Entre la ilusión y la ciencia
Por Martín Cañás y Martín Urtasun
Los medios abundan en información sobre la vacuna definitiva para resolver la pandemia de COVID-19. ¿Cuáles son y cuanto tiempo tardan los procedimientos que sigue la ciencia para lograr un descubrimiento? ¿Cuánto tiempo en el caso de los medicamentos y vacunas eficaces contra el coronavirus?
La pandemia de COVID-19 conmueve al mundo con un número creciente de personas infectadas y de muertes debidas a la enfermedad. En los países más afectados, la situación está sobrepasando la capacidad de respuesta del sistema de salud, en particular para los pacientes que necesitan cuidados intensivos.
En este contexto de emergencia sanitaria global se está generando información epidemiológica y clínica en una escala sin precedentes en la historia de la medicina. Las medidas de salud pública que resultan exitosas en un país, como el distanciamiento social o las pruebas diagnósticas masivas, se copian luego en aquellos que todavía no han experimentado el pico de la epidemia. A su vez, la búsqueda de medicamentos y de vacunas que sean eficaces contra el nuevo coronavirus se ha convertido en una prioridad absoluta.
En este escenario una pregunta aparece como central; ¿Cómo se estudian estos nuevos tratamientos para saber si realmente funcionan?
El primer paso, previo a la aprobación de cualquier nuevo medicamento para su uso en humanos, es demostrar que es eficaz para tratar la enfermedad en cuestión y que sus efectos adversos son razonables. Es decir, que presentan lo que se denomina en jerga farmacólogica una buena relación beneficio / riesgo.
La manera de averiguar este dato primario y principal es el diseño de un tipo especial de experimento llamado ensayo clínico aleatorizado. Se trata de un experimento que puede incluir un número de pacientes que varía desde algunos cientos a unos pocos miles. A los miembros de este “universo” se asigna en forma azarosa el tratamiento nuevo y el tratamiento de control, que puede ser un placebo u otro medicamento activo. A este último se lo denomina grupo de control. Habitualmente, ni el paciente ni el investigador conocen qué tratamiento se está administrando hasta que el estudio llega a su fin. En ese momento se revela el código que contiene los datos de asignación aleatoria de placebos y tratamientos reales y se cuantifican los efectos beneficiosos y perjudiciales del nuevo tratamiento con relación al control.
El punto clave es la comparación del nuevo fármaco contra los resultados obtenidos en el grupo de control. En ausencia de control, es imposible saber qué contribución tiene el medicamento a la mejoría o al empeoramiento del paciente.
Aquí la ciencia choca contra el “sentido común”. Este último atribuirá la eventual mejoría al tratamiento suministrado y un mal resultado al avance de la enfermedad. Las enfermedades pueden curarse en forma espontánea y los medicamentos producir resultados desfavorables, incluida la muerte. Sólo esta comparación entre los dos grupos puede resolver la duda.
Al usar el azar para asignar cada paciente al nuevo fármaco o al control se intenta que los dos grupos resultantes sean comparables en todo salvo el tratamiento que reciben. Y el desconocimiento del tratamiento por parte del paciente y su médico (lo que se denomina “doble ciego”) apunta a limitar el peso de las preferencias y expectativas sobre los resultados.
La segunda pregunta central es la relativa a la cantidad de tiempo que hace falta para llevar a cabo un estudio de este tipo. La duración de este proceso varía según el tipo de resultados que se estudian. Para enfermedades crónicas como hipertensión arterial, diabetes o asma bronquial, los pacientes se estudian durante no menos de 6 a 12 meses. En cambio, para cuadros severos y con desenlaces rápidos, como podrían ser las formas graves de COVID-19, cada paciente se estudia por unas pocas semanas.
Esta variación es importante, pues nos indica que es posible realizar rápidamente estudios bien diseñados que pongan a prueba los medicamentos para el coronavirus y se brinden respuestas satisfactorias a corto plazo. El desafío central para la investigación farmacológica es reunir una cantidad suficiente de pacientes, aplicar un protocolo de investigación común, registrar adecuadamente los resultados y analizarlos con celeridad.
Entre los muchos ensayos clínicos de tratamientos para el coronavirus que se han iniciado se destaca el propuesto por la Organización Mundial de la Salud (OMS) a todos los países que deseen participar, y al que se sumó la Argentina. El estudio se denomina Solidarity y compara 4 tratamientos posiblemente eficaces: hidroxicloroquina, lopinavir/ritonavir, interferón y remdesivir.
Los tres primeros son medicamentos con muchos años de uso, cuyos efectos adversos están claramente establecidos, lo cual resulta una ventaja, pero lo que falta demostrar en ellos es su eficacia específica para el nuevo coronavirus. El Remdesvir es un fármaco nuevo, cuyos beneficios y riesgos deben investigarse.
La tercer pregunta central es sencilla y a la vez determinante. ¿Qué podemos hacer mientras transcurre este tiempo variable, e indicado por los protocolos, para el desarrollo de estos nuevos tratamiento? La atención de pacientes gravemente enfermos con una enfermedad sin tratamiento útil conocido genera una gran presión sobre los médicos asistenciales para ensayar alternativas. Esto produce a nivel mundial un aluvión de estudios con pocos pacientes y sin grupo de control cuyos resultados son difíciles de interpretar.
La urgencia y la ansiedad lleva además a difundir los resultados de estos estudios científicos antes de haber pasado los controles habituales de la evaluación por pares, que ayuda a descubrir errores en los métodos, la implementación o la interpretación de los estudios.
Muchas veces estos resultados son transformados en noticias por los medios de comunicación en general y se generan opiniones esperanzadoras pero poco fundamentadas que alimentan la ilusión de haber encontrado la cura definitiva para el problema. Se toman así como verdades lo que son solo promesas.
Sin embargo, existen alternativas útiles frente a la urgencia de actuar. El primer punto es optimizar la provisión oportuna de todo el tratamiento de soporte vital que ya se conoce como efectivo. Para esto hay que entrenar a todo el equipo de Urgencias, Internación y Cuidados Intensivos en los protocolos de atención al paciente con COVID-19, y prever los recursos necesarios para la atención.
En segundo lugar, los centros de salud e investigación pueden sumarse a los protocolos de investigación existentes como el ya mencionado Solidarity, de modo de aplicar sus métodos y recoger la información en forma estandarizada y sumarla a la que se está produciendo en todo el mundo para poder alcanzar a la brevedad posible los conocimientos esperados.
Por último, si el equipo tratante considera la indicación de fármacos por fuera de la participación en un ensayo clínico, el Ministerio de Salud ha dispuesto que toda la información generada con los dos fármacos incluidos en los protocolos nacionales, esto es hidroxicloroquina y lopinavir/ritonavir, se vuelque en un registro nacional accesible en línea, de manera de obtener el mejor rendimiento posible de estas observaciones.
Cabe destacar que todo uso de un medicamento para una indicación para la que no ha sido aprobado reviste carácter experimental, y obliga por lo tanto al profesional a plantear este hecho al paciente y a obtener su consentimiento informado previo.
Ninguno de los fármacos que se están estudiando para el tratamiento del nuevo coronavirus debe ser utilizado sin indicación médica. Los efectos adversos conocidos de algunos de ellos incluyen las alteraciones cardíacas, con casos de muerte súbita por arritmia. Tampoco hay justificación para usar estos medicamentos en pacientes asintomáticos o en formas leves de la enfermedad, excepto en el marco de un ensayo clínico.
Sería deseable que los medios de difusión asuman la responsabilidad de contribuir a difundir información cierta y apropiadamente evaluada. La promoción de supuestas “curas mágicas”, a menudo sostenidas por fuentes profesionales o por líderes de opinión, sólo logra hacer más difícil el trabajo del equipo asistencial y multiplicar la ansiedad de pacientes y familiares.
Un efecto especialmente contraproducente es la dificultad para incorporar pacientes a ensayos clínicos controlados, ya que alentados por esta amplia difusión, muchos optan por usar el fármaco, cuyos resultados tanto de riesgos como beneficios, todavía no han sido adecuadamente comprobados, y así dejan de participar en los estudios.
Pacientes, familiares, profesionales, autoridades políticas y medios de comunicación comparten, en el marco de una extraordinaria presión social, la misma incerteza que acompaña desde su nacimiento el avance de la ciencia moderna. Sus respuestas requieren que se apliquen los métodos adecuados, con toda la celeridad e inteligencia posibles. Una actitud esperanzada y a la vez prudente permitirá generar a la brevedad posible el conocimiento necesario para controlar la pandemia.
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Acerca del autor Martín Cañás
Médico. Magíster en Farmacoepidemiología, UAB. Profesor Asociado Farmacología, Licenciatura Kinesiología y Fisiatría, Instituto de Ciencias de la Salud, Universidad Nacional “Arturo Jauretche”. Área de Farmacología, Federación Médica de la Provincia de Buenos Aires (FEMEBA), Buenos Aires, Argentina.
Acerca del autor Martín Urtasun
Médico Clínico. Magíster en Epidemiología, Gestión y Políticas de Salud, UNLa. Profesor Adjunto, carrera de Medicina, Instituto de Ciencias de la Salud, Universidad Nacional “Arturo Jauretche”. Área de Farmacología, Federación Médica de la Provincia de Buenos Aires (FEMEBA), Buenos Aires, Argentina.
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