9/20/2020

el dólar, una moneda argentina

El dólar, un conflicto político

El dólar, un conflicto político
Administrar las reservas del BCRA es arbitrar en la puja distributiva. El precio del dólar está en todos lados. La decisión presidencial de sumar regulaciones trasciende la coyuntura y explica la furiosa reacción de los voceros de las grandes empresas y de la city porteña. Una salida devaluatoria inviable y el peligro de tropezar con la misma piedra.

Tranquilizando a martillazos? Muchos lo quieren interpretar así. Son los que aprovechan la coyuntura para vaticinar “el fin de la economía privada”. El fantasma del marxismo, o la venezualización argentina, según quien agite el fantasma. Se apuntó en Socompa con tono jodón: las grandes fortunas no gobiernan ni deliberan sino a través de sus periodistas. Lo mismo vale para las grandes empresas. Voceros no les faltan. Las nuevas restricciones que rigen en el mercado cambiario les dio el pie que esperaban para sumar al anunciado “fin de la República” el vaticinio de una catástrofe económica.

El dólar, esa moneda plebeya que no sabe de status ni jerarquiza, pero traza límites concretos entre quienes viven al día y quienes tienen capacidad de ahorro, está siempre presente. Nada nuevo. La historia se repite. Ahora en el contexto del home banking, las Apps, Contado con liquidación y una crisis económica global sin precedentes. Un nuevo ecosistema para el viejo problema del bimonetarismo.

Solo en 2019, la sociedad demandó 23 mil millones en activos dolarizados, casi todo en billetes que pasaron a engrosar los 170 mil millones que circulan por el país. Se diría que al gobierno no le quedaba otra que cerrar un poco más la canilla. Un trago amargo para Martín Guzmán, que tres días antes había asegurado que endurecer el cepo era una medida para aguantar. Quedó descolocado. Heterodoxo y cauto en materia fiscal, apostaba a la racionalidad de los agentes económicos. Alberto Fernández, conocedor de los tahúres que tallan en el paño local, dejó correr y finalmente se inclinó por la postura de Miguel Pesce, aunque no tanto como hubiera querido el presidente del BCRA. El goteo de reservas amenazaba con devenir en sangría. Ocurrió muchas veces.

El peligro es evidente: tropezar con la misma piedra. Quienes participaron de una u otra forma de la experiencia del cepo kirchnerista subrayan que sirvió para evitar la fuga de divisas, pero admiten que al mismo tiempo frenó el ingreso de capitales. En pocas palabras: no resolvió la restricción externa. Matías Kulfas lo analizó en detalle en su libro Los tres kirchnerismos: en la medida en que se endurecieron la restricciones, la economía se fue estancando. Kulfas dice algo más: en la arena política faltó transversalidad. La condición necesaria, aunque nunca suficiente, para cualquier programa económico en el largo plazo. La misma por la que batalla hasta ahora con poco éxito Alberto Fernández.

La lectura del gobierno no es complicada. La salida devaluadora es inviable. No solo porque el tipo de cambio actual ya es competitivo y lo seguirá siendo si las minidevaluaciones diarias no le pierdan pisada a la inflación. Un salto brusco, como los concretados por Alfonso Prat Gay y Luis “Toto” Caputo – o el que se vio obligado a convalidar Axel Kicillof en el ya lejano enero de 2014 – solo alimentaría los precios. La vorágine, se sabe, limaría los sueldos, ralentizaría la ya pobre recaudación e impediría reactivar. Más desocupación y pobreza. La cuestión, ahora, viene por el lado de la sintonía fina. La que postuló Cristina cuando fue por la reelección, pero que nunca se intentó.

De lo que se trata, en definitiva, es de administrar la escasez hasta que aclare. Dicho de otra forma: esperar la cosecha gruesa. La que promete hacia fines del primer trimestre de 2021 comenzar a recomponer las reservas del Banco Central. En especial si se mantiene el raid alcista de la soja, que cotiza a su mayor precio desde mediados de 2017. La hoja de ruta oficial señala que para entonces estará cerrado un nuevo acuerdo con el FMI y la economía habrá entrado en una fase de recuperación. Sí, está claro. Muchos supuestos.

Hasta entonces los objetivos serían cuidar el frente fiscal, salir de la recesión, mejorar los ingresos y aumentar las exportaciones. Mucho trabajo. Más todavía de cara a una oposición busca paralizar el Congreso y a los columnistas de Clarín y La Nación que, mientras simulan tomar distancia de los brotes psicóticos de Duhalde y Cia, procuran instalar la idea de una “presidente en la cuerda floja” que “habita en el pasado”. La teoría de un presidente cautivo de Cristina Kirchner, en ocasiones contradictorio y en otras sometido al poder demoníaco de la vicepresidenta.

En lo inmediato, las medidas anunciadas tornan menos nutritivo el famoso “puré” que se practica en la city porteña. Achican la brecha entre la cotización oficial y el blue. Desalientan la avidez de los más o menos seis millones de pequeños compradores que usan el cupo de doscientos dólares mensuales. Tan cierto como que complican a una veintena de grandes empresas que requieren divisas para cancelar deudas en moneda extranjera. También a las que tienen obligaciones negociables en los mercados del exterior.

Por lo pronto, si se le concede la derecha al Banco Central, las quejas empresarias parecen desmedidas. Algunas firmas deberán reestructurar deudas. Otras ya lo hicieron. En cualquier caso son lo suficientemente sofisticadas para salir airosas. No son pymes. Hablamos del panel de las principales quinientas. Están habituadas a operar en los mercados internacionales. Dicen que tendrán dificultades para conseguir financiamiento y que eso redundará en menores inversiones. ¿La reticencia inversora como veto político? No sería la primera vez. La sufrió el kirchnerismo en su mejor momento, cuando el mercado interno estaba en expansión, el dólar estabilizado y había poca inflación.

Algo va quedando en claro. Ni las ponderables reestructuraciones de las deudas externa e interna, ni el muy probable acuerdo con el FMI, parecen suficientes para calmar a la economía, el objetivo primero de Guzmán. Tampoco lo consiguió el muy cauto proyecto de Presupuesto 2021, que contempla un aumento real del gasto primario de apenas el 7,6 por ciento con respecto a este año – sin las erogaciones extraordinarias por Covid-19 –. Ni siquiera el objetivo de reducir el déficit primario al 4,5 por ciento del PIB en un contexto de emergencia social. El elenco estable de la economía liberal quiere más mercado y menos política. Lo de siempre.

Por lo pronto, la decisión presidencial privilegió la visión del BCRA: si se pretende un Presupuesto 2021 sustentable, la cuestión monetaria no puede quedar afuera. La crisis que provoca la pandemia y la fuga de 86 mil millones de dólares de la era Cambiemos obligan, por más que la decisión sea antipática y piante votos. En definitiva, administrar el tipo de cambio – sea liberándolo, vendiendo reservas o regulando el mercado – es administrar el conflicto político.

De ahí la centralidad de la decisión adoptada. Trasciende la coyuntura y explica la reacción de los grupos concentrados y sus voceros. Ni qué decir de la ortodoxia más recalcitrante, para la cual el desarrollo depende casi exclusivamente del ingreso de capitales, lo que desplegaría la inversión y nos devolvería al mundo civilizado. La evidencia, va de suyo, relativiza la novela rosa liberal. La historia demuestra que esos flujos sustituyen el ahorro interno, alientan la apreciación cambiaria, obstruyen la producción de bienes transables y devienen en endeudamiento.

El gobierno de Alberto Fernández no es el primero, ni será el último, en lidiar con el dólar. Una nota de color. Ya en el ‘39, el escenario del Teatro Maipo daba cuenta del tema. El cronista comentaba: “Por lo que a los cuadros de letra se refiere, su ´leit motiv´ surge del mismo título. En ´’El dólar está cabrero’, la obsesión la constituye nuestro disminuido intercambio comercial con Estados Unidos”. Diez años después, Sofía Bozán y Marcos Caplan volvían a encabezar el elenco. La marquesina retomaba el tema: La risa es la mejor divisa. En el afiche, un hombre gordo, caracterizado como banquero o empresario, reía rodeado de monedas y billetes desparramados por el piso (1).

Desde entonces, el dólar impregna a la sociedad. Se lo suele presentar como un dispositivo exógeno que interpela a la clase política. Las descripciones livianas lo califican como “pasión de multitudes” y le adjudican el “interés de las mayorías”. Tampoco escapa a una escenificación que tiene mucho de espectáculo libertario de la manos de los Milei & Cia. Una suerte de versión actualizada del famoso “cacerolas y dólar, la lucha es una sola” que convirtió a los pequeños ahorristas en un actor político central de la protesta social luego del derrumbe de la convertibilidad.

El tema no es nada menor de cara a la gobernabilidad. El peso del dólar esta fuera de duda. En una economía abierta es central. Constituye el principal precio relativo, junto con los salarios y las tarifas. Está en todos lados. Su determinación constituye siempre una decisión política que alinea detrás de sí el modelo productivo buscado.

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(1) El dólar, historia de una moneda argentina (1930-2019), de Ariel Wilkis y Mariana Luzzi. Los especialistas en sociología del dinero ofrecen una narrativa honda, circunstanciada, específica, rica en detalles y en consecuencias, sobre la popularización del dólar en las vidas de generaciones de argentinos

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