3/28/2020

un tipo de humanismo nuevo


La frase expresada por el Presidente Alberto Fernández, entre la economía y la salud prefiero la salud, puede entenderse no como una desmesura anti económica, sino como el mejor tratamiento que pueda y deba tener la economía política, el que surge del saber que reposa en sus pliegues internos respecto a la elección de cuándo corresponde la subordinación al sector de riesgo de la humanidad, y al mismo tiempo puede ser el basamento de una suerte de metafísica existencial secreta, ya que no hace falta construir una bandera con ella pero que se palpa como un tipo de humanismo nuevo, crítico de sí mismo, que piensa bajo la duda de sí y la afirmación de las grandes causas que recorren los subsuelos del pasado, del presente y del futuro.


Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)

Esta opción es sugestiva, que ya es mucho. No se trata de una “opción de hierro”. Sus dos términos -economía y salud-, no lo permiten y tampoco la forma de decirlo. El Presidente dijo alguna vez entre los jubilados y los bancos prefiero a los jubilados. Ahora habrá dicho entre la economía y la salud prefiero la salud. Como se ve, no es una disyunción sino una preferencia que se daría en algún eventual caso extremo. La cuestión es que ahora estamos ante ese caso extremo ¿Cómo funciona entonces la alternativa, por más tenue que sea? En primer lugar, está protegida del conocido “o lo uno o lo otro”. Es la formulación de una hipótesis, en su manera clásica. Si fuera el caso, entre una cosa y otra, que no son contradictorias, pero en algún punto pueden dar lugar a una elección excluyente, prefiero acentuar alguna, y no de la otra, cuando sea el caso. Es lo que se entiende.

Con este modo de tensar la disyuntiva no estamos desmereciendo la frase ni a quien la pronuncia, el Presidente, que la tiene como un enunciado preferencial de fuerte capacidad de persuasión. Queremos indagar sobre sus posibilidades, problemas e implicancias. Es evidente que hay una “economía de la salud”, y mucho más lo creerá el Presidente que se expresó a favor desde una “economía de la información”, en discursos de campaña. Por lo tanto, no podrían ser los dos términos objeto de una opción excluyente, sino de una determinación privilegiada de recursos en un momento dado. Obviamente, trasladar recursos económicos que se dirigirían a otras áreas, notablemente a pagar deudas externas impagables, para producir un aprovisionamiento mayor de los sostenes financieros del sistema de salud. Presentado así el dilema, de inmediato se abre a otras posibilidades, poniendo el sistema de salud bajo un mando único en el caso de las obras sociales privadas, que serían anexas a la decisión estatal o al poder público. Así ocurrió en Irlanda y Francia mientras dure la pandemia. Se podría decir entonces que el control estatal, o las instancias decisivas del Estado, cobran más cuerpo con la posibilidad de engrosar la economía de la salud a costa de las partidas destinadas normalmente a áreas que ahora no son prioritarias.

Si no fuera porque de manera casi súbita entramos por las compuertas de la pandemia, que obliga a todo el mundo a pensarse individualmente como una pieza infinitesimal de un sistema de contagios -y esto porque hay distintos grados en el sentir comunitario o en la organización de comunidades, provocados por esta excepcional situación-, esta medida drástica por necesidad podría ser considerada parte de un nostálgico “socialismo estatizante”.

No parece ser así en el pensamiento de los gobernantes, pero el pensamiento se despereza porque el estatuto preferencial de la frase a favor de los jubilados y los enfermos y no de los bancos o de la economía en general, tiene un corte no economicista sino humanitario. Esto se revestiría de una mayor novedad si pusiéramos frente a frente el par humanidad-economía o humanismo-economía. El más o menos apabullante determinismo económico que tiene toda época y especialmente esta, podría dejar paso entonces a otras decisiones económicas guiadas por principios extra económicos. Una plusvalía humanitaria en el seno de la economía productiva y financiera que conocemos habitualmente hasta ahora. Aclaremos, una plusvalía inversa al que se le dio en el clásico y formidable estudio de Marx, como la parte formativa real del capital pues era primero una zona de nadie en la relación de trabajador con el capitalista, pero luego este convertía en su propiedad esa nada. Si esa plusvalía fuera una forma de moralidad universal, surgiría de un excedente invisible que tendría la historia, de lazos e ingenios sociales por anular la injusticia de las apropiaciones del trabajo del otro. Este viejo teorema tiene hoy que ser renovado. Hay en puertas una humanidad autónoma o nuevos poderes financieros reforzados.

Por eso interesan las relaciones no economicistas entre economía y salud y entre economía y cualquier otra dimensión de lo social. Por el momento, todos pronunciamos frases meramente aproximativas al problema. Mucho se escribe y mucho se entra en contacto con el núcleo general del problema, pero este núcleo es evasivo y poco amable con los que intentan conceptualizarlo. Leemos pensamientos sobre el acertijo del Capitalismo (Jorge Alemán) que ciego de sí mismo sigue reproduciendo su ausencia absoluta de conexión con lo humano; leemos sobre el desastre humano (Ricardo Forster) que se vería, en medio del acoso de una finitud mundial sin autorescate, palpando la posibilidad de una restitución de lo humano; o las observaciones ácidas (Alejandro Kauffman), sobre la transición del virus en aviones, a modo de crítica a un tipo de contrato humano con usos triviales de los ámbitos de consumo de tecnología y paisajes. Descuento el interés de las reflexiones de Bifo Berardi, Agamben, y tantos otros, aunque me sorprende lo concesivo que se ha mostrado Badiou con Macron, pero en fin, se trata de que todos estamos lanzados al abismo de un pensar novedoso pero aun nos faltan las alas adecuadas para sobrevolar y no estrellarnos como aquel monje medieval que se fabricó una aletas de cartón y se tiró desde la cúpula de Notre Dame. Con resultados negativos, lo que sigue ocurriendo una y otra vez, seamos o no seamos monjes. Cuántas veces nos munimos de alas de madera balsa, pero por prudencia no nos arrojamos a ningún vacío.

En nombre de la “prioridad uno, la lucha contra el Coronel Virus”, se han expresado todos los políticos del mundo, pero lógicamente no han cesado los debates sobre las cuestiones conflictivas que precedían este improbable manto unificador de problemas que sería el enemigo virósico, que surgió desde las profundidades de un misterio, cierto mercado remoto de animales exóticos, (al parecer), y es totalmente festejable que tales debates prosigan y no puedan disimularse. Sobre todo, los perfiles del primer debate. ¿Quiénes se comportaron más adecuadamente ante las evidencias científico-sanitaristas de que el peligro era real y no “una construcción ideológica”, como al parecer se le imputó haberlo expresado, así o de otro modo, a Giorgio Agamben? La idea de anticipación se basa en perspectivas de análisis que proveía la ciencia médica -si con esto pudiésemos establecer un ranking-, y aquí se debería poner en un lugar destacado a la propia China, lugar ambiguo si se quiere, porque en la acostumbrada y lúgubre comicidad de Trump el virus apareció con nacionalidad y cédula de identidad china y la religión de Confucio. Ignoramos con que numeración y grado de fe, pero en general hay una aceptación mundial de la capacidad de China de tomar decisiones rápidas, aislar ciudades que son megalópolis y construir hospitales de campaña aceleradamente. Lateralmente, disidentes chinos, sin dejar de reconocer estos tratos estatales de gran porte en la toma de decisiones, expresan su preocupación por la aparición de un poder concentracionario de “nuevo tipo”, junto a la necesidad unánimemente aceptada de terminar con la propagación del virus.






Se generó una alianza implícita del progresismo universal en torno a un deseo de que las investigaciones científicas hallaran la vacuna, y como el progresismo implícito da lugar a un progresismo tácito, no faltó la necesaria alerta en torno a las patentes que surgiesen del eventual descubrimiento, sea en Estados Unidos o China, como la continuidad de la guerra comercial en vez de que fueran fueran patrimonio de la humanidad. Es de aquello que deja de ser una abstracción del universal hegeliano y se torna lo concreto pensado de las grandes tradiciones historicistas.

Serán futuros debates y este último concepto es demasiado importante para que lo dejemos de lado. Por otra parte, el ejemplo de los ecos de los médicos cubanos itinerantes, le permitió a muchas personas de todo el mundo, revivir su adhesión a la revolución cubana -objeto de análisis de los autores de la melancolía de izquierda, como un objeto querible que quedaba alojado en un paso mítico, que está ahí para la regencia museficada. No obstante, las filas de médicos cubanos entrando con la bandera en aeropuertos italianos -que mucho significa para muchos de nosotros-, conmueven nuevamente, y la revolución que parecía haberse ritualizado vuelve bajo las ropas de los guardapolvos y los estetoscopios, que, entre brumas de historicidad, reviven a su manera los uniformes del miliciano que bajó de las montañas.

Pero no todo es así. Extrañan los dichos de Alain Badiou haciendo la apología de su aislamiento e indirectamente festejando las medidas de Macron, llamando apenas a reflexionar en la ergástula de cada uno para trazar orientaciones futuras. Bueno, está bien, santamente lo aceptamos. Pero es declinar mucho en las posibilidades que tiene este presente político y “biopolítico”, para dejarse examinar por interrogantes más exigentes, incluso en este aquí y ahora en que solo se nos pide reclusión. Sí, respetada, pero que no nos exime de la inquietud interna por el surgimiento de un pensar sin adhesiones inmediatas, las que hay o las que siempre tuvimos. Nos falta lo que vaya más allá de lo que nos reclaman los precintos oficiales que nos solicitan solo aplausos. Los damos y si se nos ocurre algo más, ojalá también lo demos.

En principio, las opiniones que surgen de los nuevos poderes públicos -los presidentes comunicando medidas por el medio que fuese-, entrañan enunciados que tienen revestimientos en la comunicación masiva, pero todos implican nudos teóricos que por más remotos que sean deben ser sometidos a la facultad de juzgar. Por ejemplo, la frase del presidente mexicano sobre la peculiar preparación del componente étnico del pueblo de México para la resistencia a los males, puede ser discutida, pues precisamente fue ese pueblo que hace siglos fue diezmado por toda clase de virus que no provenían precisamente de China. Los contactos inter civilizatorios cargan toda clase de bacterias nuevas, aunque nadie haya declarado una guerra de ese tipo. Pero al mismo tiempo López Obrador está midiendo cuando se produciría el inevitable punto de flexión de los casos ya declarados. Habla desde la gran leyenda de la mexicanidad y no ignora la ciencia.

Nada tenemos que decir al respecto. En cambio Bolsonaro, como ahora es atacado por los mismos grandes grupos comunicaciones que ayudaron a su asalto al poder -se hizo por lo votos, pero bajo la tecnología de un golpe de Estado-, comenzó negando la pandemia recurriendo a un pensamiento anti cientificista, poniéndose en contra de un grupo mayoritario de la población, incluyendo gran parte de sus votantes, que aunque reciten versículos del apocalipsis evangélico y creen en las formulaciones más groseras del mito, también esperan en esta ocasión que hable la ciencia en tanto tal. Hacia allí tuvo entonces que retroceder “o grande mito”.

Volvamos a la frase de Alberto Fernández, que evidentemente se ha mostrado un buen piloto de la crisis. Entre la economía y salud, prefiero atender a la salud de la población en general. No sé si fue esa frase, bajo esta formulación u otra. Lo cierto es que mostró nuevamente que el político, en su misma concepción de origen, es un ser que siempre está en el umbral de una elección, de una dificultad, en este caso entre el economicismo y el sanitarismo, y elige acompañarse -ya que había dicho que gobernaría “con científicos”-, de la medicina sanitaria y del consejo de la microbiología y los conocedores de la infectología. El Instituto Malbrán y sus extensiones, y el saber médico en general, pasaron a primer plano. Sería francamente estúpido expresar cualquier disconformidad sobre este planteo, que, si vemos el panorama mundial, se sitúa en un plano avanzado de reflexión sobre el momento. Declina el privilegio del saber económico sin abandonarlo -pues sabe que está la deuda infinita de por medio, y que este momento puede ser la oportunidad mundial para construir políticas soberanistas -también en materia sanitaria-, si no nos internamos de nuevo en el latoso discurso del capital financiero con sus prioridades incumplibles, pues ahora prima no la lógica puesta provisoriamente entre paréntesis del economismo, sino la de la prevención y curación.






Valores morales, lógicas del conocimiento amoroso antes que la plusvalía de las operaciones, originadas ahora en el salario del miedo, o sea, lo que entregamos a las corporaciones en cuotas de temor y agradecimiento, aunque a veces los que nos enferman sean los que nos ofrecen pagar en cómodas cuotas nuestra inscripción en el seguro social vinculado a grandes inversoras bancarias. Lo que antes llamamos plusvalía vista al revés es el excedente de los complejos tecnológico-científicos. ¿Qué quiere decir que en ellos hay un excedente? Que más allá de las curvas de Gauss, de las tasas y los tipos de cambio, del cruce de variables y las interdisciplinas, de todos lo que se relacionan con la microbiología, y el eminente e ignoto infectólogo Carl Georg Friedrich Wilhelm Flügge, todo eso, está envuelvo en la promesa de unas nuevas humanidades críticas.

Lo llamo plusvalor para no decir ética profesional o cosas del estilo. Es la búsqueda por parte de todas las profesiones científicas del arpón que las enhebre, más allá de su campo específico y sus rutinas o formas de expresión, y las derrame sobre un espíritu de índole humanística, pero que no sea una abstracción de la voluntad de hacer el bien, harto dudosa si la proclamo excepcionalmente para mí mismo o para el individuo aislado. Sino la que se configure con destellos, fragmentos y trechos escogidos de una memoria universal, fundada en la crítica de los ritos cristalizados de cada afirmación del yo, para abrirla a lo que no puede medirse por la relación costo beneficio, y lo que no tiene otra presencia en nosotros que ser un fluido gratuito inserto en lo profesionalmente necesario y lo políticamente instituido del ser abierto indisciplinadamente al mundo. 

Solo así, la frase que dice que entre la economía y la salud prefiero la salud, puede entenderse. No como una desmesura anti económica, sino como el mejor tratamiento que pueda y deba tener la economía política, el que surge del saber que reposa en sus pliegues internos respecto a la elección de cuándo corresponde la subordinación a ese plusvalor, en este caso el sector de riesgo de la humanidad. Que no tiene edad, profesión, partidismo o religión, y al mismo tiempo puede ser el basamento de un nuevo tipo de política sensible a las existencias derramadas y arrojadas al mundo. Una suerte de metafísica existencial secreta, ya que no hace falta construir una bandera con ella. Pero se palpa como un tipo de humanismo nuevo, crítico de sí mismo, que piensa bajo la duda de sí y la afirmación de las grandes causas que recorren los subsuelos del pasado, del presente y del futuro. O sea, es el tiempo de una historia a veces desconocida e inclemente, que está hurgando en nosotros. La actitud del Doctor Rieux, “redactor” de La Peste de Camus escrita en 1947, es un interesante ejemplo. Rieux dice que había escrito ese diario -leído hoy vuelve a conmover-, “para dejar al menos un recuerdo de la injusticia”.

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*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.

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