La hora de los jueces – Por E. Raúl Zaffaroni
El catastrófico estado de las prisiones en que la anterior administración dejó las cárceles de la Provincia, es ahora una de las más graves pesadas herencias que provocó la desidia y el caos de una administración que actuaba para la platea pero que la pandemia eleva hoy al máximo y requiere medidas de extrema urgencia. Nuestra discutida justicia tiene ahora la oportunidad de demostrar a la sociedad toda que los jueces de nuestro Estado de Derecho son capaces de resolver de modo racional las urgencias dramáticas que plantea la emergencia.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
La Organización Mundial de la Salud advirtió el 23 de marzo último, refiriéndose a las cárceles europeas, por cierto, diferentes a algunas de las nuestras: «Las personas privadas de libertad en general, en las prisiones u otros lugares de detención son aún más vulnerables a la epidemia de coronavirus (COVID-19) que la población en general, como resultado de las condiciones de confinamiento en las que conviven durante largos períodos de tiempo. Además, la experiencia demuestra que los centros penitenciarios, las casas de custodia y similares, son espacios en los que las personas permanecen muy cerca unas de otras en las celdas, lo que puede ser una gran fuente de infección, amplificación y contaminación de enfermedades contagiosas, dentro y fuera de las prisiones».
«La transmisión generalizada de un patógeno infeccioso que afecta a la comunidad en general plantea la amenaza de introducir el agente infeccioso en las cárceles y otros lugares de detención; el riesgo de aumentar rápidamente la transmisión de la enfermedad en las cárceles u otros lugares de detención es probable que tenga un efecto amplificador de la epidemia, multiplicando rápidamente el número de personas afectadas, teniendo en cuenta incluso la salud de los agentes penitenciarios”. (…) «Es probable que los esfuerzos por controlar el OCDC-19 en la comunidad fracasen si no se aplican medidas firmes de prevención y control de infecciones (CIP), pruebas, tratamiento y atención adecuados en las cárceles y otros lugares de detención, y se hayan editado recomendaciones específicas y medidas preventivas y cautelares para la epidemia de coronavirus en las cárceles, entre las que cabe destacar: considerar medidas no privativas de la libertad en todas las etapas de la administración de justicia penal, incluidas las etapas de instrucción, juicio y condena, así como en el momento de cumplir la sentencia. Debería darse prioridad a las medidas no privativas de la libertad para los acusados en prisión preventiva y los reclusos con perfiles de bajo riesgo y responsabilidades de cuidado, con preferencia para las mujeres embarazadas y las mujeres con hijos a su cargo».
En el “Ángelus” del domingo 29 de marzo, el Papa Francisco, refiriéndose a la vulnerabilidad a la pandemia de quienes están obligados a vivir en grupo, agregó: “Me dirijo de modo especial a las personas que están en las cárceles” … “Pido a las autoridades que sean sensibles a este gran problema y que tomen las medidas necesarias para evitar una tragedia”.
Las medidas dispuestas por la Cámara Nacional de Casación Penal en el orden federal y por la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires en el ámbito bonaerense -esta última procurando coordinar esfuerzos con el Ejecutivo provincial- van en el sentido que postula con urgencia la OMS.
El catastrófico estado de las prisiones en que la anterior administración dejó las cárceles de la Provincia, es ahora una de las más graves pesadas herencias que provocó la desidia y el caos de una administración que actuaba para la platea (es decir, para sus medios hegemónicos), pero que la pandemia eleva hoy al máximo y requiere medidas de extrema urgencia.
En diciembre la Provincia de Buenos Aires tenía 51.135 presos para 24.200 plazas en sus cárceles; 45.000 en cárceles y alcaldías, 4.100 en comisarías y 1.900 con monitoreo electrónico. La concentración de superpoblación era de 210% (ONU dice no pasar de 120%), o sea que donde cabía un preso tenían más de dos. Había unos 25.000 presos de más.
La población penal vulnerable a la pandemia es alta: 2.468 presos de alto riesgo; 476 con HIV, 233 con tuberculosis, 809 con diabetes I y II, 950 con enfermedades respiratorias (EPOC, neumonías, dializados, oncológicos), 644 mayores de 65 años, 58 madres con niños y bebés, 20 mujeres embarazadas (en total, 3.182).
La Provincia tiene 65 cárceles y alcaidías en diferentes puntos de su territorio, a las que entran y salen diariamente el personal de custodia, el administrativo, el de sanidad, los proveedores de alimentos y los familiares que, personas todas que obviamente podrían diseminar el virus en las localidades donde viven. Son 24.124 sólo los empleados del Servicio Penitenciario de la Provincia que transitan todos los días estos establecimientos.
Los esfuerzos del tribunal de máxima instancia penal federal y del supremo de la Provincia deben apoyarse y profundizarse, pero quizá sus directivas no sean suficientes o no lo sea la celeridad con que se cumplan sus directivas, en parte porque no respondan con la urgencia que la situación requiere los jueces y fiscales de las instancias menores.
En este momento no es posible pensar en una ley, cuyo trámite sería demasiado lento y problemático, especialmente porque no se reúnen los órganos legislativos. Las soluciones deben ser más rápidas, puesto que es imperioso adelantarse al virus, es decir, ganarle la partida. Acaso tampoco faltará quien piense en un decreto de necesidad y urgencia (DNU), lo que tampoco deja de ser problemático desde el punto de vista constitucional.
¿Pero es que en realidad es necesaria una ley del legislativo o un decreto del ejecutivo?
Desde el punto de vista jurídico penal estricto, o sea, desde una sana dogmática penal acerca de la pena, no lo creemos necesario, dado que de lo que en definitiva se trata, es que los jueces resuelvan aplicando responsablemente nuestro derecho penal vigente, haciéndolo –como siempre debe ser- conforme a los principios que se derivan de la Constitución Nacional.
Del artículo 1º de la CN, o sea, del principio republicano de gobierno, se deriva la exigencia de racionalidad de los actos de gobierno. En una República, toda autoridad debe actuar racionalmente y, por ende, frente al delito, la respuesta penal también debe ser racional, lo que implica proporcional (principio de proporcionalidad).
A este último principio responde que la escala penal del homicidio simple sea de 8 a 25 años y la del hurto simple de un mes a 2 años: cada escala corresponde proporcionalmente a la respectiva gravedad del derecho lesionado y, a este respecto, nadie postularía lo contrario.
Las escalas penales están fijadas en tiempo de privación de libertad, que conlleva un sufrimiento inherente a ésta, y dentro de su máximo y mínimo el juez sigue la misma regla para individualizar la pena para cada caso concreto, es decir, precisa la proporcionalidad en el caso individual.
La relación delito-pena se establece, pues, por el legislador y se particulariza en cada caso por el juez conforme al principio de proporcionalidad (+ delito o lesión = + pena = + tiempo de prisión).
La proporcionalidad se altera y la pena se vuelve desproporcionada cuando el sufrimiento aumenta, lo que de por sí sucede con la superpoblación penal, pero ahora se suma a ella la amenaza de muerte (y aún más su materialización), lo que excede de modo abismalmente desproporcionado el de la mera privación de libertad y sus inevitables consecuencias, que fue el que tuvieron en cuenta el legislador al establecer la escala y el juez al individualizar la pena.
En cuanto a la mitad de los presos que no están condenados, o sea, a los procesados o presos sin condena (en prisión preventiva), rige lo dispuesto en el art. 18 de la Constitución: Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.
En este momento dramático, la pandemia altera la proporcionalidad de modo astronómicamente insólito, dado que la mortificación del art. 18 CN es de tal magnitud que pasa a ser una amenaza de muerte inminente. A eso se suma el peligro para el personal penitenciario y, en cuanto a la difusión de la pandemia misma -como lo advierte el documento de la OMS-, el riesgo para todos los habitantes.
Además, no sólo se trata de peligro de vida por infección, sino también –y quizá incluso más- por el eventual caos que puede desatar el pánico en las cárceles.
El miedo anonada –decía Sartre-, hace perder el sentido de los actos; en las prisiones esto es necesario evitarlo a toda costa, por la vida de los presos y del personal. No le recomendamos a nadie la experiencia de un caos carcelario; los que intervinimos en varios de estos momentos dramáticos lo sabemos. No se debe llegar a esa situación y menos aún resolverla con represión pura o con liberación tumultuaria y descontrolada: cualquiera de esos caminos sería catastrófico en todos los sentidos.
Las penas deproporcionadas son ilícitas y repugnan en definitiva al elemental sentimiento de justicia, se vuelven en contra del debido acatamiento del derecho, porque la arbitrariedad y la injusticia debilitan el respeto al derecho.
Además, desde hace bastante tiempo los tribunales internacionales consideran que las meras condiciones de prisiones altamente superpobladas configuran tortura, máxime cuando la ley internacional adoptó una definición de tortura que no la limita al sufrimiento infligido con la finalidad de obtener información, sino que incluye la que se practica con cualquier otra finalidad.
Con mucha mayor razón, esta calificación cabe a la prisión en las condiciones de riesgo de muerte por infección y por violencia, introducido ahora por la pandemia, sin contar con el antes mencionado peligro para el personal y para la comunidad.
Por ende, si la relación tiempo-sufrimiento se ha alterado de modo tan inusitado, violando tan ostensiblemente el principio de proporcionalidad republicano, se hace indispensable que los jueces recompongan la proporcionalidad (+ sufrimiento = menor tiempo). Esto es lógica jurídico penal pura, no necesitamos ninguna ley, porque es la ley misma.
No se puede alegar la cosa juzgada, porque en definitiva no se altera ninguna sentencia: la pena es la misma que impuso el juez cuando sentenció, calculando el sufrimiento inherente a la privación de libertad y no la amenaza de muerte por infección o por violencia. Lo único que se hace es recomponerle su proporcionalidad en obediencia a la CN, adecuando el tiempo al sufrimiento real a condiciones impuestas por la emergencia actual.
Tampoco se desconoce ninguna ley en el caso de los presos no condenados, o sea, en prisión preventiva, puesto que no se hace otra cosa que evitar mortificarlos más allá de lo que la seguridad exige, cumpliendo con la ley constitucional expresa.
Nuestros jueces no necesitan ninguna ley extraordinaria ni ningún DNU para resolver de esta manera, pues les basta aplicar nuestro derecho penal vigente, sólo que como siempre debe hacerse, es decir, como lo manda la CN, en el marco del respeto al principio de proporcionalidad de las penas, derivado del principio republicano de gobierno: se trata simplemente de recomponer el tiempo de pena adecuándolo al nuevo grado de sufrimiento y al riesgo que la emergencia crea también para el personal y la comunidad toda.
Dicho de una manera un tanto brusca, pero en definitiva cierta, la emergencia plantea una disyuntiva judicial férrea: o se aplica el derecho penal conforme a los principios constitucionales, o bien los jueces se convierten en autores mediatos de torturas, también conforme al derecho penal y a la Constitución.
Más allá de lo que puedan contribuir los otros poderes del estado a los que corresponde apoyar, la responsabilidad de la hora recae fundamentalmente sobre los jueces.
Dado lo inadmisible de que los jueces se conviertan en autores mediatos de torturas, sólo queda que nuestra magistratura no se duerma en un lecho de calma burocrático y que, por el contrario, se apresure por el camino de la primera variable; que los tribunales máximos profundicen las medidas; que los de las instancias menores decidan conforme al saber jurídico penal constitucional con la urgencia y premura del caso.
Nuestra discutida justicia -injustamente criticada en bloque por algo protagonizado por una minoría institucionalmente patológica- tiene ahora la oportunidad de demostrar a la sociedad toda que los jueces de nuestro Estado de Derecho son capaces de resolver de modo racional las urgencias dramáticas que le plantea cada emergencia, en especial cuando se trata de tutelar la vida humana y que, por ende, cuando llega la hora crítica saben asumir su plena responsabilidad en el marco del derecho vigente, sin eludirla con la pretensión de derivarla en los otros poderes.
*Profesor Emérito de la UBA
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