2/06/2022

miradas sobre el acuerdo





Un balance de Joseph Stiglitz y Mark Weisbrot



Escribe Socompa Noticias 




El premio Nobel de economía Joseph Stiglitz y Mark Weisbrot, director del Centro de Investigación Económica y Política (Washington), bajo el título “Argentina y el FMI se alejan de la austeridad”, analizaron en Foreign Policy* el acuerdo anunciado por Martín Guzmán. Según los autores, el entendimiento “no ahogará la recuperación” y “puede sentar un mejor precedente para hacer frente a los niveles de deuda en todo el mundo”. Aquí, el artículo completo.



El acuerdo entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional para reestructurar el préstamo récord de 2018 sacó al país y al mundo del borde del incumplimiento, lo que podría haber amenazado la estabilidad del sistema financiero internacional. Como con cualquier acuerdo negociado, no es el ideal. Pero ambas partes entendieron claramente los peligros de caer en el abismo de lo desconocido: ¿Qué pasaría si no se llegaba a un acuerdo? Lo que es más importante, el FMI no insistió, como suele hacer, con la austeridad. En cambio, el acuerdo brinda a la Argentina espacio para continuar con su recuperación económica.

Lo que hace a este acuerdo tan importante es que puede sentar un precedente para enfrentar las reestructuraciones de deuda y las crisis financieras que podrían surgir tras la pandemia. Los niveles de endeudamiento han aumentado en todo el mundo. Los países de altos ingresos como Estados Unidos pueden manejarlos, pero muchos países en desarrollo y los mercados emergentes estarán en breve estresados hasta el límite. El acuerdo argentino les da la esperanza de que pueden recurrir al FMI sin que el organismo imponga una austeridad perjudicial, además de otras condiciones contraproducentes. Esperemos que sea el caso.

El presidente de Alberto Fernández enfrenta una enorme carga de deuda, así como otras restricciones heredadas del acuerdo de 2018 con el FMI que concretó el gobierno anterior. También está lidiando con el flagelo del Covid. Sin embargo, el país logró una tasa de crecimiento cercana al 10 por ciento el año pasado, cuando los economistas habían pronosticado una recuperación mucho más tibia. Con una economía en crecimiento, el país logró en 2021 reducir su déficit presupuestario primario en un 3,5 por ciento del PIB. Al iniciar las negociaciones, Argentina simplemente quería tener la capacidad de continuar con su recuperación, sin las condiciones perjudiciales que tan a menudo se han incluido en los anteriores programas del FMI.

La mayoría de los economistas reconocen la importancia de que los gobiernos brinden apoyo fiscal a las economías que hoy se están desacelerando en medio de la pandemia con el objetivo de amortiguar los impactos económicos y sanitarios. Eso es lo que han hecho las administraciones de Trump y Biden. Eso todo lo que la Argentina había estado pidiendo, dentro de los límites de sus propios recursos. No estaba reclamando una nueva entrada de fondos. El Gobierno solo necesitaba evitar condiciones que ahogaran la recuperación, o dañaran a los pobres y a los trabajadores.

La ironía es que la misión principal del FMI es proporcionar préstamos en moneda fuerte a los países que enfrentan problemas de balanza de pagos. Sin embargo, los gigantescos pagos de la deuda con el FMI se han convertido en el principal riesgo para su balanza de pagos de Argentina.

Un poco de historia explica cómo el país se metió en este lío. Su acuerdo con el FMI de 2018 requería un ajuste del 4,4 por ciento entre 2018 y 2020 para “restaurar la confianza del mercado”. Tuvo el efecto contrario. La economía se contrajo. El FMI optó entonces por un ajuste fiscal y monetario todavía mayor. Había proyectado un crecimiento del 0,4 por ciento para 2018, y del 1,5 por ciento para 2019 en el marco de su programa. En cambio, hubo recesión. El PIB cayó un 2,6 por ciento en 2018, y un 2 por ciento al año siguiente. En ese período, la pobreza aumentó un 50 por ciento.

Cuando la pandemia golpeó, la situación empeoró. El PIB se desplomó un 9,9 por ciento en 2020. La evaluación interna del FMI publicada en diciembre pasado expresó críticas sin precedentes sobre el acuerdo y las condiciones del préstamo de 2018. El informe señaló que “el programa terminó con una postura de política procíclica, posiblemente empeorando la fuga de capitales en lugar de aumentar la confianza”. Señaló, además, que el staff del organismo debería haber previsto, con base en investigaciones anteriores del FMI, que un ajuste presupuestario de esa magnitud podía ser “contraproducente”.

Los miles de millones de dólares que prestó el FMI, sin imponer controles de capital, permitieron a los ricos y bien conectados sacar su dinero de la Argentina a un tipo de cambio más favorable, dejando al país sin nada que mostrar ante los 44 mil millones de dólares tomados, excepto una enorme agujero en su balance.

En febrero de 2020, el FMI concluyó que la deuda era insostenible. Esto ayudó al nuevo gobierno a negociar con éxito en 2020 la reestructuración de la deuda con los acreedores privados. Esta reestructuración no tuvo precedentes en algunos aspectos importantes. Permitió la recuperación económica, con un aumento del empleo de alrededor de 1,7 millones de puestos de trabajo. Según cifras oficiales, la inversión creció un 35 por ciento.

Los mismos debates ocurrieron en los meses previos al acuerdo de la semana pasada entre la Argentina y el FMI. El gobierno, con sus economistas bien preparados, insistió en que la austeridad es contractiva, algo que debería parecer obvio para cualquiera que haya tomado un curso elemental de macroeconomía. Pero en el mundo al revés en el que vivimos, hay una escuela de pensamiento que argumenta que las políticas contractivas pueden ser expansivas. Fue este punto de vista el que dominó al crear el préstamo de 2018. No funcionó. No es de extrañar. Prácticamente nunca ha funcionado.

El razonamiento -si podemos calificarlo con esa palabra- es que el compromiso con la austeridad restaurará la confianza, la confianza conducirá a entradas de inversión y estas entradas compensarán con creces las reducciones en el gasto público. Lo que sucedió en Argentina es lo que suele suceder: la recesión erosionó la confianza, la inversión cayó y los bancos resultaron perjudicados, recortando los préstamos en un círculo vicioso a la baja.

Los peligros de que esto suceda en la Argentina, de imponerse la austeridad, serían especialmente grandes. Dadas las circunstancias del país, y la probabilidad de que aumenten las tasas de interés internacionales, es probable que haya poco en términos de flujos de capital o inversiones extranjeras. La idea de que recortar el gasto público restauraría mágicamente la confianza, lo que generaría una afluencia de dinero y compensaría la pérdida de apoyo fiscal es pura fantasía.

Los defensores de la austeridad critican al actual gobierno por no reducir la inflación más rápido. La inflación es otro legado adverso que el presidente Fernández heredó de Mauricio Macri. Aunque la inflación ahora es un poco menor que antes de que asumiera Fernández, ha habido pocos avances para reducirla. Pero si uno sopesa los costos y los beneficios de hacer más, el gobierno se ha inclinado por el lado correcto.

Por lo general, hay tres preocupaciones con relación a la inflación. Primero: que se vuelva desbocada o termine en hiperinflación. Esto no está sucediendo. Segundo: que destruya el crecimiento económico. Como hemos señalado, el crecimiento ha sido fuerte en 2021, superando las secuelas del Covid-19. Finalmente: que pueda aumentar la pobreza entre aquellos cuyos ingresos no se mantienen al día con los aumentos de precios. Para sortear este problema, el gobierno instrumentó transferencias de efectivo. Resultado: se recuperó el empleo y muchas personas salieron de la pobreza.

La pregunta relevante es, por lo tanto, contrafáctica: ¿Qué hubiera pasado si el gobierno ponía la reducción de la inflación, en lugar del crecimiento y la reducción de la pobreza, en el centro de su agenda? Es casi seguro que el crecimiento y el empleo hubieran sido mucho menores y la pobreza mucho mayor. Ninguno de los críticos de las políticas argentinas ha presentado una agenda creíble, y esto es por el desorden que heredó el gobierno y las realidades que impone la pandemia. El gobierno de Macri demostró que se puede hacer todo mucho peor: lograr una alta inflación, incluso con una caída de la economía y un aumento masivo de la pobreza.

Sería hipócrita que aquellos en países de altos ingresos defendieron lo que hicieron para enfrentar el desafío del Covid-19 y le exigieran a la Argentina hacer exactamente lo contrario. Una queja usual a las políticas del FMI. Habría habido una reacción política violenta y un rechazo generalizado de tales políticas, que son económicamente destructivas en todo el mundo.

Dado que Estados Unidos es el único país con poder de veto en el FMI, así como su influencia predominante, se habría culpado a Washington. Con toda la agitación que se vive en el mundo, Biden y sus aliados no necesitan otra crisis. En cambio, han demostrado las ventajas de la cooperación global, asegurando que los expertos, en lugar de que solo grupos de intereses especiales, tengan un asiento en la mesa de negociación.

Aunque podemos celebrar este importante paso adelante, estamos lejos de estar fuera de peligro. Como señalamos: es probable que haya múltiples crisis en los próximos años. Argentina ha podido recuperarse hasta ahora de la destrucción económica que provocó el gobierno anterior en parte porque tiene un alto nivel de experiencia en la mesa de negociación, como así también en macroeconomía, en reformas estructurales y en reestructuraciones de deuda. Muchos otros no tendrán estas ventajas.

El mundo necesita mejores mecanismos para garantizar que los intereses de todos los países, y en especial los intereses de los más pobres, estén representados en las organizaciones que se suponen multilaterales y preocupadas por todos los ciudadanos. En el FMI, Estados Unidos y sus aliados de altos ingresos tienen alrededor del 60 por ciento del poder de voto y, por lo tanto, toman casi todas las decisiones que afectan a los 190 países miembros. A veces, esas decisiones son bastante dramáticas, como en el caso del acuerdo argentino de 2018, y cualquier programa implica la vigilancia del FMI sobre las políticas de Argentina en los próximos años.

Seguramente habrá una serie de eventos imprevistos, políticos y económicos, nacionales e internacionales, a los que el gobierno argentino tendrá que responder. Habrá desacuerdos sobre la mejor manera de hacer frente a esos desafíos, tanto dentro del país como entre Argentina y el FMI. Con suerte, en los próximos años, ambas partes mantendrán el espíritu de cooperación y compromiso del acuerdo alcanzado con el crecimiento y la reducción de la pobreza.

Al final, siempre es la voz de los ciudadanos de un país la que debe escucharse con especial atención en una democracia. Por muy mal diseñado e implementado que haya estado el acuerdo de 2018, es el gobierno actual y los ciudadanos argentinos los que han tenido que cargar con las consecuencias.

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*Foreign Policy es una publicación estadounidense fundada en 1970 por Samuel P. Huntington y Warren Demian Manshel. Tiene su sede en Washington y frecuencia bimestral. Entre 1996-2009 pasó de ser una publicación académica a convertirse en una revista orientada al público general. Actualmente pertenece a Washington Post Co.

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