Cuando dejamos de ahorrar – Por Sebastián Plut
Plut propone como tesis de análisis, y como punto de partida también, la posible continuidad entre el 2001 y el presente que quizá eche alguna luz sobre la retórica que hoy prevalece en la oposición y que trascendió el capítulo económico.
Por Sebastián Plut *
(para La Tecl@ Eñe)
Un punto de partida
Dos variables pueden dificultar y a la vez enriquecer el pensamiento historiográfico. Quienes nos interesamos por los enigmáticos nexos entre los hechos y la temporalidad, nunca deducimos bien cuándo comenzó una historia y, a su vez, sabemos que no hay una historia sino varias en superposición.
El primer factor conduce a un cierto ejercicio de arbitrariedad, establecer un punto de partida, pero que en nada funge necesariamente como capricho infundado. Más bien se trata de una decisión argumentada, que combina exigencia metodológica y economía de espacio. En cuanto a la multiplicidad de historias, no me refiero aquí a que cada uno tiene su versión o interpretación (cosa que también tiene importancia) sino al palimpsesto que resulta de la convergencia de vivencias singulares, tradiciones familiares, trayectorias colectivas y, por qué no, derivas filogenéticas.
Agreguemos un escollo adicional. Solemos buscar determinaciones y resonancias simbólicas, aunque al mismo tiempo afirmamos cierta injerencia del azar en los acontecimientos. Por caso, ¿fue solo una contingencia que la primera camada que ya no debió hacer el servicio militar obligatorio fuera la de aquellos muchachos nacidos en 1976?
La elección de cierta isotopía contribuye a nuestra toma de decisión para marcar en color un momento determinado de la escala cronológica: el 2001. Nuestro marcador no pretende ser el non plus ultra de la subjetividad implicada en nuestro título, Cuando dejamos de ahorrar. En efecto, el cuarto de siglo previo, por caso, reunió en una serie al Rodrigazo, la dictadura cívico-militar, la hiperinflación y el desempleo menemista.
Sin embargo, lo que aquí me interesa subrayar es una cierta continuidad entre aquel 2001 y el presente, sin debatir si el hito que indicamos como inicio fue el punto de partida, un catalizador o un detonante ya prefigurado mucho tiempo atrás. Una continuidad, decía, que quizá echa alguna luz sobre la retórica que hoy prevalece en la oposición y que trascendió el capítulo económico.
Mi tesis, pues, es la siguiente: a partir del Corralito, como trauma social, fue cuando dejamos de ahorrar, y la subjetividad que vino en su reemplazo permite comprender la lógica del discurso de un conjunto de políticos, periodistas y ciudadanos que actualmente se localizan en la oposición al Gobierno Nacional.
Daré un ejemplo que solo luego se comprenderá. Un consultor preguntó si los “cansados, estresados, aburridos y angustiados por la cuarentena se sentirían más aliviados si en lugar de 1000 muertos tuviéramos 20.000”. A ello, la periodista Silvia Mercado respondió: “La verdad que sí. Encontraríamos más sentido a las restricciones”.
Cuando dejamos de ahorrar
No está de más reiterar que el evento destacado (2001) no se pretende como punto absoluto de partida ni desconoce una trama de determinaciones que, incluso, exceden la realidad nacional, pero sí configuró un suceso cuya potencia facilitó el contagio del pensamiento especulador, que ya no fue patrimonio de sus representantes y beneficiarios, sino que se hizo carne en gran parte de la población. Aquel tipo de pensamiento, además, no solo se trasladó a sujetos que no participan de las actividades que le son propias, sino que también desbordó su cosmovisión sobre las representaciones, las percepciones y los afectos ligados a temas que nada tendrían que ver con el dinero. Algo similar describió Lewkowicz (Sucesos argentinos, Ed. Paidós, 2002) cuando aludió a la mutación ontológica del dinero por la cual el término ahorro resulta anacrónico.
Cuando dejamos de ahorrar, y el sentido del dinero se trastocó hacia la especulación, nuestras vidas también se transformaron. Así, se perdió el criterio para decidir qué, cuándo, por qué y cuánto dar o ceder; se disipó la decisión que permite identificar lo que debe salir de mí. El sujeto especulador ya no posee la riqueza simbólica que era posible en tiempos del ahorro. Los proyectos dejaron lugar a la urgencia y el futuro se tornó puro presente. El argumento basado en hechos y razonado según nexos causales fue reemplazado por la inconsistencia verbal y una reificación indiferente; la esperanza autoconservativa sucumbió ante la euforia mortífera.
Resulta notable que un sujeto afirme “tengo un ahorro por cualquier emergencia” y cuando hoy se presenta esa emergencia no esté dispuesto en absoluto a disponer de aquel ahorro tal como estaba presuntamente previsto. Cuando aprendimos que “el ahorro es la base de la fortuna” o que “mis ahorros son el fruto de una vida de trabajo”, entendimos que en tales frases había una referencia a una temporalidad necesaria, un criterio progresivo y un nexo irreductible con la actividad productiva. Nada de ello quedó preservado cuando el ideal rector se degradó hacia la pura ganancia y el dinero ya dejó de ser un medio para un fin, y devino en un fin en sí mismo. La cosmovisión así desarrollada no es más que la mascarada que encubre ciclos crecientes de agonía y expansivos estados de desvitalización, para las economías y para un cada vez mayor número de sujetos. También Le Goff, en su brillante historia de la usura (La bolsa y la vida, Ed. Gedisa, 1987) describió el sentido que adquiere el dinero cuando ingresa en dicho circuito. Se podrá decir, más bien, la falta de sentido que cobra la moneda, en tanto el cansancio y una temporalidad que carece de cualidad resultan sus rasgos salientes. No por azar, en lengua francesa desgaste físico se dice usure physique.
El mercado de frases
Dijimos previamente que se trata de una cosmovisión, de un tipo de pensamiento que está presente no solo en los jugadores que ganan sino también en quienes pierden e, incluso, en quienes ni siquiera participan de ese universo pero que, sin duda, padecen sus consecuencias aun cuando no lo adviertan.
¿Por qué hay quienes podrían comprender el sentido de la cuarentena solo si hubiera miles de muertos más? Dejemos de lado la intencionada y hostil indiferencia de quien piensa de ese modo. Si el razonamiento nos indica que la cuarentena es para que haya un número bajo de afectados, decretar la restricción solo cuando ya hubiera decenas de miles de muertos supone un tipo de pensamiento incapaz de anticipar y evitar. La prevención es para intentar que no suceda lo que podría ocurrir y esta lógica no resulta accesible para la cosmovisión especuladora. En esta última, pues, se accede al sentido únicamente ante una catástrofe en que el riesgo ya se hizo evidente por su consumación. Como describió Canetti (Masa y poder, Ed. De Bolisllo, 1960), se trata de la “voluptuosidad del incremento numérico”. Tal conducta podría conducir, por ejemplo, a que el asociado de una empresa de medicina prepaga sienta que si se enferma más podrá dar sentido a la cuota que abona mensualmente. No es otra cosa que la versión más perversa del llamado sesgo de confirmación: “Yo pienso que la cuarentena no es necesaria. Observo que hay pocos muertos. Por lo tanto, la cuarentena no es necesaria”.
La pérdida del valor simbólico, de la argumentación y de los nexos causales, entre otros de los rasgos que ya mencionamos, quizá sea lo que permita comprender que un número no menor de ciudadanos se hubiera conformado con las explicaciones que en su momento diera Macri sobre la crisis: “pasaron cosas”, “hubo una tormenta”, etc. Recientemente, tuvo amplia difusión una entrevista a Patricia Bullrich a quien un periodista le dijo que un infectólogo sabía más y ella vociferó: “¿Qué importa que sepa más?”. No cuesta mucho advertir que no se trata sencillamente de una diferencia ideológica, o de dos argumentos que se contraponen, sino que se trata de dos lógicas diversas que difícilmente puedan encontrarse en un debate. En efecto, la ex Ministra no propuso un saber contra otro saber, sino la desestimación del saber en sí mismo.
Un ejercicio ilustrativo es el siguiente: escuche o lea una nota periodística, luego elimine los adjetivos expresados (y, quizá, algunos adverbios también) y pregúntese si sigue entendiendo lo mismo que creyó entender previamente. Verá que, sin duda, encontrará un sentido totalmente diferente o, peor aún, hallará que lo dicho carece por completo de sentido. Cuando juzgamos positiva o negativamente algo, la condición es que ese algo exista, aunque muchos sujetos opositores, precisamente, juzgan como bueno o malo con prescindencia de lo que existe o no. Es para eso, justamente, que exacerban sus adjetivos, pues estos términos hacen creer que se habla de un hecho aunque, en rigor, ese hecho no exista.
Para terminar
Cuando Jauretche evidenció que el consumidor iba a comprar al almacén con el “manual del perfecto comprador” escrito por el almacenero, creo que no solo exhibió la posición de sometimiento del comprador. Intuyo que también advirtió la presencia de un enigmático beneficio, el alivio que muchos pueden sentir al desistir del trabajo psíquico de pensar. Esto es, ¿de qué recursos psíquicos es necesario prescindir para crear mensajes como “infectadura” o “comunismo”, y qué mismos recursos es preciso suspender para “comprarlos”?
Cuando el dinero es solo dinero, se gane, se pierda o ni siquiera se tenga; cuando no hay otro razonamiento que la ganancia y solo resta la existencia de un único significante; cuando ya no hay temporalidad ni nexos causales, todo aquello que culturalmente consideramos valioso, como la historia, la profundidad y la solidaridad, resulta desestimado.
Una última anotación. En diversas organizaciones, que se encuentran con dificultades para pagar los salarios, ante el malestar expresado por los trabajadores, escuché a directivos decir: “Que agradezcan que aun cobran el sueldo”. Me consta que, efectivamente, la dificultad para pagar es real, pero ¿por qué no poder escuchar el sufrimiento? ¿Por qué deberían agradecer si la contribución de los empleados es su trabajo? ¿Qué criterios se pierden al sostener esa exhortación?
Nuevamente, nada queda en esas mentes de la historia, la solidaridad y la profundidad, pues cuando reina la especulación, cuando el dinero es solo dinero, ya no hay lugar para el pensamiento, ni para las necesidades ni los deseos de cada quien.
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(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Profesor Titular de la Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (UCES). Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).
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