Las cárceles de la muerte en Ecuador
Carla Morena Álvarez Velasco
Los motines y las masacres en las cárceles de Ecuador han conmocionado al país. Personas privadas de su libertad viven hacinadas y sin alimentos suficientes, y los narcotraficantes controlan los negocios desde las prisiones, mientras el gobierno despliega una política punitiva sin poder garantizar el propio funcionamiento del sistema.
A lo largo de 2021, Ecuador vivió la peor crisis carcelaria de su historia. Durante los meses de febrero, julio, septiembre y noviembre, se produjeron cuatro matanzas en diferentes recintos carcelarios del país que terminaron con la vida de unos 250 presos, cometidas con una brutalidad nunca antes vista. En febrero murieron 47 personas en motines simultáneos en tres diferentes cárceles (ubicadas en las ciudades de Latacunga, Guayaquil y Cuenca). En julio, la violencia interna cobró la vida de unas 27 personas en la penitenciaría de Guayaquil, lugar donde también ocurrieron las matanzas de septiembre y noviembre, en las que murieron 112 y 62 personas privadas de la libertad respectivamente. Si el sistema carcelario del Ecuador fuera una ciudad, sería, después de Guayaquil, la segunda urbe más violenta del país.
Ecuador es un país de 17 millones de habitantes, que tiene una población penitenciaria de 39.000 personas. Su sistema carcelario está compuesto por 53 cárceles, que en conjunto cuentan con la capacidad para albergar a unas 30.000 personas, pero que sin embargo acogen a casi 10.000 personas más. Por otra parte, la tasa de encarcelamiento en Ecuador fue de 215 presos por cada 100.000 habitantes en 2017, la cual se ha triplicado desde 2009, momento en que llegó a ser de 85 presos por cada 100.000 habitantes, una de las más bajas en la historia del país.
A primera vista, los grandes indicadores de la situación carcelaria ecuatoriana no ofrecen respuestas al porqué de la violencia vivida. Sin embargo, una mirada a las condiciones de vida en prisión proyecta más pistas. En efecto, existen cárceles en las que no hay agua potable, la atención médica es casi inexistente, la alimentación es escasa y de tan mala calidad que es grave fuente de enfermedades (se invierte menos de un dólar diario en cada una de las comidas de los presos), no existen psicólogos ni psiquiatras (hay 95 psicólogos y 5 psiquiatras para atender a los casi 40.000 presos), entre muchas otras carencias.
Además, el sistema carece de suficientes guías penitenciarios para controlar la actividad de los presos: hay unos 1.500 celadores para controlar y atender a 39.000 personas privadas de su libertad. De hecho, en algunos recintos carcelarios, cada guía debe hacerse cargo de la vigilancia de hasta 193 reos, aunque la Organización de Naciones Unidas (ONU), recomienda un guía por cada diez presos. Tanto por la falta de control, como por la precariedad existente, en las cárceles se ha instaurado un sistema de mafias que extorsionan a los presos y a sus familias a cambio de seguridad, comida, medicina o un lugar donde dormir. Ante esta situación, los presos deben llegar a pagar unos 240 dólares al mes para poder sobrevivir, lo que a gran escala es un negocio muy rentable.
En definitiva, en Ecuador el excesivo recurso al encarcelamiento en malas condiciones ha permitido el estallido de un polvorín (que causó más de 300 muertes en un solo año) y, por otra parte, plantea un severo cuestionamiento sobre la eficacia del sistema penitenciario como un mecanismo para prevenir el crimen y el delito, especialmente en vista del importante incremento de la violencia que vive el país.
Con estos antecedentes, la violencia de las cárceles ecuatorianas constituye el resultado de la aplicación de un modelo de gestión carcelario en el que convergen una sociedad y un sistema judicial que privilegian el encierro como castigo al cometimiento de delitos, lo que ha generado un sobreencarcelamiento, especialmente de gente joven y pobre. Por otro lado, esta situación evidencia a una clase gobernante que impulsa el encierro, pero que da la espalda a la prisión, al tiempo que es negligente con los recursos necesarios para su operación en condiciones dignas y humanas. En estas circunstancias, las cárceles ecuatorianas se asemejan más al modelo de «prisión depósito», cuya característica es que busca retribuir a los sentenciados el daño que han hecho a la sociedad, a través del aislamiento y la reclusión, para neutralizarlos frente a la posibilidad de que vuelvan a cometer otro crimen en el futuro. Esta forma de «prisión» evidencia la falta de organización, el desorden y el caos. Es decir, ha sido abandonada a su suerte.
¿Quién habita las cárceles de Ecuador?
Desde 2010 la cantidad de personas condenadas a prisión ha ido creciendo de manera progresiva, y en los últimos años, ha pasado de casi 26.000 en 2014 a los mencionados 39.000 en 2021. De esta población, el 93% son varones. La mayoría son personas jóvenes de entre 18 y 29 años (39,3%) y adultos de 30 y 39 años (31%) que se caracterizan por contar con bajos niveles de escolaridad (45% solo posee educación general básica). Los presos son, mayoritariamente, varones jóvenes, con poca educación y pobres. Respecto a la situación legal, 56,80% (22.000) de las personas privadas de libertad cuenta con una sentencia condenatoria, mientras que 43,08% (17.000) está encarcelada con una orden de prisión preventiva. Además, aproximadamente 50% (20.000) de los presos ha cumplido entre 40 y 80% de su sentencia. Esto significa que son elegibles para un programa de indultos que podría liberar las cárceles de la presión por el espacio. El tráfico de drogas da cuenta de 28,1% de los encarcelamientos. En torno a este delito, la mayoría de las reclusas son mujeres (54,8%). El tráfico de drogas está asociado, en numerosos casos, a la pobreza, lo que se entiende en un país donde solo 3 de cada 10 personas tienen un empleo formal.
Por otra parte, Ecuador ha cumplido el papel de país de tránsito y exportación de cocaína hacia el mundo. En 2021, rompió todos sus récords en incautación, que llegó a 210 toneladas, lo que ha venido aparejado al incremento del encarcelamiento de traficantes. Contrariamente al ideal rehabilitador, el encierro de traficantes de drogas en condiciones de hacinamiento, falta de control y precariedad, reagrupa a los miembros de las bandas delictivas e incluso puede terminar fortaleciendo estas organizaciones, ya que al no contar con ningún tipo de control en el interior de las cárceles y al tener a la mano recursos económicos y tecnológicos, buscan imponer un orden dentro de los presidios y mantener operaciones fuera de ellos. Cuando el orden imperante entra en disputa, ya sea debido al control territorial para la venta local o para la exportación de drogas —o debido a la lucha por el liderazgo de uno de estos grupos, como ocurrió en Ecuador—, emerge la violencia dentro de las prisiones y en las calles.
Esto también ocurre en el resto de América Latina, donde los grupos criminales se relacionan con el mundo exterior desde las cárceles. Inversamente a lo que se podría esperar, el castigo en las cárceles hace que el criminal sea envidiado. Incluso los jefes de las bandas pueden llegar a convertirse en héroes populares para muchos jóvenes, como en Brasil, México, Venezuela, El Salvador y también en Ecuador, donde son vistos como modelos sociales por su poder y capacidad de controlar las cárceles.
Para los presos que han cometido delitos menores, muchos de los cuales están en prisión preventiva o ya han cumplido la mayor parte de su sentencia, la precariedad de sus condiciones de vida hace que sean fácilmente reclutados por parte del crimen organizado, ya que no tienen otra opción para sobrevivir. En estas condiciones, las cárceles ecuatorianas y latinoamericanas se han convertido en un lugar de castigo para las minorías marginadas y, al mismo tiempo, en un espacio seguro para los delincuentes y criminales.
Evolución de las políticas carcelarias
Como otros países en América Latina, Ecuador enfrenta graves e históricos problemas en su sistema penitenciario. Al inicio de los años 2000, la precariedad carcelaria llamó la atención del gobierno central, pero no hubo respuestas contundentes. Fue a partir de 2007 que los asuntos penitenciarios comenzaron a ocupar un lugar en la agenda de gobierno. Durante la presidencia de Rafael Correa, se tomaron algunas medidas como la creación de la Defensa Pública (2007) y el levantamiento de un censo penitenciario (2008) que dejó ver que casi la mitad de los reclusos no tenían sentencia. En 2008, se dispuso un indulto general para personas condenadas por trasladar pequeñas cantidades de drogas, lo que permitió que 2.221 personas salieran en libertad. En 2009, se realizó una reforma legal que permitió la adopción de medidas alternativas al encarcelamiento. Estas iniciativas, entre otras, explican las razones por las que, desde 2007, la población carcelaria descendió hasta llegar a su mínimo histórico en 2009, cuando sumó 11.517 personas privadas de su libertad.
A partir de 2010, el gobierno dio un giro en su política. Aprobó una reforma legal que favorecía el encarcelamiento (incluso para el hurto de bienes menores) y que flexibilizó los requisitos para dictar prisión preventiva. En 2013, se inició la reforma y construcción de infraestructuras carcelarias, con lo cual se pasó de 34 en 2004 a 53 prisiones desde el año 2015. En 2014 se emitió una nueva ley penal que buscaba garantizar derechos, pero de forma paradójica también aumentó el tiempo de condena de las personas (de 16 a 30 años), incrementó los tipos penales y disminuyó la posibilidad de utilizar alternativas a la prisión. Con este cambio, la población carcelaria comenzó a crecer nuevamente.
Este período marcó el inicio de una política masiva de encarcelamiento y de endurecimiento de penas, en concordancia con la tendencia latinoamericana en el período 2000-2016. No obstante, la particularidad del caso ecuatoriano es que no existió una distancia sustancial entre la capacidad oficial de las cárceles y la población carcelaria y, aunque son cuestionables los beneficios sociales de las políticas punitivas, estas estuvieron acompañadas de la construcción de infraestructuras y de la dotación de recursos económicos.
La ausencia de política carcelaria: 2017-2021
En 2017, Lenín Moreno asumió la presidencia del país, lo que implicó un nuevo viraje en la conducción de la política ecuatoriana. Esta vez, el gobierno concentró sus esfuerzos en reducir el gasto público y en adelgazar la «obesidad» estatal heredada del correísmo. Con la llegada del covid-19, se incrementaron los ajustes presupuestarios. De hecho, el gobierno hizo un significativo recorte económico para el sistema penitenciario, que pasó de contar con 163 millones de dólares en 2017 a disponer de solo de 90 millones en 2020. La falta de dinero impidió la contratación de nuevos guías penitenciarios y el mantenimiento de la infraestructura y del equipamiento tecnológico, vital para el control de ingresos en las cárceles. En este período, la ausencia de recursos crecía, mientras el sistema judicial seguía enviando a la cárcel a más y más gente.
En mayo de 2021, asumió la presidencia Guillermo Lasso, quién debió enfrentar tres de las cuatro masacres ocurridas durante los siete primeros meses de su mandato. Durante estos meses, el gobierno adoptó un discurso que responsabiliza directa a las bandas de narcotraficantes por la violencia carcelaria, desconociendo la falta de control, las condiciones inhumanas, así como la responsabilidad del Estado sobre esa situación. Para controlar la crisis, el gobierno anunció la adopción de un conjunto amplio de medidas. Ninguna de ellas apunta a cambiar las condiciones estructurales de las prisiones. De hecho, hasta el momento, no se ha puesto en marcha el anunciado plan de indultos, que podría permitir reducir el hacinamiento carcelario, tampoco se han asignado los recursos necesarios para rehabilitar las infraestructuras afectadas por los cruentos enfrentamientos ni se ha invertido en mejorar las condiciones de vida de los presos. Si bien para 2022 se prevén mayores recursos (se ha planificado una asignación de 124,4 millones de dólares), la mayor parte de este dinero (76%) estará destinado al pago de salarios en el Sistema Nacional de Atención a personas privadas de su libertad y todavía no se recuperan los niveles presupuestarios de 2019.
En síntesis, en pocos años Ecuador pasó de tener una política carcelaria, con claroscuros pero activa, a tener una política por omisión. En efecto, durante el correísmo la política criminal fue controvertida: excesivamente punitiva, pero acompañada de modernas infraestructuras carcelarias, tecnológicamente bien equipadas. Durante los gobiernos de Moreno y Lasso no es posible identificar una política criminal explícita. Lo que se puede ver es la coexistencia de una inercia que mantiene las mismas características represivas del modelo penal anterior, junto con una falta de atención política y económica a los asuntos carcelarios.
Actualmente, en Ecuador hay una brecha entre el excesivo uso del encarcelamiento y los escasos recursos económicos para hacer frente a un adecuado mantenimiento de este modelo carcelario. Esta estrategia de gestión de lo criminal no ha dado los resultados esperados. Es decir, se esperaría que las condiciones inhumanas de la cárcel, si bien no logran rehabilitar a los presos, al menos disuadan a un segmento de la población de cometer delitos y crímenes. Sin embargo, la precariedad no ha convencido a los ex-presidiarios de evitar la reincidencia ni ha disuadido a otros de cometer delitos. Las malas condiciones de la prisión y la existencia de penas muy largas tienden a cortar los vínculos de los presos con el exterior, a aislarlos socialmente y a hacer muy difícil la reinserción social y a facilitar la reincidencia. La existencia de estas condiciones no ha evitado el aumento ni de la violencia ni de la criminalidad, que en Ecuador se encuentran en pleno repunte.
Hoy por hoy, el sistema penitenciario ecuatoriano no se ha pacificado, más bien ha ocurrido lo contrario, porque nada ha cambiado: hacinamiento, insalubridad, corrupción, violencia, precariedad, siguen siendo categorías que lo describen adecuadamente, y mientras las condiciones estructurales de la cárcel y del sistema de justicia se mantengan, la posibilidad de nuevos estallidos y masacres, seguirá latente.
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