9/10/2020

para quienes buscan posiciones externas o intermedias, el terreno pareciera deshacerse bajo sus pies...

JM Welschinger

Entre Eduardo Duhalde y Héctor el-que-no-debe-ser-nombrado Magnetto, supo haber un genio de la semiótica. Y entre la sociedad civil y las Fuerzas Armadas, están hoy las de seguridad. Pasado, presente y futuro de una democracia mal acostumbrada a balancearse sobre la tela de una araña.


En una obra firmada junto a la cientista social Silvia Sigal, el campeón mundial argentino de semiótica Eliseo Verón ensayaba una teoría con la que pretendía conquistar su lugar entre los grandes de la producción académica. Fiel a su estilo, lo hacía con un título grandilocuente: Perón o Muerte. En letras de molde como diría Cristina, para un lector de 1989 este texto podría parecer tanto una crítica hacia el contexto del país como una apología de la lucha armada; pero se trataba, sencillamente, de un complicado ensayo para introducirnos en la ancha vía del análisis discursivo.

Los años noventa estaban a punto de comenzar y la consigna otrora pintada por aquella juventud movilizada en tantísimos pasillos y paredones ya producía, no digamos indiferencia, sino que incluso tedio y remordimientos. Al decir de Quique Fogwill en Vivir Afuera, ahora la manera de obtener validación era estudiando comunicación en la UBA. La moda de Michel Foucault ya se estaba pasando y nada indicaba que la atención fuera a regresar hacia la filosofía en cualquiera de las formas en las que se venía reciclando tan exitosamente, llámese Jacques Lacan o antropología social (por oposición a la anterior, o étnica). Más bien, el pulso tecnócrata de los tiempos sugería un pasaje hacia la informática y la gestión de los media, en cursos que irónicamente se agrupaban bajo el nombre de “Ciencias de la Información”.

Habiendo fluído por las catedrales europeas del pensamiento, alumno de Lévi-Strauss en el College de France y laureado por la afamada beca Guggenheim, Eliseo Verón había completado los rudimentos de su Semiosis pero necesitaba realizar una detonación de prueba en el desierto para medir sus alcances. La violencia y la política interesaban al debate público por dos motivos: primero porque finalmente se podía debatir con libertad, y luego porque los remanentes civiles y militares del terrorismo de Estado sobrevolaban al gobierno de Alfonsín como oscuras nubes de invierno.

Conciencia malvada de una época signada por el giro lingüístico, Verón aprovecha para pensar al peronismo cuando lo encuentra fuera del mando. Con este trabajo intentará nada menos que la explicación del fenómeno peronista en los términos de una situación discursiva, montada sobre la singular situación enunciativa construida por Perón; y entendiendo al movimiento popular como una articulación discursiva que es al mismo tiempo más y menos que una ideología, ya que reúne a enemigos naturales bajo una misma conducción.

No por complejo dejaría de resultar polémico este enfoque cuántico del peronismo de schrodinger, ya que desde el prólogo sus autores advertían: “Por otro lado —y esto es más grave—, el análisis del peronismo como fenómeno discursivo será rechazado por quienes consideran que, en política, las palabras se las lleva el viento”. Y a la luz de las declaraciones* del jefe de gabinete Santiago Cafiero, en las que le reclama a los jefes de Cambiemos que revisen sus procederes y se llamen a la reflexión (tras haber acusado al gobierno de cometer un asesinato político), podríamos asegurar que esta perspectiva enunciativa es la que actualmente predomina sobre el campo de la política.



De regreso al ensayo, Sigal y Verón parten desde una declaración moral acerca de la relación entre política y violencia. “El pasaje a la violencia”, preguntan, “la lucha política que se revela súbitamente organizada en torno a la muerte del enemigo, ¿muestra las raíces profundas sobre las que reposan, sin confesarlo, los sistemas políticos considerados democráticos?”, y acto seguido se responden: “En tanto sistema de reconocimiento e institucionalización de la legitimidad del conflicto, la democracia ha conseguido expulsar la violencia mortífera del campo político. Si ésta aparece, se trata de la irrupción de un fenómeno que es a la vez ajeno a las reglas del juego institucional y que resulta difícil de controlar precisamente porque el sistema político no se funda en el ejercicio sistemático de la violencia”. Luego se analiza la retórica peronista antes, durante y después de la proscripción, con la habitual búsqueda de invariantes entre los discursos comparados; pero lo central, como se manifiesta en las conclusiones, está en formar una cadena de equivalencia entre los conceptos política/democracia/articulación-social, por oposición a sus antagónicos guerra/dictadura/control social o dominación social. Esto, que cualquier hijo de vecino y cualquier Doña Rosa podrían explicar en cinco minutos sin abstracciones complejas, aparece como un punto nodal para comprender la situación actual del país: el síntoma de una política agotada.

¿Plantas versus Zombies?

En el ensayo, de sesgo malicioso, se hace una interpretación de la consigna juvenil Perón o Muerte como si se tratara de una tentativa hacia el fascismo. Y si al regreso de su exilio el viejo optaba por relegar a los izquierdistas en favor de su ala ultraconservadora y paramilitar, dicen los autores, fue precisamente para evitar un devenir fascista de su movimiento. Al margen de sus especulaciones contrafácticas, los procedimientos de Verón ayudan a comprender este grito de Perón o Muerte en su máximo sentido, es decir: Política o Muerte.

Hacia uno de los tácitos extremos de la identidad nacional gravita todo el peso de la muerte como significante, como metodología para la construcción de la nacionalidad ya sea mediante la exclusión social o el exterminio hecho y derecho del otro político. En la otra dirección, se sostiene la vía democrática como único camino hacia la felicidad, la salud y la educación, es decir hacia la vida. Extremos de una constante política que moldea nuestra historia, y que cíclicamente ganan y pierden legitimidad pública.

Para la época en que regresaba Perón, el arbitraje de la economía en favor del gran empresariado y su consecuente efecto de inestabilidad interna alimentaban la idea de que la agitación social era consecuencia de la proscripción política. Imperceptiblemente se había formado una cadena de sentido, asociando los conceptos de “violencia, dictadura y antiperonismo”, por oposición a “política, democracia y peronismo”. Sin Perón no habría política, y sin política no habría paz. Esto suponía que, en el caso de que Perón falleciera en el extranjero, la frustración se tornaría inconsolable; amén de la guerra que podría desatarse entre sus alfiles por la legítima sucesión del movimiento.

Tras el accidentado aterrizaje del patriarca justicialista, que aún opaca la historia de un plan de gobierno ambicioso y progresista, Sigal y Verón sostienen que la izquierda agudizó su lazo afectivo con la figura de Evita. La disputa por los símbolos abrió paso a un enfrentamiento que desnudó el objetivo de atacar a los liderazgos para podar al costado rival del movimiento, y al desdibujarse la línea entre política y guerra nuevamente sobrevino la antipolítica.

Para los argentinos que permanecían ajenos a estas disputas, tal vez la mayoría, el enfrentamiento entre bloques políticos que habían prometido cesar la violencia cuando se levantara su proscripción fue recibida con frustración y desencanto. Desdibujados los límites de la ley, una república como “gobierno de las leyes” perdía su sentido; y entonces la articulación militares=orden/política=desorden recuperaba su terreno en el sentir colectivo.

Sin embargo la dicotomía entre política y muerte, al término de una dictadura particularmente genocida que huía luego de exponer su impericia militar en Malvinas, arraigaba con más fuerza en la conciencia de los argentinos. Este dispositivo semiótico era un obstáculo para el proyecto de las élites, comprometidas en absorber la poca empresa nacional que aún existía. Sin Perón y con la izquierda desmantelada, calculaban, ya no tendrían nada que temer de una recuperación democrática. Irónicamente sería el rechazo popular hacia la violencia, encarnada en el cajón de Herminio Iglesias, lo que le quitaría al peronismo su racha invicta en las urnas.

Cuando el pueblo con su voto convocaba al doctor Raúl Alfonsín, muchos antiperonistas light que vivían en Europa saludaban este triunfo del radical disidente como si fuera una bocanada de esperanza para los argentinos, quienes demostraban ser capaces de no elegir al peronismo aunque tuvieran la libertad para hacerlo. El gran demócrata perdería después la pulseada económica contra los capitanes de la industria comandados por Héctor Magnetto y abandonaría prematuramente las riendas del país en manos del gran riojano, quien incorporándose al Consenso de Washington se abocaría a disciplinar los espacios políticos remanentes o emergentes, con voluntad autoritaria y mano firme.

Retiradas definitivamente de la actividad política, las F.F.A.A. legaron su carga retórica de la muerte sobre las fuerzas de seguridad, que se vieron esparcidas y multiplicadas gracias al avance del neoliberalismo. Con la sola excepción del Estado de Excepción que marcó nuestro ingreso al nuevo milenio, la retórica de la muerte quedó subordinada a instancias de discusión más acotadas, como el debate por la pena capital o la baja en la edad de imputabilidad. Rastros de este signo pueden ser observados, por ejemplo, en la ley de derribo que sancionó el gobierno macrista con la supuesta finalidad de combatir al narcotráfico, inútil hasta el momento. Pero con el actual recrudecimiento de la tensión política, predispuesta desde el espectro mediático como una dicotomía moral llamada grieta, el significante de la muerte como opción a los políticos intenta recuperar su antiguo lustre.

De aquellos polvos, estos nodos

El contraste de la lectura de Verón con la observación de la historia argentina reciente sugiere la existencia de tres escenarios posibles. El primero gira en torno a la preeminencia de un debate político entre dos ligas de naturaleza antagónica, peronismo/antiperonismo, que disputarían la representación de la sociedad con mecanismos habitualmente políticos, es decir pacíficos. El siguiente sería la instauración de un régimen semi democrático, o símil democrático, ya que intentaría parecerse a las instituciones del gobierno del pueblo pero ignorando sus mecánicas; imponiéndose por la coacción o el consenso de los poderosos como está ocurriendo en Bolivia, Brasil o Perú1. El tercer escenario, aunque parezca ridículo y tal vez justamente por ello, es la organización de las fuerzas de seguridad en un proyecto político.

Las particularidades del Estado argentino, junto con la sinergia de una recesión económica que como todas tiene el efecto de inclinar la cancha hacia la derecha, hacen posible la aparición de una vertiente política de las fuerzas de seguridad. Aunque no hayan indicios para preocuparse por ello, tampoco existen impedimentos: el terreno fue preparado al reciclar la antigua cuestión de orden/desorden en el nuevo nodo de seguridad/inseguridad. La termodinámica también se aplica en la construcción de sentido, y ninguna idea que haya surcado al debate público deja de existir, aunque parezca fuera de circulación. Además, este escenario cuenta con la ventaja de ser una de las pocas opciones inexploradas por el electorado, que muestra devoción por las novedades y los partidos localistas.



En la búsqueda del Bolsonaro argentino, que cual reality show ya superó la eliminación de distintos candidatos, las figuras cercanas a las fuerzas de seguridad podrían descubrir que no necesitan subordinarse a los intermediarios políticos con los que gestionan el país. Además, el entramado de conexiones corporativas que define a la coalición opositora es completamente susceptible de replegarse bajo una estructura renovada, que le devuelva su añorado anonimato. Incluso podría leerse que el partido corporativo no necesita realmente un Bolsonaro sino un Kayne West: un excluído que defienda la exclusión, intelectualmente pobre y de derecha, lo suficientemente ridículo como para robustecer la seriedad proyectada por el triunvirato de los líderes de Cambiemos. Para ese papel ya se han casteado distintos famosos, como Alfredo Casero, o el Dipy.

Más importante aún, la purga en las agencias de inteligencia que el oficialismo emprendió como condición básica para disponer de un campo de acción política, apuesta que se redobla con el anuncio de la inminente reforma judicial, forma un camino de migas hacia la revisión de las fuerzas de seguridad que actúan por fuera de la ley. Esta institución dentro de la institución, verdadero crimen organizado, ha dado muestras suficientes de beligerancia contra cualquiera que no se doblegue ante su poder, y cuenta todavía con el amparo de largos sectores sociales.

Desde una perspectiva semiótica, los tres escenarios revisados responden a la dicotomía: política/corrupción, asistencialismo/exclusión, y derechos humanos/seguridad. El grito primigenio de “Patria o Muerte”, devenido más tarde en el ábrete-sésamo “Perón o Muerte”, ha llegado hasta nuestros días con la forma endeble de una reflexión académica: “Política o Muerte”. Toda la política para un lado, toda la muerte para el otro. No debería sorprendernos, entonces, que antiguos referentes del partido mortuorio sean elevados a la categoría de intelectuales por una juventud que los descubre a través de los debates en las redes sociales2.

En un escenario que se define como la pelea entre los pueblos y las corporaciones, toda la política pareciera oscilar hacia el costado del peronismo, mientras que la muerte se inclinaría, como es recurrente, hacia el antiperonismo y las fuerzas de seguridad. Antiguas tensiones ajenas al espectro partidario (como el conflicto de intereses natural que existe entre el grupo Clarín y el Estado luego de que se saltearan las leyes antimonopolio, o las deudas del Poder Judicial hacia el sistema democrático) han quedado sintetizadas en la tensión anatémica entre Mauricio Macri y Cristina Kirchner: auténticas encarnaciones de la corporación y de la política, respectivamente. Y para quienes buscan posiciones externas o intermedias, el terreno pareciera deshacerse bajo sus pies. Prueba de ello es que, tras un eficiente análisis de los cortes de boleta, incluso el Frente de Izquierda debió abandonar su eterna actitud de confrontación hacia el gobierno popular, por correr el riesgo de perder el apoyo de sus simpatizantes (lo que no le impide, naturalmente, utilizar la representación parlamentaria para continuar votando siempre en su contra).

1 Algunos también incluyen en esta lista a Venezuela y Ecuador, marcando que el modelo símil democrático es el que predomina en la región (con Chile al límite de la institucionalidad, o Paraguay y Colombia con sus territorios divididos).

2 Amén de la reivindicación de Martínez de Hoz o Videla, en la búsqueda de los orígenes de su tradición política algunos jóvenes adherentes al PRO descubren en la figura de Julio Argentino Roca a un líder moderno que no se dejó limitar por los progresistas de su generación. La totalidad de ellos ignora la histórica enemistad entre conservadores y radicales, cuyos herederos (políticos y patrimoniales) formarían en 2015 la alianza Cambiemos.

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