Por qué los ricos le temen a la pandemia
El coronavirus, como otras plagas que le precedieron, podría cambiar el equilibrio entre los ricos y los pobres
En el otoño de 1347, pulgas de ratas que portaban la peste bubónica entraron a Italia en algunos barcos procedentes del mar Negro. A lo largo de los siguientes cuatro años, una pandemia arrasó con Europa y el Medio Oriente. El pánico se diseminó conforme los nódulos linfáticos se inflamaban hasta formar bubones en las axilas y las ingles de las víctimas, ampollas oscuras cubrían sus cuerpos, sus fiebres se disparaban y sus órganos fallaban. Aproximadamente una tercera parte de la población europea pereció.
“El Decamerón”, de Giovanni Boccaccio, ofrece el relato de un testigo ocular: “No bastando la tierra sagrada a las sepulturas […] se hacían por los cementerios de las iglesias, después de que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en capas apretadas”. De acuerdo con Agnolo di Tura de Siena: “Tantos murieron que todos creyeron que aquel era el fin del mundo”.
Sin embargo, aquel era solo el principio. La peste regresó después de solo una década y los brotes periódicos continuaron durante un siglo y medio, lo cual diluyó varias generaciones consecutivas. Debido a esta “plaga destructiva que devastó naciones y provocó la desaparición de poblaciones”, el historiador árabe Ibn Khaldun escribió que “todo el mundo habitado cambió”.
Algunos de estos cambios alarmaron a los ricos. En las palabras de un cronista inglés anónimo: “Tal escasez de obreros provocó que la gente humilde rechazara con desdén las ofertas de empleo, y apenas aceptaba servir a la clase eminente por el triple de su salario”. Los empleadores influyentes, como los grandes terratenientes, presionaron a la corona inglesa para que aprobara el Estatuto de los Trabajadores, el cual les informaba a los obreros que estaban “obligados a aceptar el empleo que se les ofreciera” por el mismo salario mísero de antes.
Sin embargo, a medida que las olas sucesivas de la peste redujeron la fuerza laboral, los empleados contratados y los arrendatarios “hicieron caso omiso de la orden del rey”, según se quejó el clérigo agustino Henry Knighton. “Si alguien quería contratarlos, tenía que someterse a sus exigencias, pues si no quería perder sus frutos y su maíz, debía consentir la arrogancia y la codicia de los obreros”.
Ahora sabemos, gracias a la investigación concienzuda de los historiadores económicos, que los ingresos reales de los trabajadores no calificados se duplicaron en gran parte del territorio europeo en cuestión de unas cuantas décadas como resultado de este cambio en el equilibrio entre trabajo y capital. De acuerdo con los registros fiscales que han sobrevivido en los archivos de muchos pueblos italianos, la desigualdad económica en la mayoría de estos lugares se desplomó. En Inglaterra, los trabajadores comían y bebían mejor que en la época previa a la peste y hasta vestían pieles elegantes que antes se reservaban para las clases más altas. Al mismo tiempo, los salarios más elevados y los alquileres más bajos agobiaron a los arrendadores, muchos de los cuales no lograron conservar los privilegios heredados. Poco después, se veían menos lores y caballeros, con fortunas menos cuantiosas, de los que había en la época en la que llegó la peste por primera vez.
Sin embargo, estos resultados no se daban por hecho. Durante siglos —de hecho, milenios—, terribles plagas y otros golpes graves han dado forma a las preferencias políticas y la toma de decisiones de los gobernantes. Las políticas que se eligen en consecuencia determinan si la desigualdad aumenta o desciende tras este tipo de calamidades. Y la historia nos ha enseñado que estas elecciones pueden cambiar sociedades en maneras muy diferentes.
El neoliberalismo enfrenta 3 crisis:— Artemio López (@Lupo55) April 12, 2020
Sanitaria.
Económica.
Climática.
Ahora que el gobierno está en pie de guerra contra el coronavirus, el peronismo tiene una oportunidad para, sobre las falencias evidentes del sistema, gestionar su transformación estructural, no reformista.
Si vemos el registro histórico de toda Europa durante los últimos años de la Edad Media, notamos que las élites no cedieron su poder sin reparos, ni siquiera bajo la presión extrema provocada por una pandemia. Durante la Revuelta de los campesinos de Inglaterra, en 1381, los trabajadores exigieron, entre otras cosas, el derecho a negociar con libertad sus contratos laborales. Los nobles y sus reclutas armados reprimieron el levantamiento a la fuerza, en un intento por forzar a la gente a mostrar deferencia al antiguo orden. No obstante, los últimos rastros de las obligaciones feudales pronto desaparecieron. Los trabajadores pudieron esperar hasta conseguir mejores salarios y los arrendadores y empleadores rompieron filas para competir entre sí por la escasa mano de obra.
Sin embargo, en otras partes del mundo, la represión prevalecía. En Europa oriental, a finales del medioevo, desde Prusia y Polonia hasta Rusia, la nobleza se coludió a fin de imponer el vasallaje a sus campesinos para afianzar la fuerza laboral, que estaba agotada. Esto alteró los resultados económicos a largo plazo para toda la región: los trabajadores libres y las ciudades en crecimiento impulsaron la modernización en Europa occidental, pero en la periferia oriental el desarrollo se rezagó.
Más al sur, los mamelucos de Egipto, un régimen de conquistadores extranjeros de origen túrquico, formaron un frente unido para mantener su control estricto en el territorio y seguir explotando a los campesinos. Los mamelucos obligaban a la decreciente población de vasallos a pagar las mismas rentas, en efectivo y en especie, que pagaban antes de la peste. Esta estrategia hacía caer en picada la economía cuando los agricultores se rebelaban o abandonaban los campos.
Pero, la mayoría de las veces, la represión no funcionaba. La primera plaga pandémica de la que se tiene conocimiento en Europa y el Medio Oriente, que empezó en el año 541, es el ejemplo más antiguo. Como un reflejo premonitorio del Estatuto de los Trabajadores que se promulgaría 800 años después, el emperador bizantino Justiniano despotricó contra la escasa fuerza laboral que exigía “el doble o el triple de sueldos y salarios, infringiendo así las costumbres ancestrales” y le prohibió “ceder a la detestable pasión de la avaricia”, es decir, cobrar salarios dictados por el mercado por su trabajo. La duplicación o triplicación de los ingresos reales registrada en los papiros de la provincia bizantina de Egipto no dejan lugar a duda de que su decreto cayó en oídos sordos.
En el continente americano, los conquistadores españoles enfrentaron desafíos similares. En la que fue la pandemia más terrible de toda la historia, desatada en cuanto Colón tocó tierra en el Caribe, la viruela y el sarampión diezmaron sociedades indígenas de todo el hemisferio occidental. El avance de los conquistadores se aceleró a causa de esta devastación, y los invasores no tardaron en premiarse con enormes propiedades y aldeas enteras de peones. Durante un tiempo, la estricta observancia de las regulaciones salariales que estableció el virreinato de la Nueva España impidió que los trabajadores sobrevivientes se beneficiaran por la creciente escasez de mano de obra. Sin embargo, cuando los mercados laborales al fin se abrieron después del año 1600, los sueldos reales en el centro de México se triplicaron.
Ninguna de estas historias tuvo un final feliz para el proletariado. Cuando las cifras poblacionales se recuperaron tras la plaga de Justiniano, la peste negra y las pandemias americanas, los salarios se redujeron de nuevo y las élites volvieron a afianzar su poder. Con el tiempo, la América Latina colonial produjo algunas de las desigualdades más extremas que se hayan registrado. En la mayoría de las sociedades europeas, las disparidades de ingresos y de riqueza aumentaron a lo largo de cuatro siglos hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial. Fue hasta entonces que una nueva gran ola de conmociones socavó el orden establecido y la desigualdad económica cayó a niveles mínimos que no se habían visto desde la peste negra, si no es que desde la caída del Imperio romano.
Al momento de buscar respuestas en nuestro pasado que den sentido a la actual pandemia, no debemos fiarnos de las analogías superficiales. Incluso en el peor de los casos, la COVID-19 acabará con una proporción mucho menor de la población mundial que cualquiera de estos desastres previos, y tendrá repercusiones aún menores en la fuerza laboral activa y en la próxima generación. La mano de obra no escaseará lo suficiente como para incrementar los salarios, y el valor de los bienes inmuebles tampoco se desplomará. Además, nuestras economías ya no dependen de las tierras cultivables y el trabajo manual.
Sin embargo, la lección más importante que nos ha dejado la historia todavía está vigente. El impacto de cualquier pandemia va mucho más allá de las vidas perdidas y las restricciones al comercio. Ahora mismo, Estados Unidos está frente a una disyuntiva fundamental entre defender el statu quo o aceptar el cambio progresista. La crisis actual podría originar reformas redistributivas parecidas a las que suscitaron la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, a menos que los intereses arraigados demuestren ser demasiado poderosos para ser derrotados.
*Walter Scheidel, profesor de Estudios Clásicos e Historia en la Universidad de Stanford, es el autor de “The Great Leveler: Violence and the History of Inequality From the Stone Age to the Twenty-First Century”.
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