Jorge Alemán sostiene en este artículo que el espíritu anarquista siempre se encuentra con la siguiente encrucijada: diluye las fuerzas de la contienda, borra las fronteras del antagonismo. En este sentido, comparte un mismo punto de vista con la vieja tradición liberal y con cierta izquierda que se considera a sí misma radical. De este modo, el anarquismo es un liberalismo clásico que se imagina revolucionario y que apela a formas de vida singulares sin dar cuenta de su posible traducción política.
Por Jorge Alemán*
(para La Tecl@ Eñe)
Siempre he sentido simpatía por los anarquistas. Uno de mis primeros encuentros más determinantes en España fue con el gran Agustín García Calvo, quién practicaba un anarquismo de la lengua que remontaba sus raíces en los presocráticos. Para Agustín, la lengua era portadora de una Razón común de la que ninguna representación podía apropiarse. Era, por otra parte, el último pensador de una tradición anarquista que tuvo sus momentos gloriosos en España. Una de las cosas que más me sorprendía en aquellas épocas de amigos anarquistas, era que en lo referido a las imposiciones, en mi vida personal yo era mucho más anarquista que ellos. Desde niño nunca supe que hacer con obligaciones, deberes, consejos médicos, disciplinas escolares, leyes, trámites, etc. Si tengo un estatuto civil lo debo a la generosidad de amigos y amigas que me salvaron de la deriva. Por ello, siempre simpatizo con los reclamos anarquistas que celebraban «lo que viene de abajo «, «lo incalculable», lo que hace obstáculo a la captura de lo institucional.
No obstante, existía un inconveniente serio para entregarme al anarquismo y especialmente a su pureza evidente. Había conocido desde muy temprano, como una marca subjetiva irreductible, el sentimiento del rechazo, de estar excluido, del reverso oscuro que conlleva no aceptar las órdenes para sentirme único en mi exclusión.
Sentirme afuera de todo era un combustible perfecto para el narcisismo del que paga todo para sentirse especial .Y, finalmente el psicoanálisis me donó la clave preciosa, el sujeto no puede vivir sin aquello que lo representa aunque esa representación sea frágil, evanescente y absolutamente inestable.
Por ello, más allá de mis avatares con las imposiciones molestas, he optado por evitar el costado sacrificial o inoperante de las mismas y acepto los desafíos de la representación fallida .Todo mi amor por aquello que es instituyente, pero sólo si deja de ser una coartada elitista, si acepta pasar por la criba de los antagonismos y las instituciones populares que anuden comunidad, sociedad y estado. Si el «Dios ni Amo» posee su atractivo singular, el verdadero asunto siempre será construir un orden no represivo. Si existe una posición que rechaza de entrada la maldecida correlación de fuerzas y las tensiones de la coyuntura, es la posición anarquista. También la que se considera a sí misma izquierda revolucionaria lo intenta, pero a medias, ya que depende actualmente del proceso electoral.
Este punto también es atractivo, pero con esta salvedad, lo que autoriza a desconocer la fastidiosa correlación de fuerzas es cuando está en juego una situación pre-revolucionaria. En ese caso se trata de apostar sin hacer cuentas, sin asegurarse por ningún cálculo previo, como lo ilustran las grandes revoluciones del siglo XX. Pero cuando no es el caso, estos anarquistas juegan el papel de una crítica que vale más como una autodescripción de sí que una lectura política.
Finalmente, el espíritu anarquista (digo espíritu porque el mismo incluso está presente en aquellos que no profesan la fe anarquista) siempre se encuentra con la siguiente encrucijada: diluye las fuerzas de la contienda, borra las fronteras del antagonismo. Para la pureza del anarquista todos son lo mismo. En esto comparte un mismo punto de vista con la vieja tradición liberal (seamos justos, no con el neoliberalismo depredador) El espíritu anarquista y cierta izquierda que se considera a sí misma radical, observa desde el exterior a las fuerzas que se disputan el Estado, todas están contaminadas por las representaciones espurias del Capital. De este modo, el anarquismo es un liberalismo clásico que se imagina revolucionario. Apela a formas de vida singulares sin dar cuenta de su posible traducción política. En cierto modo fue lo que sucedió con Heidegger, pasó de la extrema singularidad del «ser ahí» a un orden de representación asesino como el nacional socialismo para luego retornar a un pensamiento del ser y el acontecimiento desprovisto de toda representación política.
De todos modos, parafraseando a Masotta, un cierto anarquismo siempre será pertinente si no se olvida que sólo un populismo de izquierdas, una izquierda que nunca podrá ser antiperonista, un movimiento nacional y popular articulado al feminismo y a la izquierda lacaniana, es la realidad política donde puede tener lugar el sujeto que no quede congelado en la representación, pero que tampoco las rechace con el espejismo que implica creerse Amo de uno mismo.
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*Psicoanalista, escritor y poeta. Autor de los libros «Capitalismo. Crimen perfecto o Emancipación» y Pandemónium, notas sobre el desastre. Su último libro publicado es Ideología.
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