1/05/2021

deseos demócratas: por un liberalismo "para tiempos duros" y "progresista en lo social"

 El mundo que nos deja Trump



Roberto Russell

Sin haber podido conseguir su reelección, el mandatario estadounidense deja lugar al demócrata Joe Biden. Pero ¿qué país y qué mundo le lega? O, visto desde el lado opuesto, ¿con qué realidad se enfrentará el ex-vicepresidente de Barack Obama?




La revista Foreign Affairs preparó para su edición de septiembre-octubre de 2020 un número monográfico que tituló «El mundo que Trump nos dejó». El título es engañoso, porque se trata en realidad de un conjunto de artículos cuyo foco no está puesto en el estado del mundo sino antes bien en cómo Trump deja a Estados Unidos ante el mundo. Tres artículos son particularmente interesantes porque presentan miradas distintas sobre la política exterior del gobierno de Trump y sobre los desafíos y condicionamientos que el país tiene por delante en esta materia. Me refiero a los ensayos de Nadia Schadlow «The End of American Illusion», de Richard Haass «Present at the Disruption» y de Margaret MacMillan «Which Past is Prologue?».

Schadlow aprueba en el balance la gestión de Trump, mientras que Haass es sumamente crítico; MacMillan, por su parte, acompaña esta última postura, pero lo hace desde una perspectiva histórica y comparativa. A pesar de estas diferencias de opinión y de enfoques, los tres artículos coinciden en aspectos que son imprescindibles para reflexionar sobre los alcances y límites de la política exterior de Estados Unidos en el futuro próximo y, más en general, sobre el orden internacional hacia el que nos dirigimos. Me valgo de estos aspectos para hacer mis propias consideraciones sobre ambos temas.

Resumo en tres puntos las coincidencias. Primero, la admisión del colapso del internacionalismo liberal, tal como se concibió al calor de la victoria de Occidente en la Guerra Fría. Como lo pone Schadlow, el fin de la idea de que el mundo podría avanzar en dirección de una «Pax Universalis» fundada en la extensión a escala global de los valores liberales, la gobernanza democrática y el libre mercado. Mito para algunos y aspiración para otros, esta noción tuvo su apogeo en la década de 1990 y comenzó a languidecer en el umbral del siglo XXI, tras el una cascada de notorios sucesos que mostraron su debilidad: el fiasco de Iraq, la prolongación sine die de la guerra en Afganistán –la más larga en la historia de Estados Unidos–, el fracaso de las estrategias de convergencia y de engagement hacia China y Rusia, las promesas incumplidas de la globalización y sus secuelas negativas en materia de desigualdad y creciente conflictividad social, el retroceso de la democracia liberal en el marco de la así llamada tercera ola de autocratización, el auge del nacionalismo y de las posiciones soberanistas y el debilitamiento consiguiente del multilateralismo. 

Se trata de tiempos turbulentos, como reconoce MacMillan, que no pueden atribuirse a Trump pero que sin duda el presidente estadounidense empeoró con su política exterior. En efecto, las turbulencias mundiales antecedieron a Trump y continuarán con Joe Biden; ellas obedecen fundamentalmente a tres procesos simultáneos de carácter estructural que dificultan el alcance de nuevos equilibrios y acuerdos amplios que posibiliten la construcción y gestión del orden global. Podríamos sintetizar estos procesos en tres «grandes transformaciones»: la redistribución del poder relativo entre grandes poderes (transición hegemónica entre un poder declinante y otro ascendente); la difusión del poder y la riqueza hacia fuera de Occidente (Estados Unidos y el resto de Occidente tendrán una parte cada vez más pequeña de este todo); y el desplome de la globalización bajo la forma en que la hemos conocido (su expresión neoliberal).

La segunda coincidencia, y ya en términos específicos de la política exterior de Estados Unidos, se refiere a la pérdida de prestigio internacional del país, un aspecto que sí corresponde endosar principal, pero no exclusivamente, a Trump. Dice MacMillan: «El daño que ha causado es difícil de medir, pero Estados Unidos ha perdido mucha de su autoridad moral». Trump no solo deja un país menos confiable y predecible. Deja también señales de duda sobre el regreso de Washington dentro de cuatro años a posiciones aislacionistas y a un nacionalismo unilateral y proteccionista que tienen sus raíces en largas tradiciones históricas estadounidenses y que siguen contando con fuertes partidarios. Al respecto, Haass nos advierte que si pasó una vez puede pasar de nuevo. Y agrega: «Es difícil reclamar un trono cuando se ha abdicado a él». La frase es lograda, pero pasa por alto algo importante. El abandono del trono no ha sido la consecuencia de un mero acto de voluntad: Estados Unidos lo pierde irremediablemente porque carece del poder material para ocuparlo sin asedio. Basta citar como ejemplo que ya no cuenta con la seguridad militar incontestada de la que gozó en la inmediata Posguerra Fría. Actualmente, como apunta Schadlow, el país no es capaz de operar libremente en las esferas tradicionales de tierra, mar y aire ni en las más nuevas, tales como el espacio exterior y el ciberespacio. 

Vamos hacia un mundo en el que no habrá tronos con pretensión de universalidad, propios de «momentos de unipolaridad» y, por lo tanto, cabe exculpar en buena parte a Trump por la pérdida de un lugar de predominio que lo trasciende, aun cuando su gobierno la haya acelerado. Tampoco se le puede endilgar la sobreextensión de Estados Unidos en el mundo ni el sentimiento de frustración con la clase política en general, cuyo epítome fue la mala praxis económica que derivó en la crisis financiera de 2008. Por el contrario, la sobreextensión afuera y la frustración adentro fueron determinantes para facilitar su llegada a la Casa Blanca en enero de 2017.

Esta tendencia a la declinación, más asentada en pérdidas materiales relativas que en el mal uso de atributos intangibles de poder, también siembra señales de duda sobre la intención que ha hecho explícita Biden de que «Estados Unidos vuelva una vez más a liderar el mundo». Así lo señaló en el número de marzo-octubre de 2020 de Foreign Affairs, en un artículo de su autoría en el que resume sus propuestas de política exterior y que tituló sugestivamente «Why America Must Lead Again». En un tono propio de una campaña electoral, critica fuertemente a Trump, al tiempo que promete remediar errores y enfrentar cuestiones vitales para el país rescatando el recetario de políticas del internacionalismo liberal. Asimismo, recurre a manidas fórmulas cuando enfatiza que si Estados Unidos no lidera, otro lo hará en contra de sus intereses y valores, o nadie lo hará y vendrá el caos. 

Se sabe que lo que se dice en campaña suele no coincidir con las políticas que luego se llevan a cabo. Sin embargo, llama la atención el anacronismo del mensaje. Trump propuso en su momento el slogan «Make America Great Again» [Que Estados Unidos vuelva a ser grande], haciendo una mala lectura del estado del mundo y del lugar del país al que le tocó gobernar. Entre otras tantas cosas, su derrota para un segundo mandato dejó el desnudo la imposibilidad de la tarea. 

Ahora es Biden quien parece ofrecernos otra mala lectura de la posición internacional relativa de Estados Unidos y del papel que le cabría en un escenario global en el que el internacionalismo liberal ha perdido atractivo y se encuentra en retirada. Sus promesas de campaña, que ha reiterado como presidente electo, tienen un aire de esa pérdida pero recuperable, si bien acepta que la misión demandará enormes esfuerzos y que el «liderazgo de Estados Unidos no es infalible». A contramano de esta óptica, los tres autores reseñados advierten que no hay vuelta atrás a los supuestos estratégicos diseñados para los años «dorados» de la década de 1990 ni tampoco a los de Obama-Biden. Estamos entrando en un mundo más tumultuoso, signado por lo que el académico chino Wang Fan denomina «interdependencia competitiva» entre China y Estados Unidos, y en el que la mayoría de los países buscará hacer su propio juego sin plegarse in totum a una de las dos superpotencias como sucedía durante la Guerra Fría. 

La idea de la oposición entre el «mundo libre» y el resto, también invocada por Biden, no tiene la capacidad de convocatoria ni el sentido de propósito del pasado; tampoco refleja las circunstancias de este tiempo. Cuesta imaginar, según lo propone, que este «mundo libre» formado por sus aliados tradicionales pueda estar ahora dispuesto a «flanquear» a Estados Unidos como líder de causas que no necesariamente responden a sus actuales intereses. En paralelo a esta realidad, la pandemia de covid-19 no ha hecho más que poner de relieve el alto nivel de fragmentación y ruptura del orden global y la poca fe de la dirigencia internacional en el valor del trabajo en conjunto. 

Ante este panorama, Haass admite que puede haber una restauración parcial de ciertas premisas del internacionalismo liberal más por la fuerza de los peligros globales que nos amenazan a todos que por el sentido de urgencia de quienes gobiernan, un bien que escasea. En un lenguaje muy de esta hora, podría pensarse el tema como un efecto potencial de la alta capacidad de «contagio» de todas las dimensiones del quehacer humano y no solo en el campo de la salud. Por cierto, la contaminación del medio ambiente, que está a la vanguardia de los grandes desafíos comunes, se nos presenta como la mayor prueba de fuego para testear las chances de un multilateralismo renovado que resulte de la imperiosa necesidad de cooperación internacional; definida correctamente por Biden como una amenaza existencial, la cuestión del medio ambiente es un tema de gobernanza global en el que Estados Unidos puede recuperar cierto liderazgo en favor de acciones concertadas y cooperativas. Su anunciado retorno al Acuerdo de París es una noticia alentadora. También lo es su disposición a volver a colocar la diplomacia en manos de profesionales y hacer de ella la principal herramienta de la política exterior. 

Finalmente, la tercera coincidencia que rescato de los trabajos reseñados concierne a las prioridades y límites de la política exterior en la nueva etapa que se iniciará en enero de 2021. En cuanto a las primeras, los tres artículos ponen el acento en cuatro desafíos globales –la protección del medio ambiente, la expansión de las enfermedades infecciosas, el uso disruptivo de las nuevas tecnologías y la amenaza de proliferación nuclear– y, en el plano bilateral, en la contención de una China más fuerte y asertiva, aclarando que la estrategia de engagement ya es historia. Como señala MacMillan, las relaciones entre China y Estados Unidos adoptarán una forma crecientemente adversarial y, por lo tanto, el gran reto para ambos países será construir su «propia tensa pero durable paz», así como lo hicieron Washington y Moscú durante la Guerra Fría. El propio Biden, en el artículo citado, sostiene que «Estados Unidos necesita ponerse más duro con China» para enfrentar el «desafío especial» que Beijing le presenta y sus «comportamientos abusivos». Para el caso de los límites a la política exterior, los autores coinciden en que el alcance y la ambición de esa política estarán en primer lugar definidos por las urgencias de la política interna, en las que el nuevo gobierno tendrá que poner su mayor atención. Vale señalar en este punto que Biden, a quien vuelvo a citar, acepta absolutamente que no hay otra opción. En sus palabras: «La capacidad de Estados Unidos para ser una fuerza en favor del progreso en el mundo y movilizar la acción colectiva comienza por casa». Para ello, reconoce que es preciso reparar y fortalecer la democracia en el país. Menuda tarea. 

Según se aprecia, no estamos en tiempos de grandes proyectos ni grandes relatos. Estamos en tiempos de transición hegemónica, de competencia económica y tecnológica, de rivalidades por esferas de influencia, de retroceso democrático, de fortalecimiento del nacionalismo y de magro multilateralismo. Si se quiere, en términos de la disciplina de las relaciones internacionales, en circunstancias más westfalianas que posmodernas. 

Biden, su coalición de gobierno y el equipo que está designando comparten la ideología del internacionalismo liberal. Con énfasis y medios diferentes, ella fue la guía fundamental de la política exterior de Estados Unidos desde el fin de la Guerra Fría hasta el ascenso de Trump. Las realidades del presente, como quedó dicho, no habilitan un regreso a aquel pasado en el que se ha pecado por exceso y que, en el balance, ha dejado ilusiones en el camino, pocos logros y muchos fracasos que habrán de perdurar. Estas mismas realidades, domésticas y externas, operan como un fuerte constreñimiento para el ejercicio del internacionalismo liberal en la concepción ambiciosa y pletórica de su época de esplendor. Antes bien, favorecen una política más cercana a las ideas de restraint y retrenchment, por la que aboga la mayoría de los realistas desde hace más de una década. Biden tendrá que navegar dificultosamente entre esta prescripción cruda del realismo para grandes potencias en declinación y un liberalismo internacional acotado y austero que debería buscar su fuente de inspiración no en Bush padre o en Bill Clinton sino en Franklin Delano Roosevelt, como lo señaló John Ikenberry en un artículo reciente, también para Foreign Affairs. Esto es, un liberalismo para tiempos duros y progresista en lo social, que no dicta lecciones de buen hacer y que no sale al mundo para globalizarlo tumbando paredes y transformarlo a imagen y semejanza propia, sea por las buenas o por las malas, sino a procurar acuerdos multilaterales pragmáticos que faciliten la realización de intereses comunes «viviendo y dejando vivir».

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