Carrió y Tita Merello
Elisa Carrió se compara con Tita Merello pero en nada se asemeja a ella porque Carrió es una pobre imitación de Lilita, y Lilita el torpe exabrupto de una señorona llamada Carrió. Es el verdadero espectro golpista de este triste presente argentino que encarna la glosa viva del espíritu destructor del Neoliberalismo.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Clausewitz había afirmado, para el afán citador de la posteridad, que la guerra era la continuación de la política “por otros medios”. Estaba claro. Era la época clásica. Guerra y política eran dos ámbitos diferentes, podían superponerse sin perder su singularidad, y además, los medios por los cuales una continuaba a la otra eran “diferentes”. “Otros medios”. Las relaciones de articulación, tranferencia, semejanza, diferenciación, eran todo lo nítidas y claras como podían serlo en un mundo donde los géneros de las cosas podían aun categorizarse sin intranquilizar demasiado a la razón, a la voluntad o a la intuición. Ya no es así. Podríamos definir el tan mentado Neoliberalismo que recorre el mundo -no es un fantasma sino un dañoso prestamista de infaustas ideas-, se ha encargado en primer lugar de liquidar las categorías clásicas para comprender la vida política y social. Nociones como Nación, Estado, Instituciones, Justicia, han sido horadadas por dentro, y ya no es posible reconocerles los atributos específicos que tuvieron durante el largo ciclo de la modernidad capitalista.
Muy sucintamente, la era capitalista fue comprendida como un momento primitivo que creó desposeídos y poseedores; como un momento de justificación ética para proceder legítimamente a tal acumulación o como un tipo general de conocimiento que permitía pensar en común las teorías sobre la riqueza, la biología y el lenguaje. Ya sea que se mantuvieran segmentadas las acciones humanas (economía, política, justicia), ya sea que se las pensara como una unidad superior de comprensión de la historia, pero diversificada en áreas separadas (lo biológico, lo político, lo artístico), en todos los casos era posible pensar un mundo socio-histórico con ámbitos diferenciados y un conjunto de tesis o razonamientos que intentan convertirlos en proyectos totalizantes, siempre mediante estudios de pasajes de un género a otro. Se desea la totalización respetando los géneros, clases y variedades específicas de la acción humana y su sentido delimitado en cada caso.
Con el neoliberalismo esto queda suprimido y podríamos definir al neoliberalismo como la creación de un tipo de actividad gerencial que surge luego de la hecatombe de los compartimentos diferenciados de la acción colectiva, en interacción cambiante, un tanto irracional, entre ellos. Esos compartimentos y esa interacción son los que el Neoliberalismo anula. Un ejemplo de interés para demostrarlo es la evolución de los medios masivos de comunicación mediante imágenes móviles. En especial la Televisión. ¿Qué ha pasado con ella en relación a sus especialidades narrativas? Si antes dependía de sus diferentes “géneros narrativos”, esto ya no acontece ahora. Se ha producido un brutal agrupamiento forzado entre distinciones antes respetadas: noticiario, ficción, entretenimiento, entrevista, publicidad, deportes, sermón nocturno. No quejarnos. Esto ocurre en todo el mundo y en algunos lugares, oh sorpresa, está más avanzado que en lejana Argentina. En Italia, el complejo pan-mediático puso un presidente, que antes pasó por el fútbol, noble deporte también hoy afectado por su mundialización televisada, terreno específico y grandioso del mercado mundial de cervezas, zapatillas, camisetas y toda clase de mercancías. Aun así, subsiste, el pobre, en la maravilla desmayada de un bello gol, una ocurrente gambeta. ¿Por qué no Tinelli? La palabra “sueño” recorrió todo el siglo XX político. ¿Por qué no agregarle ahora la palabra bailando? ¿Zaratustra no bajó de la montaña como un bailarín? Pero lo que tenía para anunciar en nada evoca la escabrosa peripecia tinelliana.
Ahora, el movimiento general de la cultura en cuanto a la supresión de géneros, al destabicamiento absolutista de todo sentido, de toda singularidad que se mantenga sobre ejes que le sean propios, inherentes solamente a ella, aunque conectadas con antenas implícitas con todo el orbe universal de los signos… bien, todo eso se nos aparece en extinción, y ni siquiera lo realiza con el canto agónico del cisne. Viejas observaciones críticas sobre la “industria cultural”, sirvieron en algún momento de tímida advertencia sobre el carácter que asumía la producción de los valores de uso, que se tornaban un arsenal de signos que se elevaban a una esfera alegórica para posibilitar su intercambio. Esta esfera ya se ha consumado como una realidad que sella con un lacre pringoso, buena parte de la conversación política, bastando apenas dar como ejemplo el modo en que el ex ministro de Cultura -vuelto a un casillero anterior en el juego de la oca que practica el gobierno con los ministerios-, al decir que la relación de Macri con Peña es como la de Tom y Jerry. ¿Qué tendríamos contra un gracioso gatito y un tierno ratón? Nada, pero sí estableceríamos querella con la forma ya irreversible de que el estallido de los géneros convirtió en sistemática la fusión entre la lengua de la industria cultural y la lengua específica de cada profesión, de cada situación, de cada individuo, de cada ámbito de pertenencia, de cada rango existencial, la ceremonia pública, el grito callejero, el cántico de la tribuna, el dictamen judicial, la frase amorosa e íntima. Todas esas mamparas que hacen posible el lenguaje, en el orden corporativo comunicacional y en la ahora secretaría de cultura, creen que pueden pasarlo así nomás por alto. A fin de “ser mejor comprendidos”.
Pero quizás nadie está en mejores condiciones para ejemplificar esta trágica torsión de las culturas políticas mundiales -que la retrogradan-, que un personaje llamado “Lilita”, que actúa como gran funámbula de la política argentina, y goza ante cada una de sus macarrónicas apariciones con el propio papel de pin-up girl, asumidas y festejadas por ella misma como la intervención de “una actriz de teatro griego o del Maipo” -así lo dijo ante un Morales Solá en la Televisión (quizás buscada polaridad entre estos dos personajes, al áulico derechista y la derechista que goza con sus desbordes)-, o como “Tita Merello”, con la que al parecer se comparó en otro programa. ¿Qué le agrega a este personaje “político” el hecho de asumirse como una bataclana del barrio de la Mondiola, y presentar esa performance como un dato fuerte de la política? No vale entonces criticarla por eso, sino examinar las condiciones de producción del propio personaje, tal como ella misma lo ofrece con su propia autodescripción asumida. Teatro griego, teatro Maipo, o Tita Merello. Ya muchos observaron los juegos de su mirada promiscua y amenazadora en el set televisivo. Que asusta, intimida y causa un ligero pavor en su hipócrita comicidad, lo sabemos. Guiña un ojo, ya casi involuntariamente, como un tic mecánico de su rutina, y eso produce un efecto equívoco. Por un lado, señala que está actuando y por lo tanto debe suspenderse la credulidad política para abrir un compás de comicidad. Por otro lado, se subraya con ese gesto la importancia filosa o guillotinadora que tiene su frase en la coyuntura política.
¿Qué le debe esa representación “teatral” a su consumada elección por una “cruzada moral”? Como se sabe, “Lilita” -me gusta como pronuncia seriamente ese nombre de fantasía el personaje que hace de “circunspecto guardián del orden”, Morales Solá-, es partidaria de una única división social, los honestos y los cobardes, los valientes y los corruptos. Vibran estas dicotomías con fuerza. Distinciones basadas en confrontaciones históricas -pueblo y oligarquía, proletariado y burguesía, emancipación o servidumbre, opresores y oprimidos-, pierden en ella su fuerza clásica debido a que ese rayo fulmíneo que separa los dos campos de la moral pública, están sostenidos por la “actriz griega Tita Merello”. Todos los argentinos de cierta edad algo sabemos, será mucho, será poco, sobre Tita Merello. Su franca notoriedad se fabricó con su honda gestualidad de la “cantante rea”, surgida del conventillo, el “yotivenco”, cargando el drama de los sin nombre, elevada desde la carencia al tablado, desde donde la actriz puede despreciar a los hombres humilladores con su nueva posición en las candilejas, que le señalan el ser deseante y el ser deseada. El “se dice de mí” atraviesa todas las capas de la conciencia social fusionada con la conciencia de género. Víctima de habladurías, las fomenta deliberadamente sólo para que los entendidos conozcan su trama espiritual interna, la pureza y la bondad redentora. Con Filomena Marturano, quizás su obra cinematográfica más recordada, se profundiza su tema esencial, la herida profunda que causa la deshonra temprana que siempre pervivirá en una biografía que logra el éxito personal, la convivencia con el mundo de los conquistadores. Será entonces una justiciera involuntaria en el mundo al que ahora pertenece, pero del cual no olvida que desde allí la han castigado. No conviene abusar, por muchas razones, de los paralelismos, pero en esa vida actoral hay no pocos ingredientes de los que caracterizaron a Eva Perón.
Carrió ejerce su papel tiránico bajo el nombre amable de “Lilita”. Toma sus impulsos más calculados de tradiciones insurgentes, maneja esa impostura de base con sorprendente habilidad. Se trata de pertenecer al más profundo orden conservador con manierismos de la rebelde, la sediciosa. Mientras Patricia Bullrich solo encarna la triste unilateralidad de su mimetismo final -gendarme, represora, cara de triste celadora perversa-, Lilita mantiene su metamorfosis en estado puro. No teme que los primeros planos televisivos muestren su sonrisa, como una forma supletoria de la intimidación, su mirada por el rabillo de los ojos, su guiño a la audiencia, como una contraseña secreta para millones: “miren cómo los engaño, cómo los asusto, cómo los pongo en caja, cómo sé hacer de dominatrix”. Como es evidente que atravesó por discursos ideológicos del liberalismo social -en un tiempo mítico que ya no recuerda-, salen de sus labios palabras propiciatorias. Ninguna como “corrupción”, en la que encarna realmente su máximo papel de santidad purificadora, vigía de la conversión de los políticos al estrato níveo al que la obra de la redentora los conduce. Pero no olvida pronunciarse sobre temas del antiguo “sabor a progresismo”, con que antaño reclutara a no pocas almas de clases medias argentinas. Explica la salida de Quintana del gabinete macrista -su relación con “Mauricio” es la de la actriz hipnótica e histriónica que le da y le quita simultáneamente-, como una lucha contra los laboratorios, que se negaban a abaratar los remedios oncológicos. Allí alcanza los máximos picos de su actuación. Ya ha acusado a los golpistas, a los que confían en las aspas de cierta máquina voladora, cumpliendo su rol de coracera blindada de la más rancia derecha argentina, propone “o ellos o yo” situando al presidente en disyuntivas pseudo-trágicas a las que Macri es totalmente ajenos pues tiene una conciencia monocorde, además de que precisa sumisión, o sea más radicales a su lado, pero lejos. Y por si fuera poco, establece su lugar como el de la jueza de las almas muertas, de las que salva a los que ella designa de valientes.
En el catálogo de oposiciones de Carrió, la disyuntiva cobardes o valientes la maneja como miembro de la Corte Suprema de los Espíritus Redimidos. Representa su tragicomedia con rústicos elementos alarmistas, pero le agrega a eso un aviso hipnótico: “estoy representando”. Es la que ha llegado a los dominios perfectos de golpismo icónico, de la semiología del aterrorizamiento. Está más allá del macrismo porque está más allá de sus posibilidades terrenas, por lo menos en lo que respecta a la pobre política de este desgraciado país. Actúa por rayos emanados de sus apariciones fantasmales pero calculadas en los medios masivos que producen imágenes. Es una actriz, en efecto, pero no Tita Merello. Como toda verdadera actriz, la Merello representaba “papeles”, en los que no poco ponía del modo en que imaginó su biografía. La Carrió se despojó de su biografía. Es el verdadero espectro golpista de este triste presente argentino, al servicio de los poderes más oscuros que se sedimentaron en todos los partidos políticos tradicionales. Actúa con los detritus más oxidados de la conciencia pública y con ellos organiza su cuerpo y su verba moralista, llamando a una purgación que, si no nos equivocamos al interpretarla, es una sala de tormentos en que desea alevosamente empujar a toda la vida política argentina. Emanada de los medios masivos de producción de imágenes, atraídos también por estas farsas y pantomimas, es un testimonio vivo de qué se ha logrado en el neoliberalismo, en términos de la disolución masiva de los géneros argumentales, teatrales o informativos. Si en nada se parece a Tita Merello, mucho más lejos de halla de Antígona. Ni siquiera Niní Marshall podría imitarla redepente, porque la Carrió es una pobre imitación de Lilita, y Lilita el torpe exabrupto de una señorona llamada Carrió. No encarna a la República. Encarna una glosa viva del espíritu destructor, confusionista de géneros, del Neoliberalismo.
Buenos Aires, 5 de septiembre de 2018
Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional
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