4/20/2020

la reproducción infinita del capital



El primer gran desafío al que nos enfrentamos es reconstruir el Estado bajo las premisas de su responsabilidad social abriendo de forma universal el acceso a la salud; pero también cuestionando en los hechos la desigualdad estructural junto a la financiarización predominante en la lógica de acumulación del capital en su etapa neoliberal.


Por Ricardo Forster*
(para La Tecl@ Eñe)



Los días de la cuarentena se suceden, se van estirando hacia un cierre que se vuelve lejano y etéreo. ¿Monotonía? Si y no. Toda repetición tiene un sabor monótono pero también tiene algo propio, único y reconfortante allí donde los rituales se van convirtiendo en un descubrimiento de otros modos de la cotidianidad por completo diferentes a los que solíamos transitar. Cambia el modo de cocinar y de comer, cambian las conversaciones en la mesa, cambian los roles antes tan fijos y que sólo se modificaban en días especiales, cambia nuestra percepción del tiempo e, incluso, de aquello que es útil o inútil, se difumina la idea misma del ocio hasta abrirnos a una interrogación crítica de nuestras largas y extenuantes jornadas de trabajo. Cambian las lecturas, sus características, la manera como nos impregnan cuando no hay otra cosa que las interrumpa salvo el propio deseo de cambiar de actividad o de juego. El silencio nos acompaña como nunca antes. Y bajo su omnipresencia la música adquiere otra sonoridad. Cambian los olores de la ciudad, regresan los pájaros y las mariposas, se agazapan las ratas descubriendo que algo insólito está ocurriendo. Cambia el brillo del sol y el azul del cielo que nos ofrece una transparencia que desconocíamos y la noche se hace todavía más silenciosa y distendida. Cambian nuestras angustias, las maneras de abordarlas, las conversaciones íntimas. Cambian nuestros modos de ser padres o hijos. Cambia nuestra corporalidad que se adapta al enclaustramiento y busca sus estrategias para no derrumbarse. Cambian los vínculos de las parejas desacostumbradas a compartir las 24 horas del día, como si no hubiera ningún lugar para la intimidad o la soledad. Incluso cambia nuestra relación con la enfermedad o la muerte. También nos recorren inquietudes y miedos, preguntas inconclusas y respuestas que se agotan una vez pronunciadas. Pocas veces alcanzamos a tener una conciencia más acabada de la desigualdad social, de los privilegios que nos permiten sostener una cuarentena que deja lugar para las angustias del alma porque no tiene que preocuparse por las de la pobreza, el hacinamiento y la falta de comida. Donde la transversalidad nos iguala es en dos aspectos: la fragilidad ante el virus que todos compartimos y la violencia de género que no reconoce pertenencias sociales. Nunca resultó más difícil ponerse en el lugar del otro allí donde el distanciamiento social obligatorio multiplica las diferencias y las injusticias estructurales del sistema. La cuarentena, si bien es silenciosa, está cargada de significaciones de clase, culturales, económicas, del deseo, raciales, de género, de la memoria. La transitamos reencontrándonos con espectros de nuestro pasado, viajando en el tiempo de una memoria que se elastiza allí donde no hay nada que la interfiera en su trabajo rememorativo.

Pocas oportunidades se nos ofrecen como esta para recorrer de otro modo la travesía de nuestras vidas. No hay apuro. Nada ni nadie nos apura. No tenemos que ir a ningún lado. Estamos solos con nuestros fantasmas. La maquinaria se detuvo y nosotros con ella. Una oportunidad para entender cómo funciona el capitalismo en el momento en el que paradójicamente deja de funcionar. Los velos se corrieron. La omnipotencia de un sistema que creía haber alcanzado la inmortalidad pero que quedó desnudo ante un virus microscópico que fue penetrando en todos sus poros hasta frenar su impulso irrefrenable hacia la reproducción infinita de sí mismo. Eso también nos muestra la cuarentena. Que se pueden cambiar los hábitos de consumo; que la “sociedad del riesgo” es una enorme mentira en la que los meritócratas tienen garantías de éxito asegurado mientras el funcionamiento de la maquinaría no se detenga. Que la globalización multiplica la fortuna de unos pocos junto con la proliferación de una espiral pandémica que es facilitada por las mismas redes que favorecen el enriquecimiento de esos pocos. Nada más perturbador para el sujeto de estos tiempos inquietantes que la presencia sin mediaciones de lo real del sistema. Cómo no recordar, en estos días oscuros, las palabras finales de Kurz en El corazón de las tinieblas: “¡El horror! ¡El horror!”. Claro que quien supuestamente escucha la respuesta, la esposa angustiada que quiere saber cuáles fueron las últimas palabras que balbuceó antes de morir, es piadosamente engañada por Marlowe que le dice: “pronunció su nombre”. Como si ni siquiera en el instante del final se pudiera soportar la cruda realidad, el núcleo verdadero de lo real asociado con el horror. Quizás por eso, porque no es soportable la vida sin mediaciones ni anestesias, es que la cuarentena busca sus propias estrategias para sustraerse a la angustia de una crisis civilizatoria que golpea en la zona más frágil y vulnerable de cada uno: el miedo a la muerte. Buscamos caminos compensatorios, intentamos recubrir ese real siniestro con explicaciones e interpretaciones de diversos alcances. Necesitamos ver el horizonte.

Ese horizonte todavía brumoso tiene una primera estación desde la que podemos, si nos esforzamos, observar algunos cambios notables. El más evidente es, como ya lo señalé, la profunda crisis del capitalismo neoliberal que se materializa en una economía mundial que prácticamente ha frenado sus motores de producción, de circulación de bienes, de paquetes financieros y de personas, ofreciendo un paisaje increíble e inesperado, como si estuviéramos viviendo en el interior de un sueño distópico o como si camináramos por un cementerio de mercancías inútiles para consumidores imposibilitados. A esa parálisis se le agrega otra dimensión que creo decisiva: el desvelamiento de lo real del capital, la ruptura en el corazón del sentido común que fue construido para acompañar y legitimar el dominio del neoliberalismo. Este es un punto crucial porque toca el corazón de la fabricación de subjetividad. Deja desnudo al soberano que creyó que podía expandirse al infinito amplificando la credulidad social más allá de todo límite. La cuarentena viene acompañada de una experiencia disruptiva de la que seguramente se extraerán enseñanzas para el día después, ese en el que los contrincantes querrán volver a sus posiciones de lucha y de conflicto. La pandemia dejó al descubierto lo que ha significado el abandono de la salud pública y sus transformación en una mercancía más. Desprotección y abandono que no sólo alcanza a los sectores más pobres de la población sino que también golpeó duramente en el personal de salud, en médicos/as y enfermeras/os que fueron literalmente arrojados al agujero negro de la peste sin protección, como si ellos también fueran material descartable. La transformación de la salud en un bien transable ha tenido consecuencias nefastas que no pudieron ser ocultadas. Ante los ojos de la ciudadanía global se sucedieron las imágenes del desastre. El caso de Bérgamo, en la Lombardía, al que ya hice referencia, constituye un ejemplo directo y doloroso de lo que significa dejarle las decisiones sobre la salud de la sociedad a los dueños del capital; pero también nos muestra que al capitalismo le siguen interesando los cuerpos productivos, que los necesita en las fábricas y que no está dispuesto a entregar su dominio ni siquiera en medio de una pandemia[1]. Otro tanto se puede decir de lo que está ocurriendo en Estados Unidos donde el dogma ultraliberal hace tiempo que desvalijó el sistema público de salud lanzando a la población a insólitos niveles de desprotección si es que tomamos en cuenta lo que supuestamente el país gasta en ese rubro pero que evidentemente solo sirve para engrosar las ganancias de las grandes compañías farmacéuticas y aseguradoras. Tanto lo que sucedió en Bérgamo como la eclosión pandémica en Estados Unidos muestran sin disimulos el modo como funciona la máquina de la rentabilidad capitalista en tiempos de la hegemonía neoliberal. Su resultado: expansión incontrolable del covid-19, muertos por decenas de miles y colapso del sistema de salud.

Muchos de quienes creían a rajatablas en las “verdades y las bondades” del mercado, que aceptaban la necesidad de salir a competir y que veían con buenos ojos que el sistema pudiera autorregularse de acuerdo a las mismas leyes que dominan el mercado en general, hoy comprueban, despavoridos, que fueron víctimas de un engaño. A eso que ellos llaman “engaño” simplemente le podríamos poner el nombre de ideología neoliberal asociada al sentido común dominante. Lo que tanto las debilidades de los Estados para enfrentar la pandemia como la persistencia del daño ecológico muestran es que no se trata de una azar imprevisto, de una fuga inesperada de un virus de algún laboratorio o de fenómenos ligados a un ascético “cambio climático” sino al funcionamiento del propio capitalismo. Una sorda lucha de clases acompaña cada una de las estaciones de un sistema que siempre elige desproteger y golpear a los más débiles. La inmensa mayoría de los muertos en Nueva York son latinos, negros o blancos pobres. En Bérgamo ya vimos de qué modo se envió al matadero a miles de trabajadores y trabajadoras fabriles por decisión de las asociaciones empresarias. Quienes hoy privilegian la economía a la salud no hacen más que expresar una larga historia de injusticias y desigualdades que también involucran a los desastres ecológicos y a las principales víctimas que suelen causar. El covid-19 no dejó nada sin tocar y conmover; deshizo certezas arraigadas; destruyó mitos intocables; desactivó casi a escala planetaria el funcionamiento ciego de la máquina productiva ofreciéndonos un paisaje y una experiencia que nunca habíamos imaginado llegar a vivir; desnudó lo que está detrás del discurso del ajuste y el equilibrio fiscal como nunca nadie lo había conseguido con tanta rapidez y elocuencia; nos ofreció el panorama de un sistema que se quedó paralizado y sin respuestas ante un “bichito invisible” capaz de enloquecer poderes arraigados e indescifrables para el común de los mortales; pero también, una vez más, mostró la realidad insoportable de la desigualdad y la pobreza extendidas globalmente y no sólo en las regiones tercermundistas, porque las encontramos en Nueva York, en Madrid, en la rica Lombardía o en los suburbios parisinos donde mal viven los inmigrantes magrebíes y sus descendientes además de en las favelas cariocas, en las villas de emergencia de Argentina o en las miserables chabolas donde se hacinan los limeños más pobres; pero también dejó desnuda a la clase media que, de un día para el otro, descubrió la fragilidad que hasta logró rebasar las murallas que separan a las clases sociales, a los ricos de los pobres, a los que están incluidos en el aquelarre del consumismo y a quienes lo miran desde afuera sin poder jamás alcanzarlo… Y la lista sigue.






Tal vez por todo esto y mucho más, como señala Razmig Keucheyan en su libro La naturaleza es un campo de batalla[2], es ilusoria y equivocada la idea de Dipesh Chakravarty, uno de los principales teóricos del poscolonialismo, de postular que la crisis ecológica por primera vez puede unificar a la humanidad en una lucha común para impedir un daño irreversible. Lo que está mostrando el covid-19 es que el capitalismo está en la base de una expansión global que se ceba en las debilidades generadas por las políticas de desfinanciamiento de los sistemas públicos de salud impulsadas en todas partes por el neoliberalismo. La paradoja de la ruta seguida por la pandemia es que se vinculó a la globalización tanto en su esfera comercial como en la turística, golpeando ya no sólo, como en un principio, al sudeste asiático, sino a la opulenta Europa y ahora a Estados Unidos. Por esas rarezas de la historia y de la larga lista de epidemias que registra la marcha del capitalismo, no sólo son los pobres los más dañados sino que ahora, en muchos países, la peste se inició en sectores medios y altos acostumbrados a viajar por el mundo. El vuelo de un murciélago en Wuhan, eso nos han dicho, acabó por desencadenar una epidemia de alcances globales que rompió, en un cierto punto, las diferencias de clase, diferencias que, sin embargo, reaparecen rápidamente como en el Norte de Italia o en Nueva York. Lo cierto es que resulta erróneo desligar la deriva del corona virus y la espesa red de conexiones económicas que están en la base de una depredación permanente de la naturaleza y de la vida animal. Desde el momento en que la Tierra –reducida a ser un recurso– se convirtió en una mercancía ficticia al igual que el trabajo y el dinero, el aceleramiento destructivo ya no encontró límites. O, quizás debiéramos decir, que el límite lo está poniendo un virus invisible.

La pandemia penetró por todos los poros de un sistema que ya estaba en crisis dejando al descubierto su único mandato: expandir la rentabilidad del capital independientemente de las consecuencias tanto para la vida de los seres humanos como para el del resto de las especies animales al punto, también, de dañar irreversiblemente la biosfera. La evidencia de esta depredación generalizada se ha vuelto inocultable. El primer paso hacia otro horizonte social, hacia otras prácticas que se sustraigan al dominio de la economía de mercado, tiene que ver con la problemática de la salud, con su completa reconfiguración sacándola de la góndola de ofertas que ofrece el sistema para consumo de quienes pueden pagarla. Se trata, como ha resultado más que evidente, de desmercantilizar la salud y sus derivados impidiendo que las grandes farmacéuticas sigan haciendo inconmensurables negocios y ganancias con la vida y la muerte de los seres humanos. Si esto se profundiza estaríamos ante un giro de 180 grados en la lógica del funcionamiento de lo público y del rol del Estado al punto de amenazar la totalidad del edificio pacientemente levantado por la especulación financiera. Es el neoliberalismo el que está siendo cuestionado en el corazón de su legitimidad y de su poder. Este es un primer horizonte, las contradicciones indisimulables que el covid-19 ha desencadenado a un nivel tal que le resulta casi imposible al sistema ocultar su brutal decadencia. En medio de las urgencias y de la excepcionalidad global se van desmontando, en muchos países, los andamiajes que hicieron posible el drama que estamos viviendo. En algunos casos se pudo avanzar sobre el entero sistema de salud para nacionalizarlo; en otros se volcaron ingentes recursos para compensar su parálisis; en los menos se siguió como si nada hubiera pasado alimentando al verdadero virus: las corporaciones farmacéuticas y los grandes grupos empresariales que siguen actuando como si nada hubiera sucedido, junto con una plutocracia mundial que especula, como siempre lo hizo, con la vida y la muerte de millones de seres humanos.

Lo claro es la desnudez del sistema, su inoperancia y la gigantesca negligencia de los gobiernos que fueron ejecutores conscientes de políticas de ajuste criminal. Es ese combo el que debe ser removido por ciudadanías democráticas que busquen recuperar su capacidad de decisión. Es este el primer gran desafío al que nos enfrentamos: reconstruir el Estado bajo las premisas de su responsabilidad social abriendo de forma universal el acceso a la salud; pero también cuestionando en los hechos la desigualdad estructural junto a la financiarización predominante en la lógica de acumulación del capital en su etapa neoliberal. No es viable transformar el sistema de salud sin invertir radicalmente la estructura económica que hizo posible su casi extinción. Esta es una de las paradojas que nos atraviesan: nada puede hacerse a medias, cualquier intento de reparar el daño social sin ir a fondo implica entrar en un callejón sin salida. Rediseñar una política impositiva que grabe a los que más tienen supone ir contra uno de los pilares del neoliberalismo y, si no se hace esto, resulta inviable una reconstrucción de un sistema de salud público que esté en condiciones de enfrentar pandemias como la del covid-19. Del mismo modo, que también es decisivo salir del círculo vicioso de las macro-granjas en donde se hacinan millones de animales convirtiéndose en un ambiente perfecto para la creación y diseminación global de todo tipo de virus. Así como la globalización suponía una espesa red de conexiones dependientes las unas de las otras, la salida del sistema que hizo posible la pandemia implica comprender que no es posible atacar un solo problema creyendo que de a uno se podrá salir del atolladero. Las conexiones y las redes siguen siendo un mapa de nuestra sociabilidad del que no podemos prescindir, para bien y para mal. Lo demás es caminar a ciegas hacia el precipicio.






“La historia oficial nos dirá primero –sostienen desde el colectivo Malgré Tout en su “Pequeño manifiesto en tiempos de pandemia”–, que hemos vencido, enfrentado y vencido un accidente desgraciado e imprevisible. Nos explicará, a continuación, que hay que redoblar los esfuerzos para vencer la resistencia de la naturaleza a todo el poderío humano. O sea que, de forma irresponsable llamarán ‘accidente’ imprevisible a lo que en realidad los biólogos y epidemiólogos vienen anticipando hace 25 años. Entre los múltiples vectores que están en el origen de enfermedades emergentes y re-emergentes, sabemos que la destrucción de los mecanismos de regulación metabólica de los ecosistemas, notablemente ligada a la deforestación, juega un rol fundamental. Además, la urbanización salvaje y la presión constante de las actividades humanas sobre los entornos naturales favorecen situaciones de promiscuidad inédita entre las especies.” Escucharemos, ya lo estamos escuchando, el coro que saldrá en defensa del caballito de batalla con el que han venido azuzando a las distintas sociedades: ¡priorizar el crecimiento volviendo a poner en pleno funcionamiento, y a todo vapor, al engranaje industrial-productivo! Que vuelve a ser hora de postergar las demandas sectoriales para ocuparse, cada país, de recuperar su capacidad productiva. Dirán, como señalan desde el colectivo Malgré tout, que el azar posó sus manos más allá de las responsabilidades de un sistema de la economía-mundo que viene amplificando las chances de este tipo de pandemia. El poder real sabe de qué modo interpelar a esa parte nada despreciable de la sociedad que desde hace demasiado tiempo ve el mundo con los ojos del neoliberalismo; que ha comprado todo el paquete del individuo meritocrático que lucha a brazo partido contra un Estado depredador convertido en un inmenso agujero negro que se chupa el esfuerzo de esos individuos trabajadores que no viven como “parásitos de la ayuda social”. Responsabilizarán, como lo intentó Trump, exclusivamente a China de ser la causante del covid-19, dirán que es un sistema autoritario que ocultó información y, obviamente, silenciarán las enormes responsabilidades del mercado global, y de su núcleo capitalista esencial que no ha dudado en rebasar todas las fronteras –materiales y artificiales, naturales y virtuales– buscando la multiplicación de sus ganancias. Nada dirán de la deforestación que hasta ahora ha sido indetenible (la Amazonia sigue siendo una de las víctimas predilectas de la depredación ambiental ahora exacerbada por el maridaje entre neofascismo y neoliberalismo expresado en Bolsonaro y su deambular suicida al filo de la navaja; pero también fuimos testigos de los gigantescos incendios forestales que asolaron Australia, país “democrático” con una ciudadanía “consciente” que, sin embargo, viene implementando políticas demenciales alrededor del negocio forestal; Argentina, al igual que otros países de la región sudamericana, ha ampliado la frontera agropecuaria magnificando la siembra directa y el uso de agrotoxicos acompañando todo esto con una deforestación que no se ha detenido; China, lo sabemos, recién en los últimos años comenzó a revisar sus tasas de crecimiento en función de la tremenda contaminación que su desarrollo exponencial de las últimas tres décadas generó. Wuhan, el centro inicial del corona virus, es el ejemplo acabado de ese crecimiento demencial que magnificó el interfaz entre lo humano y lo no humano que está en el núcleo generador de todas las pestes que provienen del reino animal, sea el de los animales domésticos como el de los salvajes). Dirán que aprendimos la lección y que habrá que destinar más recursos a la investigación que logre desarrollar más vacunas. Intentarán confundir a la población diciendo que el sistema de salud colapsó no por lo que se hizo con él a lo largo de cuarenta años de neoliberalismo, sino por lo repentino de un virus indomable que volvió inmanejable cualquier política de prevención sanitaria. Mentirán y seguirán, como lo han hecho siempre, construyendo una narrativa capaz de penetrar en el sentido común. Se atrincherarán en sus poderosos instrumentos de propaganda y en las fuerzas policiales y militares disponibles para defender sus intereses y sus patrimonios. Pero, eso sospechamos, el impacto global del covid-19 ha logrado, en parte, patear el tablero de la ideología dominante y ha dejado al rey desnudo. El día después promete ofrecernos un panorama complejo, conflictivo y contradictorio en el que las fuerzas en pugna intentarán definir el rumbo de una humanidad que se está jugando sus últimos cartuchos. Si el sistema de la economía-mundo, basado en la reproducción infinita del capital y de su busca incesante de rentabilidad, impone otra vez sus condiciones el futuro, nada lejano, ofrecerá el rostro de una pandemia todavía peor que la actual.

Referencias:

[1] En Argentina hemos podido ver las continuas presiones de los grandes grupos económicos y mediáticos que exigen que se flexibilice la cuarentena. Una y otra vez agitan el peligro de una crisis económica insuperable que, incluso, sería peor que los costos en vidas humanas del corona virus. Presionan, como lo hizo el grupo Techint, despidiendo 1450 obreros casi en paralelo a que el presidente Alberto Fernández iba a anunciar la continuidad del distanciamiento social. Buscaron condicionarlo quebrando la decisión del gobierno de impedir que se despidan trabajadores y trabajadoras mientras dura la pandemia. Ellos piensan a los cuerpos-fuerza de trabajo como plusvalor, nos recuerdan la falacia de una propaganda mediática recurrente antes de la parálisis del covid-19 cuando nos bombardeaban informativamente diciendo que íbamos hacia el fin del trabajo y que, por eso, había que avanzar en una profunda y radical reforma del ámbito laboral incluyendo el avance imparable de la robótica y la automatización que prácticamente acabarían por eliminar una parte sustantiva de los trabajos manuales e, incluso, intelectuales. El capital sabe dónde está la ganancia, dónde y cómo se produce. Sigue necesitando a los cuerpos y, por eso, los utiliza como material descartable pero inserto en el ámbito de la producción. Lo que no puede tolerar el sistema es que la maquinaría se detenga, que se apaguen los hornos, que se cierren las fábricas y que los cuerpos de los trabajadores y trabajadoras queden en estado de ociosidad. Eso es intolerable. Más allá de lo complejo de la cuarentena, de la evidencia de una desigualdad insoportable que cada día se vuelve más visible, lo cierto es que ha generado una experiencia del tiempo improductivo que cuestiona casi todos los mandatos sociales. Hay una vida además de trabajar jornadas extenuantes. Hay afectos, conversaciones, ocios, silencios, sueños serenos que no se dejan interrumpir por un despertador, conciencia de la inutilidad de muchas cosas que antes parecían indispensables… La cuarentena hace estallar la normalidad de las existencias productivas.

[2] Razmig Keucheyan, La naturaleza es un campo de batalla. Finanzas, crisis ecológica y nuevas guerras verdes, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2016, 15-16.
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*Filósofo, profesor y ensayista argentino. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Forma parte del equipo de académicos e intelectuales que fue nombrado por el Gobierno nacional como asesores del presidente Alberto Fernández.

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