¿Qué esperar del realismo político? – Por Diego Sztulwark
Diego Sztulwark sostiene en este artículo que el peso de la pandemia sobre la crisis extrema una tensión que el realismo político sólo presenta como asunto de estilos, de formas de comunicación o, en el mejor de los casos, de criterios sanitarios. Sztulwark lanza un interrogante para el debate y la reflexión: ¿cabe esperar de la política así formateada, otra cosa que impotencia, a medida que la crisis muestra su profundidad?
Por Diego Sztulwark*
(para La Tecl@ Eñe)
1- El realismo estrecho se ha esparcido por el entero campo de lo político. La ostensible ausencia de una imaginación constituyente, capaz de pensar de otro modo, despejó el terreno para la expansión de esta doctrina ideológica sencilla, que enuncia que sólo hay lo que hay. Planicie que admite, en todo caso, diferencias de grados -nunca de naturaleza. Diferencias que se resumen en actitudes o disposiciones, las de tipo defensivo y ofensivo. Son ellas las que animan la polarización. Son diferencias que refieren a los modos de gestionar el común sometimiento a una tendencia que se presenta irrevocable: más telecapitalismo y más desigualdad. Distinciones y disputas sobre los criterios con los que se gestiona esta realidad inapelable. Polarizaciones que consisten en estados de ánimo, actitudes y posicionamientos que tienden a lo inconciliable. La opción se da como esfuerzo de la sensatez contra la radicalidad. Como en otros sitios del mundo, se libran encarnizados enfrentamientos entre los defensores de una versión moderada y defensiva -liberales y progresistas- que hacen de la propiedad privada un momento incuestionable pero compatible con proyectos de inclusión, y los agresivos libertarios del goce de la posesión -neoliberales y neofascistas-, de retórica belicista, y ampliamente percibidos como exceso a contener, problema urgente y desafío casi irresoluble.
Este tipo de realismo envuelve en sus premisas a los principales contendientes. Y les impone una tarea imposible: sea la del dialogo y la mutua comprensión, sea la de la resolución disciplinaria, de tipo represiva, capaz de limitar la inestabilidad crónica. Tarea imposible, en la medida en que el consenso y la coacción -categorías que en Gramsci suponían un proyecto histórico y una vocación hegemónica- se vuelven operaciones inefectivas para pensar la descomposición social y la reducción ideológica.
En esta escena, la pregunta que comienza a tomar forma es todavía más extrema: ¿cabe esperar de la política así formateada, otra cosa que impotencia, a medida que la crisis muestra su profundidad? Crisis sin precedentes, que se intenta presentar como sólo sanitaria, para mejor diferir la inmediatez de sus aspectos económicos y sociales, y que hay que tomar muy en cuenta a la hora de considerar la impotencia del realismo moderado, así como la exacerbación del delirio reaccionario. La ostensible imposibilidad de alcanzar la declarada intención del dialogo y el acuerdo, y la inviabilidad de la coerción, que sólo tiene sustento en un contexto de agudización de la lucha de clases, coloca al realismo político al borde de la inoperancia. En medio de la polémica por la suspensión de las clases, que opone al presidente y al jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, circuló un meme que mostraba a Marx junto a la frase: “las clases debieran suspenderse para siempre”.
Walter Benjamin
2- Por lo dicho, vale la pena sustraerse por un momento de las coordenadas propias del realismo, dejar descansar las categorías del maquiavelismo revolucionario de Gramsci, y reflexionar, en todo caso, sobre la precondición que toda política debe tener en cuenta: la perdurabilidad del círculo de la soberanía (forma legal del mando), entendida como capacidad de imposición que deriva no sólo de las relaciones -nacionales- de fuerzas, sino también y cada vez más, del orden global en el que se inscriben. Como aconsejaba David Viñas, vale la pena ampliar la comprensión de los episodios locales remitiéndolos a la dinámica global. Como él mismo hacia, por ejemplo, con la batalla de Pavón -con la que sueñan inútilmente en estos días Patricia Bulrich y Horacio Rordíguez Larreta- que permitía al escritor de De los montoneros a los anarquistas, mediante el trazado de “figuras análogas”, integrar la expansión del mercantilismo porteño y la derrota de la “cultura del cuero” como parte integrante de las tendencias inapelables del poder transnacional.
Dicho círculo, el de la soberanía, se define como violencia que se justifica en el derecho y como derecho que se sostiene materialmente a partir de la violencia. El orden jurídico que pretende el monopolio de la violencia, depende de la violencia que crea y conserva derecho. De Walter Benjamin a Jacques Derrida, la articulación entre la fuerza y la ley es tautológica: la instancia legal que autoriza la violencia depende materialmente de la violencia que funda autoridad legal. Quedando excluida toda relación interna entre fuerza de ley, y cualquier consideración sobre lo que en el plano de las luchas y las aspiraciones se denomina justicia.
Los ejemplos más claros que ofrece Benjamin en su “Crítica de la violencia”, son: el poder de policía, en cuya acción la violencia conserva el derecho al tiempo que lo crea, conjurando activamente toda violencia desligada, capaz de precipitar nuevos criterios de justicia; y el derecho a huelga (cuyo referente material es la huelga general) frente a la cual el Estado no puede sino actuar de modo ambivalente, reconociendo y temiendo la articulación potencial entre derecho y violencia obrera, fuerza capaz de romper la circularidad sobre la que se sostiene el orden. Es decir que la amenaza que acecha al orden jurídico proviene del interior mismo del derecho. La aparición de una violencia desligada, capaz de ejecutarse en nombre de la justicia (un derecho a tener derecho), expone a los ojos de todo el mundo, en su sola acción, la «síntesis a priori» según la cual ley y violencia se recubren entre sí, sin cuestionamiento alguno. Ese poder develador de la huelga general, sumado a su potencial revolucionario (Benjamin cita con admiración a Sorel), explican el temor que mueve e involucra al estado en habituales operaciones represivas destinadas al re-establecimiento de la redundancia del circulo entre violencia y orden jurídico.
Interesados por los períodos de ruptura desde abajo, Benjamin -en su referencia a la correlación entre estado de excepción y tradición de los oprimidos- y Derrida -en la postulación del momento no interpretable, en el que la violencia desligada actúa según criterios que el poder no logra descifrar- piensan el instante mítico en el cual el orden jurídico resulta interrumpido, sin alcanzar a ser sustituido por algún nuevo derecho. Dicha interrupción, donde la acción actúa sin el amparo de la norma, coloca al sujeto ante la ley (aún por venir). Tanto para uno como para el otro, la acción desligada amenaza al círculo del mando desde dentro, como potencial irrupción de sujetos dispuestos a reclamar su derecho a discutir el derecho -derecho cuyo momento más denso se sigue representando en el propio Estado-.
Jacques Derrida
3- En su comentario de la obra de Benjamin, Derrida imagina que la huelga general podría realizarse vía inoculación de un virus que paralizara las comunicaciones, los ordenadores; un equivalente del sida que afectaría no los cuerpos sino la transmisión del sentido. Su hipótesis cobra hoy una nueva actualidad. ¿Puede un virus desencadenar una fisura en el círculo del derecho, haciendo emerger un nuevo “derecho a discutir el derecho”? ¿Puede un virus, que a diferencia del de Derrida, cuestiona a los cuerpos y fortalece a los ordenadores, acentuar contradicciones sociales a punto tal de forzar la decisión que interrumpe el continuo jurídico? Y si fuera así, ¿estamos seguros de que la interrupción del orden sería inmediatamente favorable a un momento emancipatorio?
El problema de la decisión política capaz de desconectar las relaciones directas e inmediatas entre fuerza y derecho, por efecto de la acumulación de tensiones, fue pensado bajo la forma de la dictadura por Carl Schmitt. El momento mítico deviene en él espiritual, y la violencia normalizante actúa siempre en función de reinstaurar el círculo. ¿Cómo diferenciaba Benjamin su propia idea de estado de excepción generalizado, su propia proposición de un momento mítico desde abajo? Oponiendo una concepción diferente del momento mítico. Rechazando la violencia como fundamento del orden (que crea y/o conserva), el derecho a castigar que en el extremo deviene derecho a matar. Y postulando en su lugar una filosofía de la violencia desligada, puramente destructora, incapaz, sin embargo, de derramar sangre. Una violencia cuestionadora del estado de cosas, pero incapaz de sacrificar vida humana, considerada sagrada en tanto que portadora de un potencial de justicia. La destrucción benjaminiana del círculo desvincula el derecho del poder de matar, como condición de una justicia que, sin embargo, por ser irreductible al derecho, no se deja “reconocer con certeza”, ni es del todo “evidente”. Y no lo es -al menos según Derrida-, porque el propio lenguaje resulta afectado por esta violencia, destruyendo en él todo lo que es relación medio/fin, signo/mediación, en favor de un nominalismo de las singularidades -poder de dar nombre a cada sujeto, a cada cosa-, abriendo las puertas a una justicia más allá del derecho.
4- El peso de la pandemia sobre la crisis extrema una tensión que el realismo político sólo presenta como asunto de estilos, de formas de comunicación o, en el mejor de los casos, de criterios sanitarios. El realismo es la ideología que constriñe a unxs y a otrxs a aceptar este campo estrecho de disputa. Siendo la estrechez misma la que impide que la polarización se salga de curso, abriendo posibilidades, al lenguaje y a la escucha, de lo que merece ser dicho y escuchado. Se trata de una polarización impermeable, incapaz de filtrar una imagen, una palabra que no se adecúe al juego ultra judicializado de oficialismo-oposición. ¿Ninguna chance de que la profundidad de la crisis obligue a transformar la gestión de la crisis en un sentido enteramente favorable a las prácticas de los cuidados, lo que implicaría transferir recursos económicos y capacidad de decisión al sistema público? La política del realismo bloquea el dato problemático esencial -la irrupción de la pandemia como intensificador de la crisis- circunscripto, como está, a un lenguaje ya capturado. Pero entonces, son las líneas principales de politización las que no encuentran cauce. Y lo que permanece fuera de foco, y fuera del lenguaje, son las conexiones elementales entre conflicto social y nuevas figuras de justicia. Lo que permanece impedido, en y por la trama del derecho, es la más básica necesidad de orientar la producción de bienes en favor del disfrute público, y la reasignación de riquezas en un sentido igualitario. El realismo, cuando no es una secuencia necesaria de una política de emancipación, se priva de esa comprensión más amplia -de la que hablaba Viñas-, que permite situar mediante figuras de analogía, la penetración del mitrismo, la derrota de las montoneras o la venganza de Simón Radowitzky como episodios de significación global. El realismo desestima, y provoca un declive de lo político. Declive que se extiende, bajo la forma de análisis periodísticos y comentarios justificatorios de red social, saberes acotados o directamente en sorderas. Indiferencia que, bien encauzada, podría llevar a la pregunta sobre los derechos a nombrar cada cosa por su nombre.
*Investigador y escritor. Estudió Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Es docente y coordina grupos de estudio sobre filosofía y política. Autor del libro: «Vida de perro: Balance político de un país intenso, del 55 a Macri. Conversaciones con Horacio Verbitsky».
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