus políticas tuvo sentido para determinados países en determinados
momentos».
Pero en los últimos meses, a partir del declive de los gobiernos de
izquierda de América Latina, que se instalaron con fuerza durante la última
década, se comenzó a repensar ese paradigma. La llegada de nuevas derechas
emergentes y el acceso al poder de gobiernos más nítidamente liberales o
conservadores reactualizó el debate. Con una furiosa crítica a las políticas de
las gestiones del progresismo, pero también con el discurso del mantenimiento
de las políticas sociales, lo que entra en juego es el análisis de si, estos
nuevos gobiernos, aplicarán otra vez el recetario neoliberal.
El andamiaje aplicado por el actual gobierno argentino de Mauricio
Macri –sucesor de un gobierno de pretendido corte progresista– puso en alerta a
muchos analistas y políticos de la región. Su nuevo modelo era presentado como
diferente al precedente pero también con características que no permitían
retrotraer al país a los años 90. Aunque aún resulta prematuro realizar un
análisis dictaminatorio, muchas de sus políticas parecen estar atravesadas por
el Consenso de Washington.
Ocurre que el macrismo parece repetir, a grandes rasgos, muchos de
aquellos postulados del decálogo noventista que, al menos en la Argentina, no
tuvieron el final esperado. En ese sentido, desde que asumió el gobierno de
Macri propuso un fuerte recorte fiscal, un gran redireccionamiento del gasto
público en subsidios, una amplia reforma tributaria y un feroz aumento de
tarifas, el impulso de un tipo de cambio apuntalado por el mercado, la
liberación del comercio, a través de la eliminación de las trabas a las
importaciones y la disminución de aranceles, promoción de ingreso de capitales
extranjeros y la promoción de seguridad jurídica, juntamente con la
desregulación del mercado.
¿Es posible afirmar a estas alturas la aplicación de un nuevo Consenso
de Washington? Algunas de las políticas, como el repliegue del Estado en
función de una estrategia aperturista y pro-mercado, permiten pensarlo. Sin
embargo, las medidas aún resultan contradictorias y no permiten aventurar una
respuesta unívoca. Se trata del principio de un proceso político de derecha,
que se ha mostrado contradictorio y que ha desandado caminos sinuosos. No caben
dudas de que el sector público argentino presentaba síntomas de asfixiamiento,
pero es esperable que el combate a los problemas no se reproduzca con recetas
pasadas. La Argentina y la región así lo esperan.
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