Se necesita distinguir entre credulidad y credibilidad. Mientras la credulidad describe un estado siempre presente en el fluir de la vida, la credibilidad designa la creencia en la palabra y autoridad de una figura o fuente. Conviene pensar la credibilidad como decisión política de incredulidades que eligen confiar en una posición y no en otra. En situaciones de catástrofes sanitarias, sólo ampara y ayuda a resistir una común confianza.
Por Marcelo Percia*
(para La Tecl@ Eñe)
Credibilidades confían deseosas, deslumbradas, condescendientes.
Incredulidades ven en cada estrella un sol muerto y oscuro.
Credulidades concurren a una sesión de análisis para no enfermarse de tristeza, miedo, resentimiento.
Incredulidades abren cuerpos de muñecas para averiguar si tienen algo dentro.
Credulidades esperan milagros.
Incredulidades se alegran con las buenas noticias, sin olvidar posibles desastres.
Credulidades suponen buenas intenciones en todas las cosas.
Incredulidades detectan mentiras en los pájaros.
Cesare Pavese (1950) piensa que “el oficio de vivir” consiste en creer en algunas mentiras, al mismo tiempo que se aprende a olvidar la vacuidad de la existencia.
Una práctica cotidiana de creencias y olvidos.
Resulta arrogante pretender oficiar la vida.
La vida decide sola, la historia inventa y cincela, azares tumban y sostienen, dineros doblegan y yerguen, amores levantan vuelo y desquician.
Uno de los impulsos más bellos de las credulidades reside en la ilusión de cada comienzo.
Incredulidades se fatigan con las ilusionadas ceremonias de la novedad.
Incredulidades no se confunden con pesimismos.
Pesimismos afirman que no hay nada que hacer ante la fatalidad del destino. Llaman destino a un futuro distópico, a la destrucción irremediable, a la inminencia del colapso.
Desánimos muchas veces se despliegan como credulidades decepcionadas, contrariadas, dolidas.
Incredulidades no conjuran lo peor haciendo predicciones espantosas.
Incredulidades, por momentos, se sienten exhaustas con el sinfín de la incredulidad.
Credulidades sostienen que se pude aprender del dolor.
Aprender del dolor suena como último consuelo ante lo irremediable.
Y, sin embargo, dolores enseñan el desamparo, la intemperie, la soledad.
Incredulidades se rehúsan a aceptar que la actual civilización reúne lo mejor de la historia. No creen en el progreso: saben el capitalismo.
Se recuerda que Coleridge (1817) postula como contrato de toda ficción lo que llama la “supresión momentánea de la incredulidad”.
Incredulidades suponen precauciones, exámenes, críticas, anticipos, cálculos.
Sin la incredulidad ¿la vida en común nos dañaría?
¿Para vivir se necesitan momentos de credulidad, pero para sobrevivir se precisa un fondo sostenido de incredulidad?
Una cosa, desconfianzas y paranoias que sospechan malicias en todas partes o que presienten malas intenciones en todas las criaturas que respiran, y otra, una común incredulidad como intemperie sin otra magia que la de la momentánea cercanía.
El secreto del lenguaje no reside en la credulidad, sino en la incredulidad. Sin incredulidad no concebiríamos signos ni símbolos. Palabras no pueden decir la vida, la nombran sabiendo que nunca habrán de alcanzarla.
Cuando una voluntad da la palabra comprometiéndose a cumplir algo, solicita que una incredulidad (a pesar de no creer) dé la confianza.
Dar la confianza significa decidirla, sin garantías.
Incredulidades deciden sabiendo riesgos y anticipando consecuencias.
Conviene pensar un acto de apoyo político no como una entrega crédula, sino como decisión de incredulidades urgidas.
Una circunstancia clínica, como el enamoramiento, solicita la suspensión de la incredulidad. Hace lugar a una promesa: la espera imprecisa de sentirnos mejor.
Así se pone en marcha lo que se nombra como transferencia.
Una circunstancia clínica no enseña a creer en la ficción de sí, sino a descreer en todas las ficciones. Ayuda a reponer la necesaria incredulidad identitaria.
El habla incrédula enseña desvalimientos no sofocados con certezas descamadas.
El habla incrédula desabriga, hasta que la piel suspende la travesía para enfundarse en una suavidad, en una ternura, en una caricia, una cercanía amable o silenciosa.
Incredulidades alojan el ánimo realizativo de la promesa, pero toman distancia de la condescendencia pasiva de la esperanza.
“No se puede creer” dice la perplejidad incrédula.
Sabemos que hay un virus que enferma y mata, pero queremos seguir haciendo nuestra vida normal.
Normalidades cultivan credulidades empecinadas en no desprenderse de sus propiedades. Codicias que, en medio de una catástrofe, consumen los últimos minutos tratando de llevarse objetos de valor inservibles en una huída.
Se necesita distinguir entre credulidad y credibilidad.
Mientras la credulidad describe un estado siempre presente en el fluir de la vida, la credibilidad designa la creencia en la palabra y autoridad de una figura o fuente.
Conviene pensar la credibilidad como decisión política de incredulidades que eligen confiar en una posición y no en otra.
Ocasiones en las que las incredulidades optan por confiar para vivir.
Una momentánea y decidida confianza en un estado de común incredulidad.
En situaciones de catástrofes sanitarias, solo ampara y ayuda a resistir una común confianza.
*Psicoanalista, Profesor de Psicología de la UBA, autor de Deliberar las psicosis ( 2004); Alejandra Pizarnik, maestra de psicoanálisis ( 2008): Inconformidad (2010), entre otros.
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