El debate sobre la posibilidad de presos políticos en el marco de una democracia ha puesto en evidencia ante el gran público, la existencia de un discurso jurídico fuertemente normativista que aborda la realidad recurriendo sistemáticamente a las tradicionales, y por ello consolidadas, categorías y definiciones académicas.
Por Guido Risso*
(para La Tecl@ Eñe)
El debate sobre la posibilidad de presos políticos en el marco de una democracia ha puesto en evidencia ante el gran público, la existencia de un discurso jurídico fuertemente normativista que aborda la realidad recurriendo sistemáticamente a las tradicionales, y por ello consolidadas, categorías y definiciones académicas.
Un elemento cuestionable de dicho razonamiento es su dificultad para gestionar la complejidad, pues para esta escuela la realidad es representada por un molde jurídico prestablecido y cada fenómeno social o de poder que pretende examinarse, es rápidamente convertido en una figura geométrica que encaje en alguno de los espacios disponibles en dicho molde; ahora ¿que sucede si de repente tienen delante una figura no prevista y que no encastra en ninguno de los espacios disponibles?
Dos cosas: esa figura no existe (negacionismo) o la liman hasta que de una forma u otra encaje en alguno de los espacios prestablecidos (reduccionismo).
Por ello, por ejemplo, ciertos juristas sostienen que como en Bolivia no se clausuró el Congreso y en realidad el presidente Morales presentó su renuncia, lo sucedido allí (conforme las categorías y definiciones clásicas) no fue un golpe de Estado, sino una crisis institucional generada por malas decisiones que en su momento tomó el presidente Evo Morales y que finalmente condujo a que las fuerzas armadas -por televisión- le pidieran la renuncia a un presidente constitucional en ejercicio.
Este sistema de argumentación negacionista aplica también respecto del concepto de “preso político” que, por ser en términos teóricos sustancialmente incompatible con la democracia, no podría suceder bajo dicho sistema político.
Algo así como decir que por el solo hecho de vivir en una democracia constitucional estamos todos automáticamente a salvo de injusticias y desigualdades, pues según dicho razonamiento es imposible que la democracia y sus instituciones permitan que sucedan determinadas cosas, de lo contrario habría una contradicción en los propios términos.
Ahora bien, si esto fuese exactamente así, la población carcelaria no provendría de un mismo sector socioeconómico, o frente a ciertas enfermedades no habría quienes puedan pagar remedios y tratamientos médicos mientras otros ni el colectivo al hospital, o todos disfrutaríamos de nuestra vivienda digna y entonces no veríamos -en democracia- familias viviendo en la calle, o todos tendríamos acceso a una alimentación suficiente y como sociedad democrática no padeceríamos el flagelo de la desnutrición en ningún rincón del país.
Sin embargo, a nadie se le ocurriría concluir que como el sistema penal es selectivo, la salud no está garantizada plenamente para todos por igual, vemos familias con nenes viviendo en la calle o existe la desnutrición, entonces no vivimos en democracia. ¿O será que incluso en democracia y en el marco de un Estado de Derecho, pueden suceder cosas “imposibles” sin negar por ello la existencia de la democracia misma y el Estado de Derecho?
Afirmar lo contrario, es decir, negar la posibilidad de ciertos fenómenos basados solo en que en democracia no serían teóricamente posibles por la denominada contradicción interna terminológica, nos hace correr el riesgo de naturalizar injusticias y desigualdades, como pasa cuando -luego de casi cuatro décadas de democracia- vemos niños revolviendo la basura en pleno Estado constitucional y convencional de derecho.
*Profesor adjunto regular de derecho constitucional, UBA
@rissoguido
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