5/20/2019

cualquiera, menos macri

La audacia (y el cálculo) de Cristina

La decisión de Cristina Fernández de competir por la Vicepresidencia y colocar al tope de la fórmula presidencial al «dialoguista» Alberto Fernández conmovió el tablero político argentino. Con esta decisión, el kirchnerismo se mueve hacia el centro para debilitar la «grieta» que atraviesa la sociedad argentina y sacar al macrismo de su eje. 

Por Fernando Manuel Suárez 

Si algo no le ha faltado nunca a Cristina Fernández de Kirchner, y al kirchnerismo en general, es audacia e iniciativa política, tanto en tiempos de oficialismo como de oposición; en tiempos de concertación plural o de «batalla cultural», de cadenas nacionales diarias o de silencios prolongados. La noticia es que Cristina Fernández depuso su candidatura presidencial en favor de Alberto Fernández y se reservó para ella la Vicepresidencia. Alberto Fernández fue jefe de gabinete de Néstor Kirchner, estuvo distanciado durante diez años de la ex-presidenta, a la que criticó con dureza, y más recientemente se transformó nuevamente en su consejero de confianza.

El anuncio sorprendió a propios y extraños, incluso entre los que van a jurar que «lo sabían», y fue el corolario, parcial y momentáneo, de unas semanas políticas en que Cristina Fernández volvió al primer plano tras largos meses de prudente silencio, solo interrumpido por un video en el que denunciaba una persecución contra su hija Florencia Kirchner y daba a conocer la enfermedad que mantenía a esta en un virtual (auto)exilio en Cuba. Su vuelta al centro de la escena, como en otras ocasiones, mostró más de lo mismo, pero con la innovación necesaria como para dejar descolocados a muchos actores políticos y, a pesar de que ya se han derramado ingentes ríos de tinta, a la mayoría de los analistas. Fue más de lo mismo, porque Cristina Fernández se colocó una vez más en enunciadora única y principal de su espacio –con plena legitimidad, por cierto–: lo que se presenta como un «renunciamiento» también es una decisión unívoca e inapelable. No fueron pocos los opositores que, con más desazón que sorna, expresaron con fingida ironía que es la primera vez en la historia que un vicepresidente nombra a su candidato presidencial.

La ex-presidenta mostró en estas semanas todo el repertorio de su genio político, en una faceta que la muestra comedida y prudente. A principios de mes, la publicación y la presentación de su libro Sinceramente la pusieron en contacto una vez más, aunque en un formato inusual, con las multitudes que la aclaman y reclaman. El tono de su discurso, conciliador y prudente aunque férreo («creo que para neutrales están los suizos»), contrastó con el entusiasmo de una concurrencia que clamaba por su líder, con fervor y esperanza, esperando el anuncio de una candidatura presidencial que no llegaba ni llegaría. Lo que sí se notaba –aunque hoy suene como un ademán teleológico y una falsa pretensión premonitoria– era el creciente predicamento que Alberto Fernández, el desterrado e incluso el «traidor», que viene a dar testimonio de un kirchnerismo dispuesto a olvidar las ofensas pasadas en pos de un objetivo mayor.

La contrapartida del reencuentro de la líder con sus entusiastas seguidores –que evocan, así sea a la distancia, aquellas atiborradas plazas que fueron una postal durante todo el kirchnerismo– fue el anuncio de estos días. Aunque contrastante, este también es un rasgo idiosincrático del kirchnerismo: las decisiones palaciegas, intempestivas e invulnerables a las filtraciones periodísticas. Las decisiones políticas del kirchnerismo, es decir de Cristina Fernández, sobre todo en materia electoral, han estado siempre alejadas tanto de las tentaciones de la democracia interna como de la dictadura de las encuestas. Se trata de una política que discurre a un ritmo propio, una política de intuiciones y lealtades, en una guerra de guerrillas para atacar la trama que con éxito desarrollaron el jefe de gabinete macrista Marcos Peña y el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba durante los últimos años. Al esquema de democracia algorítmica bajo auditoría permanente desarrollado por el gobierno la ex-presidenta respondió con un repertorio de la (buena) vieja política de intrigas y golpes de efecto.

¿Quién es Alberto Fernández? ¿Qué implica su nombramiento? ¿Qué impacto puede tener? Las preguntas son muchas y, como hasta el momento, las respuestas apresuradas y taxativas no parecen ser la mejor opción. Parte alguna vez del armado político del ex-ministro de Economía Domingo Cavallo, Alberto Fernández fue un actor fundamental en el armado y el gobierno de Néstor Kirchner, pero también una de las salidas más resonantes del gobierno de Cristina Fernández tras la «crisis del campo», en 2008.

Continuó durante estos años trabajando en diferentes espacios del peronismo alternativo, con posiciones más centristas, con un tono que no escatimaba críticas al kirchnerismo. Fue uno de los muchos «amnistiados» por Cristina Fernández en sus esfuerzos de reconstruir su espacio político, pero demostró no ser uno más. Poco a poco, su figura, aunque siempre en un segundo plano, fue ganando centralidad en esta nueva etapa del kirchnerismo y, sobre todo, del liderazgo de la ex-presidenta. La presentación de Sinceramente en la Feria del Libro de Buenos Aires dejó en claro, para aquellos que aún dudaban, que tras los años de ostracismo Alberto Fernández estaba nuevamente en el centro de las decisiones y en el círculo de mayor confianza de la ex-mandataria, junto con su hijo Máximo Kirchner y el ex-ministro de Economía Axel Kicillof. Su encumbramiento va en desmedro de otros actores, que han probado tanto su irreductible lealtad como su inconmensurable impericia política: «la ex-presidenta no encontró nunca a nadie que pudiera reemplazarlo, ni como parte de su estrategia política, ni como vocero ni como operador todoterreno», escribió Diego Genoud.

El nombramiento de Alberto Fernández sirve, en principio, para diluir un poco la figura de la ex-presidenta como engranaje fundamental de la polarización –la famosa «grieta»– que, sobre todo desde el inicio del gobierno de Cambiemos, se ha alimentado durante todo estos años. El candidato viene a limar las aristas más ásperas del kirchnerismo y le ofrece a Cristina Fernández la posibilidad de demostrar cierta vocación de amplitud y desapego a concentrar el poder. La acusación de soberbia –principal defecto endilgado a la ex-presidenta por el propio Alberto Fernández en modo opositor– encuentra una vía para atenuarse, al tiempo que Mauricio Macri muestra su faceta más inflexible al rechazar, al menos por ahora, cualquier posibilidad de deponer su candidatura en favor de la gobernadora María Eugenia Vidal, el llamado «Plan V» que promueve una parte del establishment.

La decisión tiene mucha más carnadura de lo que parece a primera vista, al margen del desconcierto que produjo. En términos generales, la fórmula Fernández-Fernández, como ya la han popularizado en las redes sociales, es stricto sensu la primera formalmente oficializada como tal. Esto traslada la responsabilidad al terreno adversario y a los posibles candidatos a enfrentarlos; por el momento sobra pasmo y faltan decisiones. Para la mayoría de los analistas, la elección de Alberto Fernández, incluso por sobre otros candidatos posibles para realizar el mismo enroque, es un mensaje directo a ciertos sectores del peronismo no kirchnerista articulados en Alternativa Federal y, muy especialmente, al llamado «círculo rojo», es decir el poder económico y financiero.

En tal sentido, la fórmula presidencial viene a dar cuerpo a los indicios de moderación que el discurso de Cristina Fernández ya había mostrado en sus últimas apariciones públicas. La candidatura de Alberto Fernández está llena de señales, no así de votos propios. Una figura más pensada para el posible futuro gobierno –que se presume difícil en muchos órdenes, sobre todo económico– y para un balotaje. Un dato no menor es que el flamante candidato no tiene acusaciones de corrupción en su contra, uno de los flancos más débiles de la ex-presidenta, quien enfrentará un proceso judicial en plena campaña.

Parece apresurado determinar, aunque los analistas no se han privado de ello, si este anuncio representa el fin de la «grieta» (José Natanson) o, bien por el contrario, su ratificación, aunque en un tránsito desde una polarización defensiva, de repliegue, hacia una ofensiva que busca ampliar el territorio de caza electoral (Andrés Malamud). Incluso llevará tiempo poder medir su posible impacto electoral en las encuestas. El efecto más inmediato se verá en sus posibles adversarios o aliados, que tendrán que decidir qué hacer en las próximas semanas.

Hay un escenario abierto, pero los actores han comenzado a ordenarse. La oficialista alianza Cambiemos basó su supervivencia en la agitación del fantasma del regreso del kirchnerismo. Lo hizo con éxito hasta que sus propios fracasos fueron erosionando la eficacia de ese mensaje. El espacio ha sufrido una seguidilla de derrotas electorales provinciales que no hace más que alimentar la incertidumbre, incluso respecto a la candidatura del propio Macri. El kirchnerismo, por su parte, tras una larga seguidilla de reveses, ha comenzado a alimentar su versión de la polarización, con eje en el fracaso económico del gobierno y el abandono de su propio sectarismo. La nueva fórmula presidencial parece dar cuenta de eso, pero parece pronto para medir sus efectos. Finalmente, el tercer espacio «antigrieta» –apoyado por socialistas, radicales disidentes y un sector minoritario del peronismo, e incierto en su volumen y potencial– fue ratificado por el ex-ministro de Economía Roberto Lavagna, quien posterga su lanzamiento pero no descansa en su plan por avanzar sobre el electorado y los aliados de Cambiemos. En una primera instancia, con resultados aún inciertos, la estrategia que combina audacia y cálculo –rasgos que alguna vez Beatriz Sarlo le atribuyera a Néstor Kirchner– parece ser la correcta, dado el efecto que produjo sobre el peronismo el anuncio de Cristina Fernández.

«Cualquiera, menos Macri» comenzó a resonar como el lema para lograr un triunfo opositor, con el tercer espacio incluido en la ecuación. Alberto Fernández asumió la responsabilidad de intentar de poner fin a ese kirchnerismo tan «intenso» como derrotista, de dar el golpe decisivo al tambaleante gobierno de Cambiemos. Alberto Fernández quiere ser ese «cualquiera»; la última palabra, como siempre, la tendrán las urnas.

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