Ricardo Aronskind sostiene que el gobierno del Frente de Todos no está logrando modificar una distribución muy regresiva del ingreso dejada por el macrismo, y es importante analizar por qué, ya que las metas explícitas del Frente apuntan en una dirección progresista, o digamos peronista originaria. Aronskind afirma que el intento del gobierno por apaciguar a la derecha económica no le ha dado buenos resultados, ya que este sector está haciendo fracasar sus objetivos estratégicos de mejorar la situación de las mayorías.
Por Ricardo Aronskind*
(para La Tecl@ Eñe)
El crecimiento de la economía, pero sin mejorar la distribución del ingreso y el nivel de vida de la población, es una meta conservadora.
Los experimentos neoliberales nos acostumbraron en Argentina a decrecer o a estar estancados, por lo que crecer ya nos parece un resultado positivo, pero no alcanza.
Para llegar a ser una sociedad en donde valga la pena vivir, crecimiento y distribución tienen que ir de la mano. Los pésimos resultados de las gestiones neoliberales han bajado tanto la vara, que las metas conservadoras parecen progresistas, pero no lo son.
El gobierno del Frente de Todos no está logrando modificar esa distribución muy regresiva del ingreso dejada por el macrismo, y es importante analizar por qué, ya que las metas explícitas del Frente apuntan en una dirección progresista, o digamos peronista originaria.
Una de las razones importantes de esta dificultad es que el Estado ha sido despojado –desde la dictadura cívico-militar para acá-, de instrumentos regulatorios y de intervención en la economía, necesarios para lograr cierto grado de gobernabilidad económica, y no los ha recuperado hasta el presente.
Ni siquiera se ha derogado la ley de Reforma Financiera antinacional de Martínez de Hoz. Desregulaciones, privatizaciones, disolución de organismos de control, colonización del Estado por agentes de las corporaciones, han sido un combo inmovilizante, que sólo empezó a ser revertido, en cierta medida, durante la gestión kirchnerista.
El Estado nacional no sólo ha sido despojado de instrumentos básicos de control en las gestiones neoliberales. También ha sido endeudado, puesto en una situación de permanente penuria presupuestaria por esas mismas gestiones, situación que lo condena a tener menos capacidades en general para inducir cambios significativos en cualquier orden de la vida pública.
Pero también, y tan importante como los problemas objetivos que mencionamos antes, las fuerzas que encarnan y buscan un proyecto común, colectivo, abarcativo, han perdido peso e influencia ante las ideologías de la insolidaridad, el individualismo feroz y el desprecio por el destino común.
La derecha ha ido asumiendo cada vez con más claridad un tono agresivo, de rechazo a la igualdad social y a cualquier intervención del Estado en la economía, y ha conseguido acumular un electorado importante, que avala –sabiéndolo o no- el debilitamiento del Estado a favor de las corporaciones, no importa si locales o extranjeras.
En ese contexto, que no es sólo local sino internacional, se ha producido un debilitamiento de los sectores populares, tanto en términos materiales producto de la desindustrialización, el desempleo y el empobrecimiento a lo largo de décadas, como en términos político-ideológicos, a través de una creciente vaguedad en el discurso y en la endeblez argumental de sus representantes.
Queremos abordar con más detalle este punto, que nos parece un requisito para avanzar en las tareas de reconstrucción nacional.
El gobierno de Alberto:
La gestión de Alberto Fernández ha sido marcada duramente por la emergencia de una grave pandemia, que desplazó las metas originariamente trazadas en el 2019. Tan importante ha sido la irrupción del COVID 19, que impregnó todas las políticas públicas. Y muchos de los conflictos y enfrentamientos latentes en la sociedad argentina se expresaron, precisamente, en torno a la gestión de las acciones públicas para enfrentar la pandemia. Pandemia y economía han estado estrechamente relacionadas, y nos parece oportuno tomar ciertos episodios políticos que nos permiten visualizar las tensiones que afronta un gobierno con buenas intenciones, pero que es amedrentado por los poderes fácticos, sin atinar a transparentar ante la sociedad el tipo de presiones que debe soportar.
El manejo de la pandemia:
Recordemos que originariamente el gobierno mostró una fuerte predisposición a tomar medidas activas de protección del conjunto social, que incluían medidas de aislamiento y de necesaria paralización económica, que afectaron a una enorme cantidad de habitantes.
Si bien el gobierno apuntó a asistir en un grado amplio a los afectados, lo cierto es que después de unos meses, se vio fuertemente presionado por “los mercados” a reducir el déficit fiscal, amenazado con la posibilidad que le armaran –y le armaron- una corrida cambiaria con la excusa de que “había mucho dinero en circulación”.
A lo largo del año 2020, se observó una menguante presencia pública educativa en los medios, se diluyó la publicidad de prevención y cuidado, y se fue reduciendo la distancia que separaba al gobierno nacional del enfoque negacionista “simpático” del Jefe de Gobierno de CABA, Rodríguez Larreta, quien no cesaba de dar “buenas noticias” que tenían que ver con desmontar progresivamente la medidas protectivas, basándose exclusivamente en la premisa de no gastar un peso en ayuda a personas o pequeñas empresas.
Es más, en la provincia de Formosa, donde se tomaron las medidas más rigurosas para evitar que se introdujeran focos de contagio, que lograron un éxito sanitario rotundo con un solo muerto durante 2020, Juntos por el Cambio organizó un fuerte movimiento de resistencia “en nombre de la libertad”, apoyado por los grandes medios nacionales alineados en la política de boicot a los cuidados, lo que a su vez llevó al gobierno nacional a presionar a esa provincia para que se “alineara” con el resto de las provincias… en restricciones más laxas. La premisa reiterada por el Presidente de respeto por el valor del federalismo quedó así dejada de lado en este caso, en función de las predilecciones ideológicas del neoliberalismo opositor.
Para este año, en el cual continúa la pandemia en el mes de agosto, avanza la campaña de vacunación, y aún se registran cientos de muertos diarios -mientras observamos la amenaza latente de la variante Delta-, no se previó en el presupuesto ningún gasto especialmente aplicado a la protección antipandémica, y se debilitó la voz y la presencia pública dedicada a esta problemática.
Las medidas de protección en general se aplicaron con mucha laxitud, sin controles eficientes, y quedando “a voluntad” de los diversos actores, tanto institucionales como personales en los distintos puntos del país y en los lugares de ingreso desde el exterior.
La gente responsable se cuidó y cuidó a los demás, y la gente no responsable no, casi como si fuera una cuestión de opiniones y gustos personales contribuir o no a esparcir el virus que resultó letal para más de 100.000 compatriotas.
Un enfoque liberal antisocial primó sobre prácticas más organizadas y protectivas, que se pudieron implementar en diversos lugares del mundo porque el Estado tuvo más decisión política, y las oposiciones no asumieron actitudes negacionistas.
“El IFE va al dólar”
En el medio de la pandemia, del empobrecimiento de sectores amplios, de la caída en el valor real de la mayoría de los salarios, se produjo en los meses de agosto, setiembre y octubre una arremetida cambiaria contra el dólar oficial. Sectores privados actuaron sobre el dólar paralelo en sus diversas variantes, esparciendo rumores de devaluación acompañados por la prensa conservadora más influyente. No lograron el cometido de forzar una devaluación –que hubiera sido socialmente catastrófica-, pero lograron algunas disrupciones en la cadena productiva, y la generalización de remarcaciones que aceleraron la inflación en los meses subsiguientes, sin ningún justificativo real.
Los economistas neoliberales, con presencia en casi todo el espectro mediático, sostuvieron la versión de que como el gobierno estaba realizando mucho gasto público financiado con “emisión monetaria” (o sea, gastaba sin pedirle la plata a los bancos), eso era lo que provocaba inflación.
Luego se supo, también muy asordinadamente, que empresas habían declarado importaciones por valores muy superiores a la realidad, o que habían pagado una parte sorprendentemente alta de sus compromisos externos, todas excusas para obtener dólares del Banco Central, más “baratos” que en los mercados marginales. Se descubrió, también, que 2.000 empresas que recibieron aportes del Estado para que pudieran pagar los sueldos y no despidieran personal, también compraron ilegalmente dólares. Esas maniobras también contribuyeron a mermar las ya escasas reservas oficiales, reforzando la incertidumbre y la inestabilidad cambiaria.
El gobierno prefirió no hacer olas en relación a todas esas maniobras, no denunciarlas pública y judicialmente, y dejarlas pasar como si se tratara de “otra travesura de los mercados”.
Ahí vemos una clara señal de debilidad política y discursiva. No se puso a la luz de toda la sociedad un conjunto de maniobras que fueron al mismo tiempo extorsivas y desestabilizadoras, con numerosas complicidades revestidas del conocido discurso pseudo técnico de “la lógica de los mercados”.
Pero vemos un problema aún mayor en las declaraciones de altos funcionarios del Ejecutivo, semanas después de concluido lo peor de la corrida cambiaria, que buscaban la explicación de la corrida cambiaria en que “el IFE[1] fue al dólar”.
Allí encontramos un problema serio. No sólo porque esa interpretación ocultaba en este caso la responsabilidad de las maniobras especulativas del sector empresarial, sino porque revela una traba conceptual preocupante tratándose de un gobierno popular: si toda expansión monetaria orientada a incrementar la demanda de los sectores populares es interpretada como una potencial generadora de corridas cambiarias, devaluaciones, y saltos inflacionarios, nada económicamente expansivo ni promotor de mejoras en la vida popular se podría hacer.
Dicho de una forma más gráfica: si se aceptara la extorsión de los mercados, y se la transformara en “saber económico”, cada vez que el gobierno pretendiera mejorar el acceso de los sectores postergados a una mayor cantidad de bienes y servicios, “los mercados” tendrían un supuesto aval “técnico” para mover los precios de forma tal que los sectores populares pierdan el poder adquisitivo ganado por efecto de las políticas públicas.
En materia de política económica, el Estado carecería de autonomía para moverse, ya que la parte concentrada del sector privado movería las palancas del dólar y los precios, para disciplinar al gobierno.
Una cosa es que este fenómeno esté ocurriendo, producto de décadas de ofensiva neoliberal sobre la sociedad. Otra cosa es que supongamos que eso es natural, y que lo debamos aceptar.
Lo preocupante es que esas fueron declaraciones del Ministro de Economía, de formación heterodoxa, y del Jefe de Gabinete, de procedencia peronista. ¿Estaban convencidos de lo que decían, o lo hacían para congraciarse con los operadores de “los mercados”, asumiendo posiciones conservadoras en sintonía con la ideología antiestatal que caracteriza al empresariado más concentrado?
Si fue para tranquilizar a los mercados, disimulando su responsabilidad en la desestabilización económica, se estaría aceptando que de hecho los mercados cogobiernen el país junto con las autoridades democráticamente electas. ¿Cómo se llama un régimen político así? Al menos parecería necesario revisar las definiciones tradicionales de democracia y república.
Habría que buscarle un nombre nuevo a un sistema de cogobierno constituido en parte por autoridades políticas emanadas del voto popular, que reflejan todos los matices de opinión existentes en la ciudadanía, y por otra parte por autoridades fácticas emanadas de las distintas fracciones del capital, con visiones conservadores y retrógradas de la sociedad.
¿Por qué se acepta esta situación? ¿Se trata de la “nueva normalidad” de una democracia sumamente restringida?
El telón de fondo de las decisiones en pandemia:
Hemos aprendido mucho en la pandemia sobre cómo funciona la sociedad y el estado.
Al comienzo, vimos que era concebible una situación en la que para evitar olas masivas de contagios se tuvieran que suspender actividades que favorecían el contagio masivo, y por consiguiente el Estado debía ayudar a subsistir a los sectores obligados –por razones de interés general- a desactivarse.
Si ese principio pareció sensato, no fue tan claro cómo poder implementarlo, dada la sociedad realmente existente, tanto por sus comportamientos individuales y grupales, las capacidades o debilidades del Estado, y las ideas que circulan, chocan y prevalecen en el conjunto social.
Desde el punto de vista de las políticas públicas, para reducir los daños de la pandemia –muertos, enfermos, desborde del sistema sanitario, deterioro sicológico, etc.- es fundamental que el Estado tenga capacidad organizativa, autoridad política, y poder de disciplinamiento suficiente para reorientar transitoriamente los recursos sociales hasta que se pueda retornar a cierta normalidad.
Como estaba involucrada la subsistencia material de millones de personas, al Estado le tocaba asumir claramente tareas redistributivas de emergencia para que todos coman, tengan acceso a servicios públicos básicos, reciban los cuidados sanitarios necesarios, y no sufran ninguna situación que implique un deterioro permanente de su condición social.
Parte de eso se logró, pero también empezó rápidamente a operar políticamente la contratendencia encabezada por la derecha en todas sus vertientes, orientada a desmontar la ayuda masiva, por peligrosa para el statu quo económico.
Si se observa con atención, un Estado empoderado, que asume con eficacia una tarea de protección colectiva, que se represtigia como un aparato organizativo útil ante la sociedad, que demuestra lo valioso de emprender acciones económicas redistributivas, no es lo que figura en los planes del establishment económico argentino.
Para cumplir la hoja de ruta neoliberal, se requiere un Estado desprestigiado, lejano, corrupto, ineficaz, que se adapte al libreto “libertario” sobre lo maligno que es el Estado. Recordemos que en algún momento, el ministro Arroyo aludió a la posibilidad de implementar una forma de “ingreso universal”, como una forma estable de garantizar un piso mínimo a toda la sociedad. Eso fue rápidamente archivado, junto con las partidas presupuestarias específicas para la pandemia.
¿Sacar conclusiones estratégicas sobre las características que debe tener nuestro sistema de salud, sobre la deforme concentración geográfica de nuestra población, sobre la calidad y distribución de la vivienda urbana, sobre el presupuesto y orientación del sistema científico y tecnológico nacional, sobre las producciones estratégicas imprescindibles para garantizar cuidados masivos en el territorio nacional? Grandes temas que emergieron, para ser rápidamente sepultados por cuestiones menores, ya que no forman parte de la agenda de “reformas estructurales” del neoliberalismo local.
Que el neoliberalismo argentino no quiere abordar ninguna de éstas cuestiones es entendible, porque caen fuera de su mirada, que no guarda relación alguna con los problemas sustanciales de la Nación.
Pero que en el campo nacional esto no se aborde, no se exponga a la luz pública para promover la discusión –que tiene implícita la saludable decisión de tener un destino común- muestra un quietismo de ideas sorprendente.
El telón de fondo de esta discusión es si Argentina va a continuar con un Estado impotente para cambiar las cosas, completamente funcional al establishment económico y social, o si se va a asumir la gran tarea de construir un Estado eficaz y activo en relación a una agenda popular.
La complejidad de la situación:
Transcurrida una parte ya importante del mandato de Alberto Fernández, y más allá de los efectos de la pandemia, el gobierno presenta algunos rasgos poco nítidos, que nos hacen pensar en la influencia e incidencia del pensamiento de derecha en el propio espacio nacional y popular.
Un aspecto que ha sido reiterado en numerosos análisis es la falta de un discurso convincente, nítido, que permita distinguir con claridad las metas actuales de lo realizado por la derecha. Da la impresión de que existe en numerosos funcionarios un sometimiento permanente a la mirada de la derecha, y que el gobierno parece no contar con herramientas ideológicas internas para lidiar con el problema.
Al sistema de valores individualista, irresponsable y cipayo de la derecha no se lo está enfrentando con claridad con un sistema alternativo de ideas. Desde el Ejecutivo se han dicho muchas cosas interesantes, señalado problemas relevantes y cuestionado aspectos centrales del funcionamiento de la justicia, de la economía, de la relación de las grandes empresas con el Estado, de las relaciones con el FMI y el endeudamiento.
Sin embargo, ninguno de estos ejes importantes ha perdurado, se ha mantenido invariable. No parece haber ejes estables de la acción pública. Cambian, se desvanecen, aparecen otros, lo que resta credibilidad a las prioridades públicas.
No queda claro si esto se relaciona con las dificultades institucionales y políticas que se encuentran en cada paso que se quiere dar, hecho palpable, o a una cierta inconstancia y falta de perseverancia en el abordaje de cuestiones estratégicas.
Tampoco se terminan de enunciar metas ambiciosas, que entusiasmen a grandes sectores, más allá de cuales sean sus preferencias políticas. No se construye una agenda popular fuerte.
Estas limitaciones ¿son atribuibles exclusivamente a la innegable presión conservadora de la derecha en todos los niveles, o también a miradas y actitudes internas que debilitan la potencia de la acción estatal?
La fragilidad:
No cabe duda de que una parte de la derecha partidaria, mediática, empresarial y judicial es destituyente o golpista. Partidaria del “reformateo autoritario” por el que debería pasar la Argentina que no los obedece. Todo lo que hacen todos los días lo muestra en forma evidente.
¿Alcanza eso para explicar por qué el gobierno se comporta como se comporta?
La duda se traslada a nuestro terreno ¿cuán frágiles somos políticamente? Si la auto percepción de fragilidad político-institucional del gobierno del Frente de Todos impregna el comportamiento de los funcionarios, la beligerancia de la derecha habría cosechado sus frutos en términos de inmovilidad estatal.
Pero ¿estamos usando todos los instrumentos de los que se dispone en política, todas las herramientas comunicacionales y organizativas, estamos movilizando todas nuestras fuerzas, todas las capacidades existentes en nuestro espacio, activando todos nuestros músculos en la disputa política?
Y si no lo hacemos ¿por qué no lo hacemos? ¿Por límites políticos, ideológicos, culturales, o para evitar herir susceptibilidades de las fuerzas amenazantes?
La estrategia de evitación de choques y conflictos:
Los vaivenes del gobierno en relación a avanzar con políticas públicas o detenerse y conformarse con lo que “se puede” ¿responden a una lectura de la correlación de fuerzas?
Aquí es importante distinguir entre dos cuestiones: una es la realidad de la correlación de fuerzas –suponiendo que fuera posible evaluar “objetivamente” tal cosa-. Esa realidad debe ser reconocida para no cometer errores en la acción política. La segunda es qué se hace en relación al problema.
Si se toma la “correlación de fuerzas” como un hecho exterior al gobierno, estático, determinada por fuerzas inmanejables, no hay demasiado para hacer sino adaptarse, en nombre del realismo político, a un cuadro desfavorable para realizar transformaciones. Si en cambio esa correlación se considera modificable, a través de la acción gubernamental, la movilización popular y la voluntad política, se pueden determinar cursos de acción para fortalecer al gobierno, ampliar sus márgenes de libertad de acción, acrecentar y tonificar su respaldo popular y poder avanzar hacia las metas deseadas.
Precisamente uno de los elementos clave para fortalecer al gobierno lo hemos señalado antes: un discurso claro y distinto, alineado con los intereses y preocupaciones mayoritarias y diferenciado de la agenda machacona de la derecha.
Si no se acepta y se asume la confrontación de ideas, si no se disputa la opinión pública apuntando a convencer y atraer ciudadanxs que carecen de una clara definición política, si se acude a subterfugios para no chocar discursivamente con la derecha mostrando algo que puede leerse como falta de convicción, queda un vacío que es llenado por discursos irracionales con fuerte contenido emotivo, y la correlación de fuerzas empeora constantemente. No se puede regalar la “opinión pública” por no parecer confrontativo con quienes confrontan sistemáticamente, porque se van reduciendo las posibilidades de gobernar.
Es cierto, la derecha ha logrado construir un público fiel, no por sus logros, sino por su capacidad publicitaria muy bien trabajada, que aprovecha exitosamente los prejuicios y la desinformación de mucha gente. Pero si no se cambia esa distribución de la opinión pública, si no se apunta a informar y esclarecer a parte de ese 40% que fue capaz de aprobar con su voto el desquicio macrista, y se le habla a muchos otros indecisos no embanderados con ningún bando, siempre los conservadores tendrán una plataforma desde la cual presionar y acotar al gobierno popular.
Y ese cambio implica un esfuerzo extraordinario, no realizado hasta la fecha, de confrontación discursiva, de instalación de temas, de pulverización de imágenes ficcionales que promueve la derecha para sostener su apelación sobre sectores de la sociedad.
Para un gobierno de base popular como el actual, asediado por una derecha que no es democrática ni ética, pero sí sumamente hábil comunicacionalmente, el conservadorismo propio consistiría en resignarse a la actual configuración de opiniones políticas en la sociedad y actuar en base a esa configuración limitante.
El miedo:
Rehuir la confrontación puede ser un acto de sabiduría en ciertos momentos, y un acto peligroso para uno mismo, en otras circunstancias. Depende. No es una regla sagrada. Es importante que esta decisión se base en el cálculo político y no en climas vinculados a la acción psicológica constante de la derecha.
Se nos ocurre que el miedo es un aspecto de la realidad política que debe ser abordado. No desde un enfoque de “riña de gallos” -¿quién es más macho?- sino como elemento subjetivo a tener en cuenta porque pretender ignorarlo puede llevar a decisiones políticas equivocadas.
El evitar la denuncia y las sanciones a los comportamientos antisociales de la derecha, tanto en la pandemia como en las prácticas económicas que hacen saltar al dólar e incrementar sistemáticamente los precios de los alimentos. ¿Puede responder a un miedo personal de los principales funcionarios sobre las represalias personales de todo tipo que puede desatar sobre ellos la derecha –como ya ha mostrado el macrismo en su reciente gestión-, o a un miedo colectivo, es decir, un “achicamiento histórico” de la fuerza del Frente de Todos –o de los sectores nacionales y populares- en relación a otros sectores sociales antagónicos e históricamente muy agresivos?
Insistimos: el miedo “social” puede devenir, genuinamente, de una percepción de la fortaleza del campo antipopular, tanto a nivel local como regional, teniendo en cuenta la enorme cantidad de recursos que despliega Estados Unidos para respaldar a las derechas globalizadoras latinoamericanas.
Pero en lo local ¿a quién se le tiene miedo? ¿A sectores de la clase media y a la clase alta, que viven odiando todo lo popular? ¿Al diario La Nación y su editoriales cada vez más extremistas e ideologizados?
La capacidad vocinglera de la derecha puede afectar las percepciones del campo popular, atrayendo la mirada y ocupando el centro de sus propias preocupaciones. ¿A la mirada de quién un gobierno popular debería rendir pleitesía, más que a sus propias bases, a las grandes mayorías, o al legado de sus líderes históricos?
Alguno podría argüir que la democracia nos exige tener en cuenta la mirada de los diversos actores políticos. Claro que sí, si se trata de actores políticos democráticos. Pero cuando actúan como enemigos acérrimos, sin reglas, sin límites, en actitudes autoritarias que abonan el golpismo ¿también se debe respetar esa mirada?
Y en el terreno económico, donde ciertos temas generan fuerte controversia ¿tenemos que hacer caso a la mirada retrógrada e ineficaz del poder económico, ya fracasada durante la gestión Macri? ¿Tenemos que bajarles los impuestos, degradar las relaciones laborales y despedir empleados públicos, porque cierta cúpula empresaria cree en esas políticas subdesarrollantes y se ofusca porque no se avanza en sus deseos?
¿A quién debería escuchar el gobierno para que los poderes fácticos a través de sus medios no lo demonicen? ¿A los economistas fracasados? ¿A los CEOs inescrupulosos? ¿A los medios de la derecha a los que ya no les importa ni el país ni sus habitantes, sino sólo sus negocios? ¿A los sectores sociales que tienen su patrimonio afuera de la Argentina y dan lecciones sobre cómo atraer inversiones y generar “confianza”?
Si el miedo es al golpismo, tema que nunca abandona la agenda política de la derecha regional, entonces pensemos en eso y tengamos políticas en esa dirección. Pero no dejemos que el miedo al golpismo desvíe, distorsione o finalmente anule las líneas directrices por las cuales fue elegido el Frente de Todos.
¿Apaciguar?
El intento por apaciguar a la derecha económica no le ha dado buenos resultados al gobierno, ya que este sector está haciendo fracasar sus objetivos estratégicos de mejorar la situación de las mayorías.
Para apaciguar a este sector no se han denunciado con fuerza y claridad diversas maniobras delictivas detectadas por organismos públicos, no se ha acudido a sanciones que correspondería aplicar, no se han utilizado herramientas legales para acotar los daños que realizan. Parece temerse que los que realizan actos ilegales se enojen y se vuelvan más desestabilizadores aún.
Al mismo tiempo, se nota un estado de desmovilización en la propia fuerza, que trasciende a la pandemia. No sabemos en qué medida este fenómeno está vinculado a una estrategia de apaciguamiento con la derecha, pero en todo caso puede hacerle creer que las acciones antipopulares de los mercados (remarcaciones, desabastecimientos, abusos a los consumidores) le pasan desapercibidas a la población, que estaría sumida en una pasividad indolente.
Desde el gobierno se han desalentado las movilizaciones políticas, incluso cuando estaba rodeada amenazadoramente la Quinta de Olivos por una facción lumpen-macrista de la policía bonaerense. La desmovilización de las fuerzas populares, sin embargo, no afectó en lo más mínimo a la voluntad desestabilizadora de la derecha.
La situación con la que se encuentra el gobierno es que no podrá gozar de la simpatía de ningún sector de peso del poder económico, porque éste reclama controlar al Estado, a los funcionarios, y a las políticas oficiales. Entonces se trata desde el gobierno de reducir al mínimo la animosidad de las corporaciones con el gobierno popular, sin lograr por ello que cese el boicot y las políticas de bloqueo.
Se ha buscado “aquietar la economía”, pero sin controlar a los desestabilizadores económicos o arrebatarles parte de los mecanismos que usan para condicionar al gobierno ¿No será un autoengaño?
¿Sirve, a su vez, “aquietar a la sociedad” en medio de la permanente ofensiva neoliberal, destinada a hacer fracasar al gobierno? ¿Desalentar la expresión de demandas, de entusiasmo, de fervor popular, no es una muy mala forma de apaciguar porque conduce al auto debilitamiento?
Promover la pasividad de la sociedad para no enojar al poder económico ¿no es favorecerlo?
Volvemos a la pregunta; ¿con quién hay que quedar bien?
En última instancia, más que un golpe abiertamente antidemocrático, el ideal de la derecha es empujar al gobierno a cometer algún grave error que lo exhiba agrediendo a su propia base social (por ejemplo, como fue en su momento el “Rodrigazo”, que dañó a la clase obrera y sectores medios en el gobierno de Isabel Perón).
Al privarlo de apoyo político, abandonado por las mayorías, envuelto en el desorden y la impotencia, el Frente de Todos sería pasible de recibir una paliza electoral en 2023 por parte de los verdaderos enemigos del pueblo.
Eso debe saberlo el Gobierno, y no puede confundirse.
Referencias:
[1] Ingreso Familiar de Emergencia, una transferencia de 10.000 pesos otorgado por el Estado a más de 9 millones de personas en 3 ocasiones a lo largo de los meses más agudos de las restricciones establecidas para frenar la pandemia.
Buenos Aires, 19 de agosto de 2021.
*Economista y magister en Relaciones Internacionales, investigador docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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