10/01/2020

perú: la crisis perpetua

 

Perú: de crisis en crisis, pero sin crisis final




Carlos Alberto Adrianzén



Perú acaba de atravesar otra crisis política. El fallido intento de destitución del presidente Martín Vizcarra se une a la crisis de los partidos, el resquebrajamiento del neoliberalismo, operaciones políticas de bajo calibre y militares que vuelven a asomar la cabeza. La izquierda no termina de encontrar un lugar.



En solo siete días, el futuro político peruano entró en una nueva montaña rusa, una de las tantas desde la renuncia del ex-presidente Pedro Pablo Kuczynski y la asunción de su entonces vicepresidente Martín Vizcarra.

En contra de las expectativas generales, el ascenso al poder de Vizcarra no supuso una etapa de relaciones pacíficas entre el nuevo gobierno y la mayoría parlamentaria de entonces, en manos de Fuerza Popular, agrupación liderada por Keiko Fujimori. La paz duró solo cuatro meses. El periodo que siguió fue el de un intenso conflicto entre el partido mayoritario en el Congreso y el presidente. En medio de los choques políticos, las investigaciones judiciales por el caso Lava Jato terminaron con Keiko Fujimori en prisión preventiva, mientras se la investigaba por el financiamiento ilegal que habría recibido de la empresa brasileña Odebrecht y algunas constructoras locales.

Se pensaba que la montaña rusa política había terminado el 30 de septiembre de 2019, cuando, en uso de sus atribuciones constitucionales, el presidente Vizcarra disolvió el Parlamento de mayoría fujimorista. Sin embargo, la elección de uno nuevo no calmó las aguas políticas. Lo sucedido en los últimos días, cuando el Congreso intentó el juicio político contra Vizcarra, se constituye en uno más (y difícilmente el último) episodio de inestabilidad política en el país.

El origen inmediato de esta nueva crisis en las alturas tiene una dosis tan alta de detalles rocambolescos y propios de una ficción de bajo presupuesto que resultan difíciles de narrar para un público que no sigue de manera cotidiana la política nacional peruana. Como en cada crisis política desde la caída de Fujimori, el punto de inicio corresponde a un conjunto de audios. Esta vez el material tenía como protagonista al propio presidente y a personas de su círculo íntimo. Según los parlamentarios que hicieron públicos los audios, el presidente aparece coordinando con personal del Palacio de Gobierno una estrategia para evadir las indagaciones que la Fiscalía peruana realiza en torno de la contratación de un dudoso consultor, al parecer cercano al presidente, en el Ministerio de Cultura, cuyo nombre artístico es Richard Swing. Se trata de un cantante contratado para actividades alejadas de su actividad, como charlas motivacionales y de liderazgo, con honorarios de alrededor de 50.000 dólares.

Con esta acusación de obstrucción, los hechos se sucedieron muy rápido. Esa misma noche parecía que Vizcarra estaba destinado a seguir los pasos de Kuczynski y que el presidente del Congreso, Manuel Merino, uno de los entusiastas impulsores de las acusaciones, terminaría por ceñirse el fajín presidencial. Sin embargo, a medida que las horas pasaban, fue quedando claro no solo que las acusaciones eran muy poco sólidas, sino además que entre los líderes de la asonada congresal se movían una serie de intereses, en el mejor de los casos puramente personales y, en el peor, de una oscuridad inconfesable para el público.

La acusación nació con problemas. Su principal impulsor, el presidente de la Comisión de Fiscalización del Congreso Edgar Alarcón, es un personaje con una trayectoria dudosa. En 2017 fue destituido de su cargo de contralor general de la República bajo acusaciones de mal uso de recursos públicos y de desempeño de actividades incompatibles con el cargo. Actualmente, enfrenta más de 30 investigaciones en la Fiscalía peruana. La fiscal de la Nación le ha solicitado al Parlamento el levantamiento de sus fueros por dos investigaciones.

Si el principal promotor de la vacancia no despertaba demasiada confianza, lo que se conoció apenas 12 horas después de que, con 60 votos sobre 130, fuese aprobada la moción para dar trámite a la vacancia terminó por definir su suerte. El sábado 12 de septiembre por la mañana se supo que el presidente del Congreso había buscado intensamente contactarse con los comandantes generales de las tres armas, así como con el jefe del Comando Conjunto. Estas llamadas le dieron a la maniobra un tinte golpista que, unido a la debilidad de las acusaciones esgrimidas, terminó por desbaratar la coalición que buscaba la salida del presidente siete meses antes de las elecciones presidenciales, programadas para abril del año que viene. Una semana después, el viernes 18 de septiembre, la vacancia fue descartada con 32 votos a favor y 78 en contra. Casi 50% de los parlamentarios que una semana antes había votado a favor de la admisión a trámite de la moción de vacancia se declaró ahora en contra o prefirió una cautelosa abstención.

El último episodio de la larga saga llamada «crisis política peruana» pone bajo reflectores una serie de hechos de mayor alcance que el episodio en sí mismo.

En primer lugar, la coalición parlamentaria en favor de la vacancia repite un patrón conocido para la política peruana: el de un grupo de políticos independientes que tienen como único punto de coincidencia la realización de una empresa política puntual (en este caso, producir el juicio político contra Vizcarra). Una vez cumplida o fracasada esa empresa, cada uno sigue su rumbo hasta que un próximo interés pueda reagruparlos. Detrás de la vacancia no hay uno o varios grupos políticos buscando hacer avanzar sus agendas, sino un puñado de políticos –o individuos que acaban de aterrizar en la política– buscando hacer avanzar sus disímiles agendas particulares. Algunos buscaban un presidente más afín para detener o revertir sus causas judiciales, otros buscaban llegar al Ejecutivo para desde ahí detener los procesos de regulación que el Estado peruano viene desplegando y otros, eliminar la prohibición que impide su repostulación en abril del próximo año.

El caso más notorio es el de congresistas propietarios de universidades cuya licencia fue recientemente denegada por el ente encargado de la supervisión de la calidad de la educación superior. Lo cierto es que varios parlamentarios del actual Congreso aparecen vinculados a una serie de actividades económicas de dudosa legalidad, que se está intentando revertir con actuales o potenciales políticas regulatorias. Si el de las universidades es el asunto más claro, también se podría mencionar a los propietarios de vehículos que brindan servicios prohibidos de transporte de pasajeros, o quienes impulsan la legalización de la ocupación ilegal de terrenos públicos. Al menos parcialmente, el intento de vacancia se asienta en el malestar que generan los tímidos intentos de regulación estatal.

En segundo lugar, otro punto que ha puesto de relieve el intento de sacar al mandatario del poder es la forma en que se está resquebrajando la matriz socioeconómica que organiza el país. El Parlamento que inició sus actividades en febrero se ha caracterizado por emitir una serie de leyes que entran en directa colisión con los ejes del orden económico peruano. Dicha tendencia se ha acelerado con el avance de la pandemia, que ha permitido que se adopten medidas impensables meses atrás. Entre ellos, se destaca la autorización del uso de los fondos de la caja de jubilaciones privadas para ayudar a los trabajadores, en un contexto en el que el desempleo abierto trepó hasta 8,8% y el desempleo encubierto podría involucrar a cuatro de cada diez peruanos. Una medida adoptada contra la opinión del Ministerio de Economía y de las poderosas Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP).

Los proyectos de ley que buscan autorizar el retiro de fondos de jubilación del sistema público y colectivo, los que buscan congelar el cobro de créditos de la banca privada o la ley que suspendió el cobro de peajes en el contexto de la pandemia son otras iniciativas que apuntan en la misma dirección. Pero estas políticas tienen una doble cara: por un lado, un ánimo rupturista con el neoliberalismo peruano; por otro, su inconsistencia técnica. Son medidas de ruptura que, en muchos casos, terminan siendo declaradas inconstitucionales por las cortes o debilitan los sistemas de ahorro colectivo de los trabajadores.

En Perú, el neoliberalismo se quiebra, pero no lo hace de la mano de los actores imaginados, ni a través de las medidas esperadas. Su crisis coincide más bien con las acciones de una serie de políticos oportunistas y políticamente irresponsables, así como de medidas más efectistas que efectivas. Ni la izquierda liderada por la joven Verónika Mendoza ni la articulada en torno del Frente Amplio aparecen liderando estas acciones. Por otra parte, el ex-presidente Ollanta Humala, que parece querer volver a la escena política, tampoco tiene ningún papel en este derrumbe. Parece que el fin de un orden no se produce como los analistas de la política lo han pronosticado.

Un tercer hecho que se desprende de los sucesos de las últimas semanas es que el presidente Vizcarra ha quedado seriamente herido. El intento de vacancia ha puesto en primera línea los problemas de su entorno, así como sus propias limitaciones como político. Que los audios hayan sido realizados y filtrados por alguien de extrema confianza del presidente, aparentemente por motivos bastante pueriles (hay que olvidarse aquí de grandes o pequeños objetivos políticos), habla de un entorno presidencial poco confiable. Su inesperada llegada a la Presidencia, su falta de partido y su paso por un pequeño gobierno subnacional explican parte de las fragilidades de Vizacarra. Si bien durante el tiempo que ha transcurrido desde su juramentación los comensales de su mesa chica han ido creciendo, es todavía una mesa muy chica para gestionar el poder del Ejecutivo de un país como Perú.

Además de los problemas de su entorno, su mala relación con el actual Parlamento revela también errores y limitaciones del presidente. El principal de estos equívocos fue la manera en que encaró la elección parlamentaria de fines de enero. En su pico de popularidad y con un fujimorismo debilitado, el presidente Vizcarra optó por no presentar ni respaldar ninguna lista. El resultado, previsible, fue un Congreso donde las bancas que lo respaldaban fueron incluso menores a las que disponía en el anterior Poder Legislativo disuelto.

Se repetía, pero en una peor versión, el escenario de gobierno dividido de 2016, que mostraba a un presidente que no dispone del número mínimo de bancas para sostener el veto presidencial y que resulta incapaz de protegerse de eventuales intentos de juicio político. Todo esto, en el marco de una agenda legislativa que entraba en abierta colisión con las de varios de los recién electos parlamentarios.

A todo esto, se suma una estrategia política limitada. Al carecer de bancada y de partido, la gobernabilidad de Vizcarra se asienta principalmente en el respaldo de la opinión pública. Una de las formas más fáciles para mantener y aumentar ese apoyo tuvo como eje su enfrentamiento público con el Congreso. El problema es que esta estrategia cada vez ofrecía menos resultados e ignoraba el poder de los parlamentarios. Es a partir de estos poderes como estos últimos buscaron limitar la estrategia que el presidente desarrollaba a sus expensas.

Un último hecho que ha puesto de manifiesto la frustrada vacancia consiste en el discreto pero constante regreso de las Fuerzas Armadas al escenario principal de la política nacional. La primera escena de este retorno se dio la noche de la disolución constitucional del Congreso controlado por el fujimorismo por parte de Vizcarra. En una fotografía difundida a través de Twitter por el Ejecutivo, se podía ver al presidente y a los comandantes generales de las tres armas compartiendo una mesa. Mientras el fujimorismo buscaba jurar a la segunda vicepresidenta, Mercedes Araoz, Vizcarra respondía con una foto en compañía de los militares.

La segunda escena se produjo hace menos de dos meses. La denegación del voto de investidura al gabinete encabezado por Pedro Cateriano fue respondida por el presidente proponiendo un gabinete liderado por un militar en retiro e integrado por otros dos militares en similar situación. Se trata de un número de ministros con pasado militar inusualmente alto para los números que la democracia peruana ha manejado desde 2001.

La última escena se produjo en el contexto del juicio político frustrado. En ella, los comandantes generales no solo delataron las indebidas llamadas del presidente del Congreso, sino que además aparecieron luego en una conferencia de prensa detrás del primer ministro y la ministra de Justicia. El mensaje era claro: respaldaban al presidente frente al intento de sacarlo del poder. Al ritmo de la inestabilidad política, los militares recuperan su papel de árbitros de la política peruana.

Si bien la vacancia se ha detenido por ahora, nada garantiza que no sea retomada en los próximos meses. La fecha mágica es fines de diciembre o inicios de enero. En ese momento, la campaña electoral tenderá a desplazar a cualquier otro hecho de la agenda política del país. Si bien ha triunfado por ahora, Vizcarra ha quedado severamente magullado. La base de su legitimidad se asentaba en la percepción dominante de la opinión pública respecto a su conducta ejemplar y alejada de cualquier viso de corrupción. Hoy eso está puesto en cuestión, y si bien la mayor parte de esta misma ciudadanía desea que concluya su periodo, resulta difícil decir que lo apoya mucho más allá de este objetivo puntual. El presidente debe postergar de manera indefinida su agenda política y concentrarse casi exclusivamente en dos objetivos: salir de la pandemia con el menor número de muertos posibles y llevar a cabo elecciones limpias en 2021. Cualquier otro proyecto carece de las mayorías parlamentarias necesarias para su aprobación y de los apoyos de la opinión pública necesarios para torcer la voluntad del Congreso.

Cualquier otra conducta pone en peligro una democracia con enormes limitaciones, pero que ha logrado mantenerse por 20 inéditos años en la historia peruana. Sus efectos, si bien modestos, van cuajando en una serie de actores estatales que van ganando peso propio y unos actores políticos que solo aprenden a jugar el juego jugándolo

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