¿Qué es una fundación política? – Por Horacio González
Horacio González sostiene en este artículo que con la asunción de Alberto Fernández como presidente y de Cristina Fernández como vicepresidente, asistimos otra vez en la Argentina a un espíritu fundacional que llama a la unidad nacional al tiempo que sugiere tácitamente que esa unidad es tan necesaria como condicionada por el hecho de que su enunciación contiene su necesaria dificultad. González afirma que la experiencia política que se abre en la Argentina está relacionada con una de sus tradiciones, la más notoria pero la menos mencionada, la de un humanismo crítico a la espera de un nuevo nosotros activo, que sabrá criticar justamente las descaminadas opciones de lo humano que ofertó el mercado torpe del ideario neoliberal.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
1. Dos discursos
Dos discursos ajenos al costumbrismo y a la trivialidad indulgente que domina la política nacional, han sacudido el cuerpo general de la razón crítica argentina. Uno, el discurso de Cristina Kirchner ante los jueces de Comodoro Py, pleno de recusaciones fundadas en el método argumentativo y la pasión por la restitución de una verdad quebrantada. Y el otro, el de Alberto Fernández en su asunción, que trazó un sugestivo panorama de la situación de la República, donde se postuló una reposición del campo político democrático -es decir, de una socialidad crítica y madura al mismo tiempo-, lo que con el gobierno anterior, destructivo y autodestructivo a la vez, casi había desaparecido. Ahora bien, cada discurso empalma con el otro, cada cual es la entrelínea del que lo antecede y lo sucede, al enérgico rechazo de Cristina a un sistema judicial obediente a pactos oscuros que lo ponen al borde de su extinción, le sigue la afirmación de Alberto sobre un “nunca más” a ese tipo de justicia en operaciones, que sigue la ruta y los objetivos de la gendarmería demolicionista de la historia, la sociedad y las personas, la cual ensayó el macrismo.
¿Qué significa decir “entrelíneas”? Que un discurso se yuxtapone a otro como la institución penetra a la pasión y la pasión a la institución. El discurso del Presidente estuvo repleto de alusiones fundantes, que luego trataremos de explicitar mejor cuáles serían sus notas distintivas. En primer lugar, el nombre propio de Alfonsín, el primero que aparece en la lista de menciones que acaso han sido deliberadamente pensadas para que el discurso de Alberto flote en una atmósfera propiciatoria, puntuada de sutiles simbolismos. Luego la serie de “Nunca más”, casi todos ellos ligados a trazar una línea demarcatoria entre pasado y presente -cuestión a discutir, un sentido rectilíneo es consustancial a los grandes discursos, aunque la historia con sus flujos subterráneos suele burlarla-, junto a los recuerdos de Néstor Kirchner y Esteban Righi, el primero como maestro político, el segundo como fuente nutricia de sus estudios sobre el Estado de Derecho. Hacia el final, el agradecimiento a Cristina Kirchner, a la que le confiere las notas de generosidad y visión estratégica. Decir estratega, desde luego es decir conductor, según la larga descendencia griega de este concepto.
No se nombra, salvo lectura apresurada o desatenta de nuestra parte, al Perón y al peronismo, dando por sentado, desde luego, que es desde esos nombres implícitos que el orador enuncia lo que estamos escuchando. Pues bien, no se trata en este momento de hacer ningún análisis del discurso, ciencia infusa que no practico, sino de situar un discurso en el océano de la acción política. Quizás a la manera de Hannah Arendt, aunque no aseguro serle enteramente fiel, al decir que el pensamiento escrito discursivo se formula como una promesa, y anticipa en su capacidad enunciativa una suerte de contrato de lectura -uso libremente este dudoso concepto-, por el cual el horizonte de expectativas que se formula, son eso mismo, expectativas. Ellas podrían no cumplirse pues la voluntad que las explicita se deberá enfrentar a obstáculos no expresados o bien desconocidos, por los cual el concepto abstracto, pero necesario, de Argentina Unida, revelaría su imposibilidad por el tenor de las luchas no declaradas que contiene. Declaradas esas pugnas de intereses diferenciados, constitutivos de todo orden político, por sí inestable, el discurso puede quedar prendido solo a sus promesas, pero eso no quiere decir que no sean en sí mismas una revelación. Lo que revelan es precisamente lo que parece su contrario, una acción en la que se forja el sujeto, configurado entonces como una unidad frágil de pensamiento y acción, revelación de la novedad para el ser político que la recibe como efecto discursivo, que no es diferente a la vida activa, sino su espera como efecto demorado. Por eso cuando se produce, parecería un efecto sin causa, lo que Maquiavelo llamó veritá effetuale, esto es, lo que pasa en la dialéctica secreta de lo real, sin aparente textualidad, como si los hechos brutos dirigieran la decisión, pero la decisión, finalmente, es la potencialidad del texto, discurso u oración del político.
2. El dilema fundacional
Dicho esto, divagación necesaria, volvamos a la importancia del discurso que consideramos fundacional, por todos sus reconocimientos y entronques con un pasado que estaba latente -pues no se adopta una idea de historia lineal, sino de un pasado que está a la espera, esperando no su repetición, sino su versión, en todo caso su penúltima versión-, y que retorna con una modalidad de retorno fundativa. Es decir, no interfiere en la historia efectiva, sino en uno de sus capítulos repudiables, que se manifestaron como todo aquello con lo que hay que cortar, más allá de cierto pesimismo del que impone un tajo al flujo historia, en el sentido de que elementos o corpúsculos preexistentes en la época que toca a su fin, siempre permanecen como vestigios que no dejan de ser nuevamente suscitados en la época que se desea fundacional. Alfonsín habló también de una fundación o una refundación y al mismo tiempo inauguró la idea de un pluralismo social, advirtiendo así que la sociedad que había imaginado el peronismo que lo antecedió se tornaba un comunitarismo reacio al vivir plural. Una revista oficial del alfonsinismo se llamaba precisamente así.
Pero el dilema era que el fundador -que no se llamaba jefe, ni caudillo, ni conductor-, no obstante, obstruía la cadena de pluralidades, esos eslabones equivalentes que años después Laclau explicaría que uno de ellos sería una sobrecarga vacía que explicaría a los demás. El fundador alfonsinista no lo sabía, y deseaba pasar por lo que no era, siendo verdaderamente un eslabón superior, un meta-eslabón respecto a una pluralidad no menos existente por el hecho de que también era interferidas por una figura que se hallaba por encima de ellos, por ser precisamente quien le daba su nombre, tal como ahora quedó registrado en el propio discurso de Alberto Fernández.
En este discurso de la asunción, como ya se ha dicho, la idea fundadora no sutura nada de lo abominable del período inmediatamente anterior, pero llama a la unidad nacional, y nunca deja de sugerir, tácitamente, que esa unidad es tan necesaria como condicionada por el solo hecho de que su enunciación contiene su necesaria dificultad. No es necesariamente la fórmula deconstructiva de Laclau, el ser “necesario pero imposible”, pero en algo se le acerca. Tal unidad contiene la permanente dialéctica del conflicto, de manera constituyente. No en vano se denuncia también la coalición mediático-judicial, hecha por Cristina en la misma sede en que ella se manifiesta, ese sórdido edificio de Comodoro Py, el viejo asiento de Vialidad Nacional, si mal no recuerdo. En los últimos tiempos fue la sede de una vialidad cuyas vías eran el secreto del procedimiento que había creado una ficticia pero letal superestructura judicial que intercambiaba su arbitrio juzgatorio con las corporaciones mediáticas, bien conocidas, en la oscura dialéctica de la ilegalidad dentro de la legalidad. Eso dejó en ruina a un sector mayúsculo del mundo judicial más elevado, y a buena parte del mundo periodístico que actuó en las tinieblas. La denuncia de Cristina, in situ, para empelar esta expresión judicial, se hizo en el propio locus donde estas tropelías eran ejecutadas.
Su discurso, como una sentencia maestra, imputó con veracidad a los que la imputaban inverídicamente. La verdad es inherente a las secuencias internas de un discurso, a su vehemencia, a su naturaleza efectual que en sí misma produce el efecto inmediato desestructurante en el estrado donde se sitúan los enjuiciadores que serán enjuiciados. Cristina produce una gran escena donde el único juicio lo producía la historia. Cuando se dice que ella es la única que absuelve, los jueces que no sirven a la verdad, sino que apelan a una justicia con desvíos intrínsecos provocados por ella misma -un para-sí corporativo que hace circular datos secretos sin verosimilitud, tal como ocurre con las finanzas que se arrogan su propia clandestinidad de circulación-, serán jueces que se verán ante una perentoria conminación de devolverle piezas esenciales a una nueva justicia realmente independiente.
3. Alberto y Cristina
El presidente no podía hacer un discurso que omitiera este “je acusse” de Cristina, pero si no debía pasarlo por alto, debía decirlo de otra forma, en el plano de la apelación a un consenso general, a lo que llamó un contrato de ciudadanía social, que al mismo tiempo que sugiere una tradición contractualista, al invocar al “ciudadano social” ya de por sí introducía en el cuadro del ciudadano roussoniano, la ciudadanía social que corresponde a un mundo de las multitudes naufragas, donde la flexibilidad laboral y la precariedad general de la vida son las amenazas a conjurar. Esta consigna de ciudadanía social contractual se convierte entonces en una bandera contraria al neoliberalismo. Y de modo explícito. El eco en el discurso de Alberto respecto a la definición de Cristina sobre el nudo trágico que protagonizan las corporaciones mediáticas, las jurídicas y los servicios de informaciones, fue el concepto novedosísimo de Estado Secreto, estrictamente lo contrario al ciudadano social contractual. Son conceptos de un abanico que sale de infinitas conversaciones, rescatadas por grandes escritos de la historia de la teoría política, que encuentran así su modo de convertirlas en veritá effetuale. En la voz, ahora, del presidente y la vicepresidenta de la Nación. Esta última, en un discurso posterior a la fiesta musical en Plaza de Mayo -donde, digo de paso, hay que afinar mejor los conceptos estético-políticos bajo los cuales un evento de esta naturaleza debe presentarse-, citó La Cabeza de Goliat para señalar la histórica malformación entre el núcleo metropolitano de Buenos Aires y Gran Buenos Aire respecto del “interior del país”.
Este título corresponde a un libro de Ezequiel Martínez Estrada, escrito en 1940. Haber citado a este autor en horas muy plenas en las que se menta el retorno del peronismo, significa algo muy importante. Pues este autor fue siempre considerado un “gorila”, “gorila de izquierda” en todo caso. Pero en la historia de la escritura argentina es imposible pasarlo por alto, además de que su relación con el peronismo, es hora de reconocerlo, es mucho más compleja que lo que la lectura habitual suele considerar. Rasgos de apertura, entonces, que se corresponden con el modo en que reafloran identidades que se deben mirar a sí mismas en su propio tránsito hacia su alteridad constructiva, su otro provechoso, su adversario fructífero, que por ser considerado “enemigo”, impidió durante mucho tiempo observar realmente quienes eran los personajes que detentaban y detentan el obstáculo contra lo popular, no una abstracta oligarquía sino precisamente los núcleos móviles que bajo el sustrato de los nuevos poderes mundiales, emergen un día con máscara judicial, otro día financiera, otro día comunicacional y al día siguiente se colocan el nombre de “economías de la información“ y así esquivan la percepción unilineal -aunque históricamente es un real concreto-, de lo que en el pasado se llamó oligarquía.
El famoso autor del 18 Brumario escribió que Bonaparte III “daba un golpe de estado todos los días”. Gobernaba con mentalidad golpista. Eso pasaba con el macrismo, y ahora se mostrarán con una cutícula republicana, pero ya maniobran con sus espasmos y taconeos. Comienzan a decir que hay un gobierno bicéfalo. Examinemos esta “acusación republicana”. Cristina, al decir de Alberto, es una estratega. Difícil definir tal cosa, pero ensayemos una frase. Lo es quien hace del tiempo que se abre ante sí no una inmediatez, lo hace quien hace de los discursos que escucha a menudo, no una interpretación literal. El estratega tiene la inmediatez en la mediatez y lo literal en lo no literal. Para decirlo más claro, así no me dicen que escribo en difícil, el o la estratega viven cada singularidad efectiva en medio de un cálculo incierto y de un sinfín de metáforas disponibles que dejan caer su intensión retórica, convirtiéndolas en objetos de la cotidianeidad hablada. Además, es estratega quien intuye que su plenitud de presencia también se compone de la percepción de que está demás. Se propone así una paradoja, ser más en cuanto se dispone a quedar en menos. Por eso, cuando se detalla como “generosidad” su indicación de Alberto Fernández -indicación que no es un dedazo, sino una facultad carismático-democrática, al decírselo así no está dicho todo.
Generosidad hay, pero es una generosidad que inevitablemente ofrece un lugar y crea otro de mayor importancia. Hay sin duda un interés desinteresado, máxima moral de las más relevantes, pero esto debemos entenderlo como la invención de un campo de irradiación que no es posible describir con palabras del politólogo, sino con las intuiciones del apostador ante el abismo. Pienso en el jugador de Dostoievski, que me perdonen los que piensan que estoy exagerando. De tal modo que no solo no se resiente la institucionalidad republicana, sino que ahora sí comienza la república verdadera, la que se estuvo a punto de perderse en la boquita pintada de la Carrió, cuando esta venerable palabra salía de sus labios amamarrachados.
4. No hay gobierno bicéfalo, hay república con densidad social
De tal modo que hay ahora varias figuras que hacen al nuevo oropel decisivo del Estado. El presidente que ha dado suficientes muestras de su autonomía, de su crecimiento personal en la campaña, de sus sutileza y ubicuidad, que no se la debe a nadie más que a su propia sensibilidad que despierta ahora ante multitudes, y en recintos vibrantes y tensos, cuando antes era un parlamentario ducho en tenidas televisadas y de charlas entre cofrades que seguían con atención su arte de la moderación. Ahora está también ante el abismo sin perder su cantábile, el cantar moderado, libre y articulado. Ha ganado mucho con eso, y debe convivir como primer magistrado con la segunda magistrada de la república, que a su vez encarna la entrega de un don, hecho que la saca del papel secundario que cumple en la institución para ponerla también en una primacía de la extra-institución, allí donde está la ciudad abierta de los libres productores y los ciudadanos del contrato social. Es una forma compleja de la amistad política, como se vio en el palco musical de la Plaza de Mayo, con la vicepresidenta hablándole de usted al presidente, indicando suavemente algunos pasos a seguir y dificultades que conoce por experiencia propia. Y el Presidente, obligado a vigilar constantemente su voz autónoma, que todos también le reclamamos, y ella desde luego que también, respondiendo con la anécdota no intrascendente de cuando conoció a Néstor, o sea, al mismo tiempo que ahora fue indicado, desde antes él ya estaba allí. Su real autonomía es parte del rol de Cristina, cuyo inédito papel de vicepresidenta debe mantener la vigilia sobre los ecos de su nombre en la sociedad. Así como también debe cuidar que la tensión creativa con el presidente no se desbarranque. El republicanismo se intensifica y se hace democrático, radicalmente democrático, porque todos debemos cuidar esta configuración que es inobjetable institucionalmente e inobjetable en el corazón herido de una sociedad movilizada.
No hay un gobierno bicéfalo. Hay una institucionalidad cada vez más compleja, como corresponde a estas sociedades castigadas, que si no buscan el camino de estas formas de poder cuyo sentido plural se muestra en la convivencia de la sutileza política con el arte de afirmar una presencia en la donación de lugar, de crear disposición en lo que parece un retiro, caerían nuevamente en la falsía del gobierno anterior. En ese gobierno había un comando ubicado en movimientos secretos de las finanzas y los plexos comunicacionales reticulares que asfixian lo social, y un presidente que bailoteaba como un pájaro descoyuntado en un balcón que se sabe bien lo que significa. Alberto y Fernández no se mostraron juntos en ese balcón, en el que no iban justamente a danzar como un cuzco despatarrado, sino a agitar poderosos recuerdos del memorial argentino que acaso convenía mantener en sordina, amortiguando los efectos de una mímesis con un pasado en el que sin dudas hay piezas enmohecidas disponibles para su revisión.
La experiencia política que se abre en la Argentina está relacionada con una de sus tradiciones, la más notoria pero la menos mencionada, la del humanismo crítico. La humanitas de las nacionalidades, que cuidan de su inherencia a una identidad siempre en movimiento, pero tampoco descuidan a la patria universal, el destino de lo humano viviente que se encuentre donde sea, bajo los lazos territorios que sean, las religiones que sean, las razas, los sexos, los géneros que sean, los sistemas políticos que sean. A pesar del hilo de violencia que fundan todas las naciones y sociedades, hoy es posible tener una sensibilidad abierta hacia esa humanitas, que no deja de saber lo rudo de toda historia. Porque lo sabe, inclina la balanza de los lazos intergrupales y sociales, hacia esa humanitas crítica. Todo se reclina sobre la condición humana, como basamento último del llamado a una unidad en la dispersividad conflictiva de las existencias. ¿Quiénes lo vieron así? Echeverría en el Dogma Socialista, Alberdi en El crimen de la guerra, Hipólito Yrigoyen, con el krausismo, una doctrina de la “oración laica”, que compartió con Sandino, Martí, Rodó y el batllismo uruguayo, ahora degradado.
No vale condenarla por idealista, porque era un conocimiento sobre la sacralidad de los pueblos, o sea, sobre su derecho a la autonomía y a la justicia social. Son mencionables asimismo las fuentes humanistas del peronismo, con sus dos alas, el humanismo nacionalista comunitarista de Perón y el humanismo de izquierda de Cooke, y en estos días, el humanismo del discurso de Alberto Fernández que habló de una “mirada de humanidad” en su alocución iniciática, y Cristina, en su recusación a los estrados de las operaciones jurídicas, que mostró que cada vez que se muestra que no hay justicia en la justicia, a esta hay que refundarla apelando al estrato anterior a todas las cosas, la voz humana articulando su autodefensa con la evidencia de lo que se quiere para sí mismo, es válido porque es lo que se desea convertir en ley universal. Por eso digo: hay otra vez en la Argentina un espíritu fundacional, que se demuestra aun los que no estaban preparados para encarnarlo, pues ahora hablan como si esas notas de emancipación colectiva los tocara sin que lo hubieran percibido. Actuar en consonancia con una nueva época sin percibirlo es la prueba máxima de que hay un humanismo crítico a la espera de un nuevo nosotros activo, que sabrá criticar justamente las descaminadas opciones de lo humano que ofertó el mercado torpe del ideario neoliberal. Sobre estas plataformas construiremos.
*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.
1 comentario:
Mierda. hay que leer una y dos veces para entender, y coincidir en algo o en todo. pero básicamente pienso que hoy, este gobierno, nosotros, tenemos que pensar, discutir, escribir, leer, como nunca...
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