El porvenir es largo
memorias del filósofo Louis Althusser
“¡He estrangulado a Hélène!”
El domingo 16 de noviembre de 1980, en su departamento de París, el filósofo Louis Althusser estranguló a su esposa, Hélène. Pocos meses después, el tribunal concedió al filósofo el beneficio de la sentencia de “No ha lugar”, liberándolo de culpa a causa de sus graves trastornos síquicos. Althusser no pudo, pues, ni siquiera intentar una explicación: fue sepultado, sin más, bajo la losa sepulcral del silencio. Años después, ya liberado del encierro en hospitales psiquiátricos, pudo escribir, en 1986, el impresionante testimonio de su vida y de su crimen, publicado póstumamente- murió en 1990- con el título que él mismo eligió: El porvenir es largo.

¿Qué puede ser peor, el juicio público, la defensa pública, la sentencia por un tiempo preciso -durante el cual se considera que el criminal “paga su deuda” con la sociedad-, o el silencio total bajo la losa del no ha lugar? Es lo que Althusser se interroga en las páginas iniciales de su libro. El criminal sicópata, cercenado de todo derecho a voz, aislado por tiempo indefinido en un pabellón para locos, desaparece, literalmente, de la vida pública. Restringido su derecho a visitas, al contacto con abogados, con parientes, con colegas, reducido a la rutina de los médicos y los enfermeros, el criminal beneficiado por el no ha lugar no tiene manera de restablecer su contacto con la realidad, salvo el difícil camino de la recuperación de su bienestar síquico en un ambiente que no lo favorece, sino todo lo contrario, y, aun, expuesto a que los médicos tratantes reconozcan -o no- su eventual mejoría.
Nada de esto justifica, por cierto, el crimen, y el primero en saberlo es Althusser, tremendamente consciente -a posteriori- del hecho atroz de haber dado muerte a la mujer que amaba por sobre todas las cosas, su nexo más fuerte con ]a realidad, su impulso más decisivo para toda su carrera de filósofo y profesor. Por lo mismo es tan fuerte la voluntad expresiva de A]thusser, en busca no de una justificación, no de la legitimación de su asesinato, sino de la explicación de las circunstancias -dolorosas, crueles, terribles- que permitieron que se cometiera. De paso. en un autoanálisis que deslumbra por su claridad y por su falta de complacencia consigo mismo, Althusser pasa revista a todos aquellos sucesos que lo marcaron y estructuraron su personalidad. Parte de ello lo constituye su singular trayectoria filosófica, que lo levantó como uno de los más importantes pensadores marxistas del siglo.
Fantasmas de la infancia

Hélène, la desesperada
Al regreso del campo de concentración, ya militante del Partido Comunista Francés (PCF) e iniciado en los estudios superiores, Althusser conoció a Héléne, mujer ocho años mayor que él y, si cabe, aún más desesperada. Su madre esperaba un hijo y, en lugar de él, se encontró a una niña morena y fea a la que odió hasta su muerte. A los 12 años, el padre de Hélène enfermó de cáncer y ella lo cuidó. Cuando llegó el momento de la agonía teminal, el médico solicitó a la hija que fuera ella quien administrara la dosis de mortina que le traería el definitivo descanso. Un año después, la misma situación se repitió con la madre que la odiaba. Durante la segunda guerra mundial, todos los amigos de Hélène, comunistas como ella, fueron apresados y fusilados por los nazis. Al término del conflicto, Hélène, perdidos los lazos con el partido y en medio de la más absoluta miseria, reflejaba en su rostro todo el dolor de una existencia marcada por la muerte y la desgracia. El impulso irrefrenab]e de Louis fue de salvarla a corno diera lugar, de su pobreza, de su aislamiento, de su fama de mujer con un terrible carácter. Que Althusser la amó, no cabe duda. A su manera, claro, con sus neurosis a cuestas, con su afán de mantener reservas, de dinero, de alimentos, de libros; pero también de amigos y de mujeres, para prevenir la horrible posibilidad de que Hélène lo abandonara y lo devolviera, una vez más, a la soledad que lo cercaba desde niño.
Filósofo y político

Sus relaciones con el marxismo canónico y el Partido Comunista Francés nunca fueron buenas. Sus puntos de vista, bastante poco ortodoxos, desembocaron en una lectura de Marx que pretendía restituirlo al propio rigor de su pensamiento, desechando sus incongruencias y pensando lo que debió haber pensado sobre sus propios supuestos. Borraba así de un plumazo las interpretaciones literales de Marx, la lectura reverencial y el apego a la letra, así como la tradición soviética y estalinista. Nunca renunció, ni en la etapa más tardía de su vida, a sus postulados, a su afirmación del valor del materialismo, a la utopía de arribar, alguna vez, a una sociedad en la que no existan relaciones mercantiles. Pero su opinión acerca de la Unión Soviética y de los socialismos reales, aun antes de su estrepitosa caída, era durísima. Para Althusser, la transición del capitalismo al socialismo vía socialismo de Estado -el modelo que se puso en marcha en la Unión Soviética y sus satélites- era, simplemente, mierda, un río de mierda. Respecto del PCF, a pesar de reconocer que no había una mejor escuela para la formación intelectual y práctica de militantes dedicados a la consecución del objetivo de luchar por una sociedad sin clases, le enrostra no sólo corrupción, burocratismo y dogmatismo, sino también lo acusa de traición a quienes se debía en primer lugar, los proletarios. Traición durante la segunda guerra mundial, por un equivocado alineamiento con la política de pactos de Stalin; y traición durante los sucesos de mayo de 1968, cuando el temor a las masas soliviantadas e izquierdizantes llevó al PCF, según Althusser, a renunciar al triunfo en una situación que sólo cabía definir como revolucionaria.
En suma, se trata de la notable aventura mental y política de un inlelectual metido de lleno en la historia de su época. Althusser opina largamente acerca de las figuras del pensamiento francés contemporáneo –Sartre, Derrida. Merleau-Ponty, Foucault-, de los dirigentes del PCF, de los sucesos de mayo de 1968, de la política del partido. No es preciso, ni mucho menos. compartir sus tesis para acompañarlo en un recorrido que deslumbra por su claridad y rigor, por la generosidad de su pensamiento y el respeto de Althusser por el pensamiento de otros. Como señala en el libro, “aunque se crea y se diga de derechas, eso me da igual, me interesa todo pensamiento cuando no se contenta con palabras, cuando atraviesa la capa ideológica que nos aplasta para llegar, como por un contacto físico material (una modalidad más de la existencia del cuerpo), a la realidad totalmente desnuda”.
Los hechos
Toda la polémica trayectoria de este filósofo. gran formador de intelectuales y creador de su propia escuela de pensamiento, pareció romperse en ese domingo de otoño de 1980.

“En esta ocasión, el masaje es en la parte delantera de su cuello. Apoyo los dos pulgares en el hueco de la carne que bordea lo alto del esternón y voy llegando lentamente, un pulgar hacia la derecha, otro un poco sesgado hacia la izquierda, hasta la zona más dura encima de las orejas. El masaje es en V. Siento una gran fatiga muscular en los antebrazos: en verdad, dar masajes siempre me produce dolor en el antebrazo.
“La cara de Hélène está inmóvil y serena, sus ojos abiertos. miran al techo.
“Y, de repente, me sacude el terror: sus ojos están interminablemente fijos y, sobre todo, la punta de la lengua reposa, insólita y apacible, entre sus dientes y labios.
“Ciertamente, ya había visto muertos, pero en mi vida había visto el rostro de una estrangulada. Y, no obstante, sé que es una estrangulada. Pero, ¿cómo? Me levanto y grito: ¡He estrangulado a Hélène!”.
El filósofo se hundió entonces en una larga noche de delirio, de la que emergió definitivamente al cabo de tres torturantes años. La suma de imponderables -su alterado estado síquico, el encierro en su infierno de a dos, la pasividad de la misma Hélène y los impulsos autodestructivos que perseguían a ambos- se combinaron en el momento preciso para desencadenar la tragedia. Y, sin embargo. Althusser, en principio condenado a la losa sepulcral del silencio en hospitales siquiátricos de por vida, pudo sobreponerse y escribir el asombroso, lúcido y bello testimonio que da cuenta a la vez de su desgracia, de su locura y de su esperanza.
Epílogo
El caso Althusser levantó inmediatas polémicas. Algunos se portaron con decencia; otros aprovecharon la oportunidad de pasarle la cuenta a un filósofo marxista responsable de la formación de varias generaciones de profesores y filósofos, estableciendo igualdades del tipo marxismo=crimen, filosofía=locura.
Mientras tanto, en sucesivos hospitales siquiátricos -el de Sante Anne, del Estado; el de Soissy, privado-, Althusser daba una prueba más de su excepcional capacidad de sobreponerse a la muerte, a la muerte que lo perseguía desde niño con el fantasma de su tío Louis, y concretada finalmente en la muerte de la única persona que creía realmente en su existencia, la única persona, en definitiva, que lo hacía existir: Hélène, y por sus propias manos.
“Creo haber aprendido -escribió al final del libro- qué es amar: ser capaz, no de tomar iniciativas de sobrepuja sobre uno mismo y de ‘exageración’, sino de estar atento al otro, respetar sus deseos y sus ritmos, no pedir nada pero aprender a recibir, y recibir cada don como una sorpresa de la vida, y ser capaz, sin ninguna pretensión, tanto del mismo don como de la sorpresa para el otro, sin vìolentarlo en lo más mínimo”.
Lección aparentemente simple, que, sin embargo, le costó a Althusser la pérdida más grande posible. Al cabo, pudo decir que “la vida puede aún, a pesar de sus dramas, ser bella. Tengo sesenta y siete años, pero al fin me siento, yo que no tuve juventud porque no fui querido por mí mismo, me siento joven c:omo nunca, incluso si la historia debe acabarse pronto.
Sí. el porvenir es largo”.
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