La política es, básicamente, establecer prioridades, discriminar entre objetivos. Las decisiones toman la forma de normas (leyes, decretos, resoluciones), y sobre todo de números: el presupuesto de un gobierno no es otra cosa que su política expuesta en cifras. Así como se necesita dinero para poner en valor un auto, un departamento o arreglar la canchita de fútbol del barrio, si se quiere mejorar la educación, la salud, el transporte, el estado de las veredas, se invierten recursos y capacidades técnicas de gestión, en ello. No hay mucha vuelta que darle.
De una decisión política que se tomó allá por 2005 surgió la ley 26.075, conocida como ley de financiamiento educativo, por la que el gobierno porteño recibió en 2020 fondos federales por $ 12.555.517.466,42 (aproximadamente el 14% de la inversión total del área). El artículo 12 de dicha ley, pensado para sostener en el tiempo una base que permita alcanzar el 6% del PBI, establecía que “los compromisos de inversión sectorial anual por parte de las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires serán consistentes con: a) una participación del gasto en educación en el gasto público total no inferior a la verificada en el año 2005”. Dicho año, la participación de Educación en el gasto de la Ciudad fue exactamente del 27,57%.
El 10 de diciembre de 2007 asumió Macri la jefatura de Gobierno (con Horacio Rodríguez Larreta que lo acompañó como Jefe de Gabinete durante los 8 años que duraron sus dos mandatos), heredando una inversión educativa que cerró ese ejercicio en el 27,84%. A partir de ahí, la participación en el gasto no hizo otra cosa que bajar: Macri dejó la Jefatura de Gobierno con el Ministerio de Educación representando un 22,63% del total erogado, y tras el primer mandato como máxima autoridad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Rodríguez Larreta lo llevó a 18,12%.
No perdamos de vista que mientras bajaba la participación del gasto (en realidad es inversión, pero técnicamente le seguimos diciendo gasto) en educación, en proporción del gasto, lo que significa un proxy de menor prioridad, subía de modo exponencial el peso de la deuda pública en el gasto total. Los gastos en deuda pública (que son los que están en el extremo de regresividad distributiva) se multiplicaron por 6 desde 2011: de cada 10 pesos de gasto de CABA, por lo menos 1 se destinó a pago de servicios e intereses de deuda en 2020. ¿Esto es buena gestión? Se habla poco de esto, porque a lo mejor también subió el gasto en pauta. Más adelante la respuesta.
A números del 2020, los casi 10 puntos de diferencia entre el piso de la ley y lo que representó en el gasto en 2019, hubiesen significado unos $ 45.000 millones (la mitad del presupuesto actual del área de educación), una cifra bastante significativa si se desea invertir en escuelas nuevas, suministrar conectividad o mejorar los salarios docentes, sobre todo si se considera que es una actividad de máxima esencialidad, como se declara en el decreto firmado por el Jefe de Gobierno el pasado 14 de abril.
Pero no ocurrió. Se podría decir que la incidencia presupuestaria del Ministerio de Educación cae como consecuencia del aumento de recursos que recibió la Ciudad durante el Gobierno de Macri (coparticipación, fondos federales por fuera de la misma, el traspaso de la Lotería Nacional, la cesión de activos para su remate, la reducción del aporte porteño al Hospital Garrahan), que bien pueden haber significado un extra de recursos para otros rubros probablemente más esenciales todavía que la educación, aún con un aumento en la inversión educativa, pero los números muestran que la decisión política estuvo lejos de considerar de máxima esencialidad la tarea de enseñar y aprender: respecto de 2015, el Ministerio de Educación porteño había perdido en 2019 casi 12 puntos frente a la inflación y en plena pandemia cinco puntos adicionales, llevando la caída real de los fondos a 17%: el presupuesto del Ministerio de Educación en 2020 fue 83% en términos reales de lo que era en 2015. ¿Y la prioridad? No, acá tampoco.
Cabe reiterarlo: con récord de recursos, con Macri como presidente, la Ciudad de Buenos Aires redujo en forma sustantiva, en términos reales, el presupuesto educativo. Y en plena pandemia acentuó la reducción presupuestaria. Como forma de entender que algo es de máxima esencialidad, parece un tanto contradictoria.
Alguien podría hacerse el distraído respecto de lo que pasó hasta el 2019 y decir que la baja del 2020 tuvo que ver con la reducción de recursos federales. Aún tomando como válido el argumento y sin tener en cuenta que en situaciones de crisis es cuando más se pueden notar las prioridades (al fin y al cabo, en 2002 la Ciudad llegó a gastar más del 30% del presupuesto en educación en una situación notablemente más grave), podemos detenernos en la dinámica de la inversión educativa del último año, en particular en la inversión en infraestructura y equipamiento, tan necesaria en épocas de pandemia y más teniendo en cuenta la máxima esencialidad del servicio público en cuestión: el presupuesto aprobado para el área fue de $ 3.068.708.207, de los cuales casi $ 70 millones estaban destinados a equipamiento. Al cierre del primer trimestre, se gastaron $ 282.358.257,42 (menos del 10% de ejecución), y en el segundo trimestre se llegó a acumular $ 437.338.735,89 (menos del 15% de ejecución en un semestre).
Recién el 10 de septiembre, anunció el Presidente Alberto Fernández la reducción del porcentaje de coparticipación que Macri le había aumentado a la Ciudad, con lo que podríamos estimar que el cierre del tercer trimestre, apenas unos días más tarde, podría todavía mostrar números razonables, pero la ejecución acumulada al cierre del tercer trimestre fue de $ 648.511.587,60, apenas un 20% del crédito de sanción. Estos números no responden a una disputa por los recursos con Nación, sino que todo parece indicar una tendencia a la privatización de todo bien o servicio público cuya producción puede realizar el sector privado. No es menor. Porque forma parte de una política de expulsión de los sectores más vulnerables de la Ciudad, tal como ocurre con la privatización de activos con fines inmobiliarios (que es otro tema).
La reacción de las autoridades de la Ciudad, además de victimizarse, fue una fuerte reducción del gasto de capital: la inversión pública, que gracias al generoso aporte de recursos federales que recibió el distrito más rico del país había alcanzado el 20,22% del total del gasto en 2016, se desplomó al 10,59% del total, de acuerdo a las cifras provisorias del ejecutado en 2020. El recorte presupuestario no tuvo demasiado en cuenta que Rodríguez Larreta consideraría algún día a la educación como actividad esencial: el presupuesto de infraestructura fue recortado a $ 1.853.778.599,00 (¡casi un 40%!), y la ejecución de todo el año cerró en $ 941.563.913,32, apenas un 30,68% del crédito asignado para el ejercicio 2020. De los 70 millones que habían sido presupuestados para invertir en maquinaria y equipo, se ejecutaron apenas $ 863.646, poco más del 1%. Tremendo.
Podríamos hacer un intento desesperado e insistir en la reducción de recursos. Podríamos decir que aún considerando esencial la educación, cuando no hay recursos no hay nada que hacer, pero como decíamos más arriba, la política es asignar prioridades. Sin ir más lejos, el crédito de sanción para publicidad y propaganda fue de $ 1.863 millones, y se ejecutaron en total $ 2.543 millones, una (sobre) ejecución del 136,5%.
Claro está, la pandemia pudo haber dificultado la realización de obras. Ahora bien, el programa de obras en vías peatonales (obras de reparación y puesta en valor de veredas), cuyo presupuesto de sanción fue de $ 2.195 millones, finalizó el año con una ejecución de $ 2.551 millones, en este caso con una ejecución del 116%.
Como decía El Principito, la máxima esencialidad es invisible a los ojos, y al bienestar de los porteños y las porteñas.
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