8/16/2021

en un mar de imágenes superpuestas...



María Pía López analiza en esta nota cómo la irrupción de una serie de fotos vuelve necesario el debate sobre la importancia de construir una narrativa de la comprensión general de que la emergencia requiere un supremo esfuerzo de afirmación de lo colectivo.


Por María Pía López*

(para La Tecl@ Eñe)



Inmersos en un mar de imágenes superpuestas. Así estamos. Nos enteramos de muchos actos públicos porque hay fotos de eso que ocurre. No pocas acciones se organizan con el saber comunicacional de la escena que quedará representada. Y se dirimen importancias e irrelevancias en quiénes están o no en la foto. El acto del Frente de todos para anunciar sus listas para la competencia electoral era la cuidadísima escena que ponía a su armadora en el centro, bajo un corazón que no tardaría en volverse viral. Ella con el corazón detrás y la frase “somos rudas”. Las imágenes no dicen más que mil palabras, pero sí traen una contundencia, una nitidez, parecen estar dispuestas a la comprensión inmediata, como si el sentido las preexistiera. Por eso son tan fácilmente mitológicas, porque se incrustan en un imaginario previo y a la vez pueden irrumpir.

Pero no solo vivimos en el mundo de las imágenes producidas públicamente, sino en el infinito circular de producciones subjetivas: las selfies diarias, las fotos de grupos, el registro de las acciones cotidianas. Lo que se come, lo que se lee, los encuentros. Tomamos registros que hacemos públicos y otros con la idea vaga del recuerdo. El pasaje a las tecnologías digitales expandió el sueño de la conservación de lo efímero bajo la forma de imagen. La persistencia de la vida en su registro, como narró distópicamente Adolfo Bioy Casares en La invención de Morel: para preservar el instante hay que detener el fluir. Las fotos familiares y afectivas tienen la función de dejarnos aprehender lo ido con esa imagen prendida en la retina. Siempre causa un cierto temblor encontrarse con fotos desechadas en la basura. Temblor o la tentación de considerar esas historias que quedaron ahí, detenidas. O archivarlas, guardarlas, para que la memoria social tenga un arcón para sus narraciones.

Esta distinción, sin embargo, es difícil de sostener, porque en las vidas públicas no hay imágenes privadas. Toda imagen se convierte, desde el vamos, en un registro que puede ser público, destinado, aun secretamente, a la circulación general. Una foto inolvidable, la de Eva peinándose, tomada por Gisele Freund, es una escena privada y pública a la vez. El contrapunto de la seriedad del rodete de la Eva de la Fundación, el trajinar cotidiano y el acto callejero, es esa mujer que disfruta frente al espejo y sonríe mientras se peina. En Cristina es evidente la misma disposición a construir imágenes privadas destinadas a la circulación pública, como puede verse en la precisa narrativa de Sinceramente, donde vida personal y decisiones políticas se entremezclan en cada paso.

La narrativa no es construir una ficción, como parece sostenerse en la idea de relato, sino la construcción de explicaciones, argumentos, interpretaciones, que se amalgaman con los propios hechos. No hay vida en común sin construcción de una narrativa que lo sea. El sentido común es esa narrativa y bien lo saben los grandes dispositivos mediáticos, las agencias de marketing, les expertes en viralización. También lo sabemos les activistas de todo pelaje y color, porque toda intervención es un intento de producir un tajo en los sentidos consabidos, producir una interpretación, comprender los hechos en una cierta temporalidad.

De allí la importancia de narrar la historia, las historias que explican de dónde venimos, lo que nos amalgama, los conflictos. Cuando el golpe de 1955 prohibió los símbolos y nombres vinculados al peronismo sabía de esto, lo que no sabía es que ese silencio iba a hacer proliferar una narración resistente y subterránea, capaz de transmitir por abajo lo que no se podía decir en público y condensar en pequeñas flores la tenaz decisión de no olvidar.

En tiempos de fake news la cuestión es notoriamente más compleja, porque no se trata tanto de prohibir como de enrarecer, de hacer proliferar tanto que nada persiste indudable, salvo aquello que se repite muchas veces. Y esa repetición puede ser llevada adelante por el funcionamiento de la tecnología. ¿Se puede contrarrestar eso? Seguramente no, pero sí abonar a la construcción de una narración con sentido, cuidadosa, minuciosa, capaz de enunciar el sentido de la vida en común, de la defensa de la vida, de la afirmación de un futuro deseable. Esa es una palabra política: el decir de lo común y de los litigios en curso.

En pocos días, un puñado de fotos mostró qué poco pensada está esta cuestión en el frente que gobierna. A dos años de las PASO, el Partido Justicialista publica una foto recordatoria en la que brilla por su ausencia la gran organizadora del frente electoral y actual vicepresidenta. Al hacerlo, se borra el proceso por el cual se pudo amasar una alternativa electoral triunfante, se borran los esfuerzos, los tejidos, la tenacidad, lo que hila a este presente transido por la pandemia con los años felices que permitieron volver a entusiasmar a lxs votantes. El Ministro de educación, para anunciar trabajos conjuntos con los sindicatos y responsables del sistema universitario, publicó dos fotos. En ambas solo había varones. Esa escena borra los esfuerzos y peleas que también nos trajeron hasta acá, desconoce la fuerza de los feminismos movilizados al obviar la demanda por la paridad en las representaciones. Una imagen es pedagogía, porque plantea símbolos y umbrales para el reconocimiento.

De otra foto se está hablando hasta el hartazgo y con ella se intenta movilizar el repudio moral al gobierno. Una foto que se presumía privada, pero nada privado puede presuponerse en la investidura presidencial. Que asusta por la banalidad de la escena y todo lo que no se pensó para que esa sonriente instantánea se registre -se sabe, no hay registro que no presuponga su circulación. Sobre esa imagen se arrojan buitres carroñeros, para sacar su tajada de indignación diaria -la misma que no agitaron en devastadoras escenas de entrega y destrucción. Pero no nos preocupan esos, si no el sentir del común. No los selectivos escandalizados de siempre sino los que sienten agraviado su esfuerzo por sostener los cuidados. Parte de la narración a construir es la de los cuidados comunes frente a la pandemia, la de la comprensión general de que la emergencia requiere un supremo esfuerzo de afirmación de lo colectivo. La foto, sin dudas, es un tajo grave en esa narración.

Una narración de lo común quizás deba decir lo difícil de este momento, que no son solo las despedidas y los duelos, sino también la postergación de mucho de lo que hace placentera y amorosa la vida: fiestas, salidas, viajes, asados. Una narración de lo común debe decir de dónde venimos: no solo del desastre provocado por las fuerzas que gobernaron hasta 2019 sino de nuestras propias tramas resistentes, nuestras canciones y poemas, nuestras calles y ollas. Una narración de lo común exige la foto de Milagro -que no silenciemos ese nombre tampoco- y la decisión de hablar, conversar y debatir sin chantajes.




*Socióloga, ensayista, investigadora y docente.

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