MENEM – Por Martín Kohan
Dos veces negado, en el nombre y en el voto, creador junto a Cavallo de una de las más potentes ficciones de Estado de la historia política argentina: el uno a uno, persiste como presente y a la vez ausente en su burbuja de irrealidad que alguna vez abarcó el país entero. Martín Kohan interroga ese acontecimiento que nos pasó pero como pueden pasarnos tantas cosas que suceden y se van: ¿Qué hará la muerte con él, cuando le llegue? ¿Lo devolverá, para nosotros, a la nitidez tangible de la realidad del mundo o profundizará la irrealidad y la asentará en él para siempre?
Por Martín Kohan*
(para La Tecl@ Eñe)
Dos veces lo negaban: en el nombre y en el voto. En el nombre, porque le decían “Méndez”, evitando ese capicúa real al que temían por ominoso. Y en el voto, no porque no lo votaran, sino porque luego pretendían no haberlo votado. Dos veces lo negaban, pero tres veces lo afirmaron. Lo afirmaron en la oscuridad del cuarto, lo afirmaron en las urnas. Y tres veces, sí, porque sumó el mayor caudal de sufragios no solamente en 1989 y en 1995, cuando ganó, sino también en 2003, aunque al final perdió. También en 2003, aun después de la debacle ruinosa de Cavallo y la convertibilidad, su gran creación, una de las más potentes ficciones de Estado de la historia política argentina: el uno a uno, el peso que equivalía al dólar.
No lo nombraban, pero lo votaban; decían no haberlo votado, pero lo votaban. Y acaso así se forjó una cierta entidad del menemismo en la memoria del pasado reciente: pasó, pero como si no hubiese pasado; pasó, pero como una alucinación o como un sueño. Pasó, o nos pasó, pero como pueden pasarnos tantas cosas que acontecen y se van: catástrofe natural, contingencia inevitable, algo que sencillamente se dio sin que nadie lo decidiera, sin que nadie lo avalara, lo hiciera posible, lo impulsara y además lo ratificara.
Por eso, de ahí en más, Menem persistió como persistió: presente y a la vez ausente, ausente aun estando ahí; un fósil de sí mismo, una momia sin pirámide, la cita distorsionada de un texto original ya perdido. Estaba ahí, en su banca o en algún acto, tan sólo para testimoniar que ya no era, y así contribuir a esa sugestión colectiva de que en verdad nunca había sido. El salariazo, la revolución productiva, los indultos, la Ferrari, la incautación matrimonial del bastón de mando, el cohete estratosférico a Japón, el peloteo a un set con Bush, el traslado de Rosas por Facundo, los picos con Zulemita, el merodeo sinuoso de sinuosas odaliscas, ¿en qué tiempo, que no es este tiempo, pasaron todas estas cosas? ¿En qué dimensión de la realidad, que no es la nuestra, tuvieron lugar alguna vez? ¿Y con qué entidad? ¿Con qué entidad?
Fue Fogwill quien, en un momento dado, compitiendo, como solía, con Ricardo Piglia, declaró que se proponía escribir la gran novela del menemismo. Escribió Vivir afuera y atinó con precisión realista a plasmar algunas claves. Pero a mi entender el escritor que verdaderamente acertó a definir el menemismo no fue Fogwill sino Juan Filloy, y a través de este prodigioso palíndromo: “Allí, tápase Menem esa patilla”. Acertó, por empezar, al señalar un repliegue notorio de esa pilosidad que David Viñas antes había escrutado (en la línea de la barbarie temida en Facundo Quiroga); pero también, y sobre todo, en la forma, en el capicúa, en lo capicúa. Esa verdad, la de esa inmanencia, la de ese girar en sí mismo; esa verdad, la del fenómeno que podía recorrerse de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, y daba lo mismo.
A Menem nada parecía inmutarlo (me impresionan las personas así), y eso que no faltaron desgracias mayores en su vida. En pocas circunstancias, que yo recuerde, lo vimos desencajado. Una fue cuando aparecieron en los medios ciertas fotos de Cecilia Bolocco tomando sol junto a un empresario europeo. Otra fue cuando le retiraron la Ferrari (no sin un detalle sádico: después de habérsela dejado manejar), y entonces él remedó, con otro objeto, al coronel de “Esa mujer” de Walsh. Y otra fue cuando se instaló en la sociedad que él era yeta, que era mufa, que traía mala suerte, y eso además se acompañó con una lista pormenorizada en la que constaban, entre otros, y siempre para la desgracia, el Checho Batista, Daniel Scioli, Hugo del Carril.
Entonces sí, Carlos Menem se sacó. Y es que no se trataba de una argumentación en su contra (ese paradigma en el que, por convicción y en contraste, se mantenía obstinadamente Raúl Alfonsín, a Menem le era indiferente); tampoco se trataba de un cuestionamiento ideológico (del “fin de los ideologismos” habló Menem pioneramente). Nada de eso podía hacerle mella. Pero la fama de mufa sí, y en alto grado. Porque la fama de mufa se inscribía fuertemente en esa clase de pensamiento mágico, en ese juego de creer porque sí, en los que Menem se consolidaba, de los que obtenía su capital político más sustancial; no era del orden de la fundamentación ni, por ende, de la refutación, sino del orden del creer por creer (no muy lejos de la paridad peso / dólar, no muy lejos del primermundismo argentino). ¿Qué podía hacer frente a eso? ¿Cómo podía contrarrestarlo?
La fama de mufa operaba sobre un salto mágico entre el supuesto sustento real (la lista de desgracias que se invocaba) y la creencia irreductible (causa y efecto, por descontados) en el poder fulmíneo del jettatore. El daño político era mayúsculo, porque tocaba las fibras sensibles de ese halo de irrealidad que fortalecía la realidad del menemismo. Pasado el poder, fue ahí donde se refugió: en el efecto de irrealidad, un poco como en la quinta de Gostanián (otro refugio) cuando se sentó a leer un libro (a dar a ver que lo leía). Efecto de irrealidad retroactivo, en la manera en que evocamos aquellos tiempos, “los 90”. Y efecto de irrealidad en el presente: la existencia en la inexistencia de ese remanente de Menem, que no deja de ser Menem, que vota como si fuera otro la reversión de las nefastas privatizaciones, que asiste como si fuera otro a las novedades judiciales sobre la voladura de Río Tercero.
La burbuja de irrealidad menemista alguna vez abarcó el país entero; ahora alcanza para que se guarezcan ahí el propio Menem, sus secuaces más próximos, el núcleo de sus seres queridos. ¿Qué hará la muerte con él, cuando le llegue, como a todos nos ha de llegar? ¿Lo devolverá, para nosotros, a la nitidez tangible de la realidad del mundo o profundizará la irrealidad y la asentará en él para siempre?
*Escritor. Licenciado y doctor en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires.
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