Algún día de febrero del año 2003, en Francia –donde hacía poco me había casado con Olivier, estudiaba literatura francesa y buscaba trabajo– pedí un turno urgente con mi médico de cabecera. Tenía una faringitis que ya duraba más tiempo que el normal y quería descartar la posibilidad de un cáncer de garganta o algo por el estilo. Tuve un poco de vergüenza al comentarle al médico mi hipótesis que él, al revisarme, descartó de inmediato. Como era de esperar, esto me tranquilizó y casi podría decir que me sentí feliz.
Luego, quiso hacerme un chequeo de rutina. Me tomó la presión y me auscultó. “Tiene un soplo”, me dijo. Tuve que pedirle que me lo repitiera. Antes de volver a escucharlo, se me taparon los oídos y unos estantes con libros que había en la pared se me superpusieron del mareo.
Le pregunté si iba a tener un infarto o me quedaba poco tiempo de vida.
El médico me tranquilizó diciéndome que los infartos no tenían nada que ver, que sólo necesitaba algún estudio complementario para “ponerle un nombre” a ese soplo, nada más. Volví a mi casa en estado de shock y con la sensación de haber sido condenada por el tribunal de la fatalidad. ¿Iba a morir joven como los poetas románticos? La verdad era que no me parecía nada romántico.
Lo primero que hice al llegar a casa fue llamar a mi padre en Buenos Aires. Quién mejor que él que es cardiólogo. Lamentablemente (para mí y las circunstancias) era el cumpleaños de mi madre.
La saludé como al pasar y le conté que tenía un soplo y que iba a morirme. ¿Hace falta decir que no me importaba nada más? Mi padre me aseguró diciéndome que antes que me hiciera una ecografía doppler, él ya podía afirmarme que no tenía nada, que se trataba de un soplo funcional.
Mi hermana, que también es médica, pasó a explicarme que un soplo funcional es algo así como el ruido de un funcionamiento normal, que en algunos se escucha más y en otros menos, como el ruido del estómago. Su comparación me pareció muy didáctica.
Pero, ¿si no era funcional?
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