7/15/2020

"la política estaba en otra parte”



Generación 2001: el ciclo de formación

La presencia histórica de una nueva generación de políticos que se consolidan en distintos recorridos militantes cuyo horizonte determinante fue la crisis del 2001 todavía permite reflexionar sobre horizontes comunes que persisten por su fuerza y su convicción. Primera parte.



Por Matías Cambiaggi | Ilustración: Silvia Lucero


La presencia de jóvenes que ya no lo son tanto, en los más altos puestos de gobierno y legislativos, primero durante el gobierno de Cristina Fernández y ya de forma extendida, durante el gobierno de Alberto Fernández, señala la existencia de un fenómeno interesante y particular sobre el que vale la pena adentrarse para repensar sus fundamentos:

¿Se trata de una casualidad? ¿Tiene por único objetivo una voluntad de renovación o existen fundamentos políticos particulares que aporta este colectivo? Si así fuera, ¿estamos en presencia de una generación? ¿En qué medida corresponde ubicar como sus coordenadas al año 2001?

El ciclo de formación de la generación 2001 que la Agencia Paco Urondo presenta en 3 entregas y que forma parte de un trabajo de mayor alcance, contiene fragmentos de una importante experiencia histórica, y en ese sentido, aporta algunas respuestas a estas preguntas, pero es antes que nada una oportunidad para abrir un diálogo necesario y urgente sobre el país que viene.

Derrota, traición y comienzo

“Para mí fue un cimbronazo el día posterior a la derrota de Angeloz, porque recién ahí, cuando se juntaron todos empecé a escuchar a viva voz las críticas a Angeloz. Para mí Angeloz era el mejor presidente que podíamos tener, yo era muy chico, recién empezaba a militar y para mí fue una sorpresa porque ahí me di cuenta la capacidad de simular que tenían esos hijos de puta”. Leandro Santoro, ex militante radical, en la actualidad en el Frente de Todos [1]

“2001 es el momento en donde todas estas ideas y experiencias de algún modo encuentran un punto de condensación, que abre un período muy breve, de confluencia entre los sectores medios, los trabajadores asalariados, sobre todo docentes y estatales, pero también las fábricas que empiezan a ser recuperadas y puestas a funcionar sin sus patrones”. Mariano Pacheco[2], integrante de la CTEP [3]

Lo que siguió al proyecto de la tercera gran generación, la setentista, fue la derrota. Pero no la propia, sino la del proyecto que hilvanó todo el siglo veinte hasta su derrumbe, según la clásica interpretación del historiador inglés Eric Hobsbawm.

La desaparición física y el asesinato a manos de la dictadura genocida del 76’ de buena parte de la militancia revolucionaria significó el comienzo del neoliberalismo en nuestro país, su condición necesaria y de oportunidad, su cabeza de playa para comenzar un desembarco anhelado, pero fue sólo un primer paso.

El avance sin límites del neoliberalismo, llegó más tarde, recién durante los noventa.

El requisito previo consistió no sólo en la evidente derrota del socialismo realmente existente en sus propios términos y por sus propios límites, sino, sobre todo, el espectáculo masivo de su caída, la televisación de su derrumbe en 1989, bajo la escenografía de un muro de Berlín ya sin su densidad histórica, cayendo a pedazos, a manos de una sociedad armada apenas con martillos.

En el mundo entero, comenzaba un tiempo de retroceso sin límites para las ideas de soberanía o redistribución del excedente social, por más módicas que pudieran parecer, y nuestra región, lejos de ser una excepción, se constituyó como uno de los territorios en donde esta situación mayor profundidad alcanzó. Hasta las victorias militares e ideológicas del sandinismo o el Frente Farabundo Martí, en Nicaragua y El Salvador debieron pagar por la nueva coyuntura, retrocediendo posiciones, a pesar incluso de haber ganado sus guerras, a la espera de momentos más propicios.

Sin guerras de por medio, la misma suerte de retroceso, en relación a los fundamentos que los llevaron a la gestión del Estado, corrieron las coaliciones populares que llegaron al gobierno a través de las urnas.

Comenzaba de este modo, el tiempo del despliegue imperial. El avance sin restricciones del nuevo hegemón y su construcción de un Nuevo Orden Mundial, sin competidores, y ahora capaz de imponer modelos económicos y políticos, determinando la clase de democracia que los demás países deberían llevar adelante bajo la amenaza de ser juzgados, en caso de resistirse, como regímenes totalitarios.

En nuestro país -como en toda la región- la rendición por agotamiento de la dirigencia política llegó en medio de esta coyuntura internacional, a la que se sumaron como otras cargas, el endeudamiento impagable y los golpes de mercado devenidos en hiperinflación, ambos alentados por los países centrales y en especial por los Estados Unidos de Norte América con su notable efecto aleccionador.

La asunción a finales de 1989 del gobierno peronista, después de una campaña en la que su candidato había prometido la "revolución productiva" y el "salariazo" fue una demostración transparente de esta derrota. Al mismo tiempo que un hecho histórico de carácter trascendente que devino luego, condición de posibilidad para la aplicación de un plan ortodoxo de ajuste, avalado por la casi totalidad de la dirigencia política, y que tuvo como alguno de sus aspectos más notorios, las privatizaciones y el alineamiento automático a Estados Unidos, como dos de sus pilares, y fundamento de otros conceptos conocidos, tales como “modernización”, “entrar al mundo”, “mérito personal” o el “derrame” de los exitosos.

Esta verdadera “revolución conservadora”, lejos de constituir una fatalidad histórica o de poder explicarse sólo por sus características externas, fue, ante todo, un proceso en el que se aunaron diversos factores, pero que encontró específicamente en el ámbito local, su aspecto estratégico. 

Ese hecho determinante fue el quiebre de la identidad política e ideológica del peronismo, bajo su formato político y sindical y su consecuencia más significativa, la desorientación de los sectores populares, y la ausencia de un dispositivo reconocible a través del cual dar la pelea contra aquel modelo de sociedad tan distinto al que habían votado.

Siguió a partir de allí el desbande social y con él, el avance arrollador de un neoliberalismo local, más dogmático incluso que el de sus creadores.

“Entrar al mundo” se volvió la nueva utopía pertinente a la cual debía regarse con los relatos posmodernos del fin de la historia, de las ideologías, y con la tipología de un nuevo ciudadano solo y domesticado, en reemplazo de otras imágenes de raíz comunitaria, como la de pueblo.

Pero existía en la “razón neoliberal” una capacidad aún más trascedente que la de presentarse como la encarnación de un futuro de prosperidad, y fue/es, su fortaleza en el terreno de la construcción del sentido común. En particular, su capacidad, a pesar de todos sus fracasos, de convencer al conjunto social sobre la inexistencia de alternativas, y bajo la amenaza de desastres aún mayores.

De este modo, logró en primer lugar, desterrar la pertinencia, incluso en ámbitos académicos, del pensamiento que hundía sus raíces en el socialismo bajo sus formas conocidas o renovadas como horizonte utópico; pero dio un importante paso más, cuando descartó del mismo modo, el modelo del Estado de bienestar como alternativa cierta, argumentando su fracaso a partir de sus propios límites, asimilándolo a la imagen de un Estado tonto y sobredimensionado, insostenible por sus costos, inepto en su funcionamiento y como una carga innecesaria para los ciudadanos que lo pagan con sus impuestos, y que cada vez en mayor medida, se asumen antes como individuos que como comunidad.

Imágenes todas tan presentes aún en nuestro colectivo social, en diversos grados y momentos, como capas del sentido común, no abandonadas nunca del todo, a pesar de todas las evidencias acumuladas en su contra. A veces en carne viva, en tiempos de bonanza, otras apenas escondidas u olvidadas, como durante las crisis, cuando el Estado y la comunidad se vuelven indispensables.

Bajo estas condiciones de retroceso y dispersión social es cuando comienza el largo ciclo de formación de la generación de 2001.

Derrota y repliegue (90-93)

El proceso de contestación social que nace a partir de la ejecución del modelo de ajuste llevado adelante por el gobierno peronista de Carlos Menem, tiene por luchas paradigmáticas del período, las grandes huelgas y movilizaciones de ferroviarios y telefónicos de 1991 y 1992, contra las privatizaciones y los despidos que se anunciaban como deseables para el conjunto del pueblo por sus beneficios modernizadores.

Estos conflictos, llevados adelante por gremios importantes y de gran tradición, luego de un importante proceso de participación de los afiliados, que incluyeron asambleas en estadios de fútbol entre otras acciones, se deciden en derrota completa y sin atenuantes y dieron no sólo el tono del desbande momentáneo, sino que, con más profundidad, señalaron el quiebre histórico más importante para entender el proceso que se abriría.

Tas el fracaso de dichas huelgas, la derrota ofreció un importante contraste para tomar nota de una nueva realidad del movimiento obrero, tanto por su alineamiento patronal, como por su pérdida de capacidad para articular a otros sectores de la sociedad detrás suyo, como había ocurrido en nuestro país a lo largo de toda la historia moderna.

El mundo popular en su conjunto había cambiado su composición de forma dramática desde los comienzos de la dictadura, cambiando su tradicional homogeneidad relativa por creciente estratificación, fragmentación y heterogeneidad, horadando de esta forma, la imagen de la columna vertebral, emblema del movimiento popular más importante de nuestra historia.

El devenir de ese proceso, verificado tras las derrotas obreras del comienzo de la década, alentó las lecturas más pesimistas en amplias capas del movimiento popular, la pérdida de esperanzas en la posibilidad de cualquier proceso de contestación, y, en definitiva, el desbande que para algunos y algunas se transformó en repliegue que intentó barajar y dar de nuevo y para otros y otras en exilio sin perspectivas de retorno.

Expresiones representativas de esta etapa de repliegue, pero también de nuevas búsquedas, fueron, por ejemplo. la aparición del Condon Clú, organizado desde sus comienzos por militantes de la juventud peronista vinculados con la tradición setentista que buscaban formas alternativas de intervención, junto a la búsqueda de mejores condiciones de supervivencia.

El Condon Clú no sólo fue negocio privado, sino también espacio de resistencia cultural desde una identidad popular, en donde se empezaban a juntar los jóvenes y las expresiones de la cultura popular que buscaban su lugar de existencia en un rincón marginal de la sociedad con la intención de pensar, intuir, o intentar alternativas desde el arte, ante la clausura del camino político conocido.

“Vimos lo que significaban los recitales de los Redondos en esa época, considero que era el único lugar donde los jóvenes se juntaban y se contenían, se sentían identificados con algo y se expresaban de esa manera. Entonces, esa experiencia se vuelve un punto de inflexión. En ese momento usamos las redes sociales que había, las reales, las humanas y decidimos hacer una fiesta de rock, donde la experiencia militante jugó un papel importantísimo porque sabíamos organizar y porque utilizamos los mecanismos de comunicación que en ese momento se utilizaban para hacer campaña electoral con frases así: “Se viene la fiesta”, “se viene la lujuria” y esas cosas”.[4]

Otro ejemplo del comienzo de un nuevo tiempo fue el nacimiento de la Coordinadora contra la Represión Policial (CORREPI), nacida tras el asesinato de Walter Bulacio, pero como parte de un proceso que tuvo también como hecho destacado la masacre de Budge y la organización barrial que le dio forma al proceso de búsqueda de justicia.

Se trataba, para los sectores dominantes, de un profundo cambio de la hipótesis de conflicto. Tras la desaparición y derrota del sujeto revolucionario de los setenta, el nuevo sujeto capaz de inquietar el orden económico tomó la forma del piberío de los barrios más humildes.

En este contexto es que los recitales de los Redonditos de Ricota al articular a esos pibes marginados con otros de origen trabajador o incluso de sectores medios, se vuelven de una peligrosidad que algunos de los “representantes públicos” consideran extrema.

La demostración de esa combustión ocurre a partir del asesinato de Walter Bulacio y lo que sigue es el nacimiento del movimiento estudiantil secundario como nuevo actor de la etapa, aunque también renovación de una vieja tradición, como lo fue, por ejemplo, la UES[5], entre otras, dormidas desde los tiempos de la dictadura y sin despertar tampoco durante el gobierno de Alfonsín.

Se trataba, sin dudas, de una experiencia inesperada, y que por cierto marcó como un hecho fundante a buena parte de la Generación 2001, la cual es recordada por uno de sus protagonistas de este modo:

“Nuestro colegio el 17 era de los pocos que estaban organizados, antes de lo de Walter. Porque era un colegio con una tradición medio de izquierda y progresista. Me acuerdo que nos juntábamos todos los sábados para hacer actividades y que un día hasta echamos a Dé la Rúa que estaba de campaña y se le ocurrió venir a nuestro colegio porque hacíamos una actividad de "La noche de los lápices". Pero bueno todo eso cuando fue lo de Walter se volvió masivo y se empezaron a organizar muchos colegios más. 

A Walter lo matan un sábado y el martes se organiza una asamblea en la escuela de Walter a la que nosotros fuimos como centro de estudiantes y me acuerdo que éramos como cien personas de distintas escuelas. Del 17 habremos ido doce. Poco tiempo después en las marchas ya éramos miles y todo muy combativo.

Walter fue el mártir de los secundarios, fue muy fuerte como marcó”.[6]

Prácticas políticas expulsivas, represión, entrega y gatillo fácil constituían las coordenadas del tiempo particular en el que la nueva generación de jóvenes comenzaba a dar sus primeros pasos en el espacio público a contramano de las expectativas de quienes debían acompañarlos, y sin embargo, fortalecían prácticas perfeccionadas en el arte de impedir la organización a la cual veían como un problema para profundizar sus propios negocios derivados del ejercicio corrompido de la política. ¿Pero esta juventud renunciaba a la política en su sentido más profundo? ¿Se renunciaba a la calle, el festejo, la disputa de sentido?

Las experiencias sociales reseñadas indicaban todo lo contrario, aunque muchos no se dieran por enterados, porque para hacerlo era preciso antes salir del camino trazado. “La política estaba en otra parte”, la afirmación de Hernán Echague en relación a un fenómeno posterior no podía ser más precisa. Aunque aún se manifestaba de forma incipiente.

[1]Entrevistado por el autor.
[2]Entrevistado por el autor
[3]Confederación de los Trabajadores de la Economía Popular.
[4]Marcia Amoroso, fundadora junto a Jorge Pizarro del Condon Clú y Ave Porco, entrevistada por Pascual Calichio para el número 3 de la Revista Colonia Vela, 2012.
[5]Unión de Estudiantes Secundarios
[6]Luis Iramaín, entrevistado por el autor para El Aguante. Editorial Marea 2015.

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El surgimiento de nuevos movimientos sociales y organizaciones estudiantiles universitarias durante este período actualizó debates políticos inconclusos revitalizando la praxis política como resistencia a la ola regresiva. Segunda Parte. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y DÓNDE ESTÁ AHORA LA POLÍTICA ?
Macri : Una Insoportable Exhibición de Impunidad .
Aquí y en Paraguay también.
ACABEMOS CON SUS PRIVILEGIOS !