Pablo Papini

Teniendo Alberto Fernández dominado el frente sanitario aunque nunca conviene relajarse, y con el debate económico también bajo control, porque el rival que enfrenta ahí es la timidez propia y no la oposición, que sostiene recetas a las que la mayoría de la sociedad ya les ha bajado el pulgar, asistimos en estas semanas a un revival de discursos que han quedado viejísimos y que, por eso mismo, levantan muy escaso eco entre la ciudadanía. Lo más antagónico al gobierno nacional que puede encontrarse hoy en el debate público argentino se quedó en 2012. Es poco probable que tengan éxito en cosechar adhesiones simulando pelear por la división de poderes o por la libertad de expresión. Hay otras urgencias, y ni jueces, ni periodistas, ni legisladores neoliberales pusieron la cara por los que la vienen pasando muy mal desde 2015 tras haber defendido aquellos valores.

El dogmatismo al que se aferra el pensamiento que inspirara al anterior oficialismo parece a prueba de huracanes como el que a esta hora barre con todas las certezas pre-pandemia. Mientras el Financial Times y el FMI revisan posiciones, las solicitadas que claman por la libertad de mercado que ante la primera de cambio se quedó sin respuestas tienen la virtud de identificar bien el peligro que corren sus basamentos, que efectivamente se derriten ante el avance del Estado, que probó ser lo único capaz –y a duras penas- de darle batalla al COVID-19. Pero, asimismo, esas quejas carecen del más mínimo sentido de la oportunidad en un mundo en que sus exponentes son, al mismo tiempo, los que por lejos mayor cantidad de cadáveres vienen apilando, sin que ello haya servido para evitar la debacle ecónomica, que no depende de cuarentenas.

Así, es absolutamente lógico que la suerte del impuesto a las grandes fortunas se esté jugando en tribunales. No porque el presidente del máximo tribunal del país, Carlos Rosenkrantz, sea en realidad un delegado de los ricos en el poder judicial. No se trata de una cuestión personal sino del comportamiento de casta que, al margen de sus ocasionales integrantes, caracteriza a la mal llamada justicia. Que nunca ha perdido su condición de última frontera de los privilegios, inteligencia bajo la cual fue diseñada cuando hubo que resignarse al ingreso por vía parlamentaria de los pueblos a las decisiones estatales. Cuesta creer que no adviertan (¿o no les interese?) que ante el peligro del nuevo coronavirus pueden llegar a quedar muy en off-side.

Idéntico proceso de desconexión con la realidad afecta al intransigente sector mayoritario de la oposición, que por tal particularidad se impone en todas las discusiones internas frente al ala blanda. Pero en un marco en el que la cuestión pasa menos por lo legislativo, y siendo que quienes gestionan están en sintonía con el Presidente, no consiguen más que desempeños televisivos recordables (por lo patético). Por otro lado, esta repentina preocupación cambiemista por la calidad parlamentaria necesitaría, para tener suceso, que los más atentos olviden muchas cosas.

Por ejemplo, que 2018, año no electoral, fue por dicha cualidad el peor ciclo parlamentario desde el retorno de la democracia: nunca menos leyes sancionadas ni tan pocas sesiones, aún de comisión (por caso, la de asuntos jubilatorios no se reunió ni una vez en doce meses). O que el presidente anterior, alguna vez, a través de un DNU modificó o derogó centenares de leyes de un solo saque. Igual vía utilizó para meter a familiares, socios y amigos en el blanqueo de 2016, lo que un segmento de la oposición de entonces negó a cambio de dar su acuerdo a aquella ley. Peor todavía, un decreto simple sirvió para designar dos miembros de Corte Suprema, hecho inédito, a lo que CFK, usualmente tratada de dictadora, se negó en su epílogo. Ni hablar de que se está renegociando con el FMI un pacto que jamás pasó por el Congreso ni para dar las buenas tardes.

Una vocación institucional tan poco creíble como la que agitan por las pymes los que decían que si esas empresas no podían adaptarse a la economía neoliberal merecían desaparecer; y que tuvieron 3 de 4 años de recesión, record de inflación post-hiper y entre 300 y 600% de devaluación (según se quiera tomar el dólar blue o el oficial) pese a más de u$s 100 mil millones de deuda.

Todo este cuadro, al que podrían agregarse sus victorias pre-pandemia en la polémica por el fin de las jubilaciones de privilegio de los jueces y contra la agresión rural, debería terminar de convencer a Fernández de que no hay con quien bailar el tango de la concordia y sí margen para acelerar.