Pedro Karczmarczyk analiza en esta nota cómo el agravamiento de la crisis del macrismo, que viola procedimientos democráticos establecidos para la gestión de gobierno, pone en juego la convivencia democrática y el Estado de derecho en nuestro país.
Por Pedro Karczmarczyk*
(para La Tecl@ Eñe)
El agravamiento de la crisis del macrismo ha impuesto un cambio en el tenor de los análisis políticos. La certidumbre de que se abre un nuevo tiempo convive con la incertidumbre acerca de su naturaleza. Aunque es muy difícil encontrar en el presente los trazos del futuro, algunas cosas parecen seguras, como por ejemplo que ya no resulta plausible caracterizar a “Cambiemos” como una derecha institucional, como una “derecha moderna” o como una “derecha democrática”. Hace cosa de un año atrás la melange de lo crudo y lo cocido de “Cambiemos” permitían que esta caracterización se sostuviera con no poca plausibilidad. “Cambiemos” apela cada vez más a mecanismos de excepción, se saltea los procedimientos establecidos en diversos ámbitos de la gestión del gobierno y acaba desplegando un poder de fuego, tanto judicial como literal, inusitado. El camino iniciado con el encarcelamiento de Milagro Sala, que aparecía como un fenómeno marginal, excepcional en la lectura que hacía de los primeros dos años de gobierno del Pro una nueva derecha, acaba revelándose como la ejemplificación simple y directa de una lógica de gobierno.
Horacio González, en una nota aparecida en Página/12 el 24 de agosto, luego del discurso de Cristina Fernández de Kirchner en el Senado de la Nación, constató: “Están en peligro las fuentes primordiales del soporte convivencial de la Argentina” Me gustaría detenerme en este enunciado para reflexionar sobre el mismo.
El enunciado está motivado por lo que González denomina el “Bonadío-Prinzip”, es decir, por decisiones judiciales que no se ajustan a derecho, coordinadas para que su amplificación por los grandes medios de comunicación produzca un efecto inmediato, que no puede revocarse en sede judicial. En otros términos, “Bonadío-Prinzip” busca y usualmente logra un efecto de escarnio público que hay que calificar de “extrajurídico”. Pero que no se agota en este nivel simbólico o ideológico, sino que también interviene a nivel represivo, ya que priva de su libertad a los opositores políticos con procedimientos judiciales dudosos, apoyándose aquí en lo que se denomina, acaso con amargo sarcasmo “doctrina Irurzun”.
Evidentemente estas intervenciones trastocan la convivencia política, Mauricio Macri, quien asumió el gobierno procesado por la larga causa de las escuchas ilegales, o los grandes medios de comunicación, que se valieron de una retahíla de medidas cautelares para postergar la aplicación de la “ley de medios”, entran ahora en una lucha que parece ser a todo o nada. El ministro de educación se atrevió a designar al contrincante, apelando a una entidad que no existe más que el reino de la ficción: una alianza “kirchnerotroskista”.
Inexistente como es, este ser ficcional revela algo de la gobernabilidad macrista, acerca de lo que entra y lo que no entra en la misma. El “kirchnerotroskismo” designa simplemente a todo aquel sector político que no se aviene a sostener mansamente la gobernabilidad macrista, como lo hace un amplio espectro del conglomerado opositor, ya sea por convicción ideológica (como es el caso de grupos importantes del peronismo territorial), por necesidad económica (otros grupos del peronismo territorial), por temor a algunas de las formas del “Bonadío Prinzip” (donde podríamos contar, tal vez, a los sectores que abandonaron la bancada kirchnerista para facilitar el acuerdo con los fondos buitres y que han sido luego sostenes parlamentarios del macrismo) o por alguna combinación de estos factores.
A esta altura podemos ya circunscribir el alcance de las “fuentes primordiales del soporte convivencial de la Argentina”, se trata de un conjunto de reglas que caracterizan a la democracia política que nunca han sido tan fuertemente cuestionadas como hoy día desde la recuperación democrática en octubre de 1983. Se trata nada menos que de las reglas de juego de la política. Ahora bien, si decimos que uno de los contendientes juega “a todo o nada”, o, para decirlo con más dramatismo, a “matar o morir”, es porque, por ahora, nos da una pauta de lo que está dispuesto a hacer, que es siempre mucho mayor que lo que ya ha hecho. Como lo decía Hobbes, el estado de guerra no es la batalla, ni la lucha misma, sino el lapso de tiempo en el que reina la voluntad de resolver las diferencias mediante la batalla. Y si no nos equivocamos, la ruptura de las fuentes primordiales del soporte convivencial de la Argentina tiene ese sentido. Ese fue el sentido de los bombardeos a la población civil en Plaza de Mayo en 1955 y ese es el sentido de los encarcelamientos políticos que comenzaron apenas asumido Macri con el encierro ilegal de Milagro Sala, la cárcel para Facundo Jones Huala, y luego la prisión del ex vicepresidente Boudou en un proceso plagado de irregularidades, y finalmente el embate de Bonadío sobre Cristina Kirchner, pasando por las muertes de Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, y las frecuentes represiones a la protesta social, en muchos casos a partir de incidentes orquestados desde las fuerzas de seguridad.
Sin ningún ánimo de minimizar lo que implica la ruptura de las reglas convivenciales de la política, conviene tener en claro tanto la naturaleza como la magnitud y el alcance de este fenómeno. En efecto, las reglas convivenciales de la política no alcanzan para darle el tono a la vida social del país en general. Ese es tal vez el gran mito de la democracia recuperada en 1983. Cuando Alfonsín declamaba, con la incuestionable fuerza de apelación con la que lo hacía, que con la democracia se come, se educa o se cura, realizaba una operación ideológica de importancia: colocaba a las reglas de juego de la política en el lugar de las causas eficaces de la dinámica social, cuando en 1983 resultaba a todas luces evidente, que la política, las reglas de la política queremos decir, eran la continuación de la guerra por otros medios, que las reglas de la política no constituyen una ruptura, como quería Alfonsín, sino una continuación de las reglas de la guerra. Dicho de otra manera, que las reglas de la política son un efecto de las maneras en que se come, se educa y se cura en mayor medida de lo que lo es al revés. Ello era evidente, al menos para quien quisiera entenderlo, aunque esta voluntad de entender escaseara entonces, por motivos que también hay que tener presentes. Las reglas de política no translucían entonces a las reglas de la guerra, porque la lógica de la guerra de la dinámica social no tenía necesidad de insinuarse, de tan demoledora que había sido su última batalla.
Digamos algo más para circunscribir el alcance de las reglas de la política en cuanto “soporte convivencial” de la nación. En efecto, uno de los ejes sobre los que giraron los debates sobre la caracterización del gobierno de Macri a los que aludimos al comienzo es la continuidad durante el mismo de los planes sociales del kirchnerismo. Ahora bien, un mínimo análisis nos permite apreciar que las políticas de los planes sociales son una intervención del Estado que, en tanto que garante de los intereses de clase de la clase dominante, vela por sus intereses de conjunto, intervención que es tanto más eficaz cuanto es vivida como una ayuda del Estado hacia los más necesitados, como una intervención del Estado para la construcción de una sociedad más justa. Los “planes sociales” contribuyen a la reproducción de la clase trabajadora ante el hecho de que más de un tercio de la misma realiza su trabajo de manera informal y percibe salarios por debajo del nivel de subsistencia. La intervención estatal de los planes sociales hace juego con la reproducción de la sociedad bajo determinado modelo de acumulación del capital. Ello no implica desconocer su necesidad y la validez de los reclamos de planes sociales, sino simplemente señalar que son la respuesta a un problema que no pueden solucionar.
Se nos permitirá un párrafo acerca de la cuestión del Estado. Para la tradición liberal, que hoy domina en nuestras universidades y en nuestras pantallas de televisión, el Estado se presenta como una instancia que debería estar más allá de la sociedad civil, la instancia aquella en la que intervienen los ciudadanos, con sus intereses particulares y los conflictos que se derivan de ellos, es decir, como aquella instancia que debería velar por el mantenimiento del “orden público”, concebido, en última instancia, como el libre juego de los intereses particulares, o dicho de otra manera, con el funcionamiento normal del mercado. En su versión progresista el Estado se propone como tarea igualar las oportunidades iniciales en la carrera de los talentos. En consecuencia, el Estado no puede admitir representar a intereses particulares, aunque siempre lo hace, porque eso implicaría renunciar al carácter público del Estado, que es casi como decir, al carácter estatal del estado. El paso de lo público a los intereses particulares lo franquean los individuos calificados como ciudadanos.
Entiendo que es importante rescatar estos “ideologemas”, del pensamiento liberal, porque forman parte de nuestro sentido común, y porque el bombardeo mediático incesante no debería eximirnos de reconocer que el mismo tiene lugar sobre algunas concepciones de fondo, que se producen en otra parte (en la escuela, en la familia, en las relaciones laborales, etc.). El bombardeo mediático activa, despierta, orienta o reorienta eventualmente, pero no produce por sí mismo estas concepciones de fondo. En la producción ideológica hay tiempos y eficacias diversas. Para comprobarlo bastaría que se pusiera a funcionar el aparato mediático en un sentido ideológico inverso, dejando incambiados el funcionamiento de la escuela, la familia y las relaciones laborales. El resultado no sería una sinfonía con disonancias eventuales, como lo es actualmente, sino una disonancia constante.
El estado árbitro de la tradición liberal, concebido como una condición que supera el ruinoso conflicto interindividual, supone la constitución de los individuos como sujetos de derechos y de obligaciones, e impone esa condición como la condición por excelencia para la participación política dentro de las reglas de la política de las que venimos hablando. Participar en la política es participar como ciudadanos, es decir, como individuos, de manera que se vuelve inaccesible a la mirada, para sí mismos y para otros, la condición de clase en la que consiste la existencia social de los individuos, que tendría un carácter social, pero no político. Pensemos por ejemplo en la situación en la cual un sindicato intervenga en la discusión con su patronal reclamando acceder a los balances de la empresa y participar en los planes de inversión a futuro de la misma. Ello resultaría coherente desde una concepción que reconoce que los individuos existen en condiciones sociales determinadas, que son condiciones de clase, (siendo un efecto de clase, por ejemplo, que los hijos de la clase trabajadora sean masivamente de clase trabajadora). Pero no lo sería en términos de derechos individuales. No hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar el talante airado de reacciones que esta pretensión suscitaría (¿con qué derecho un conjunto de individuos, no propietarios, podrían inmiscuirse en los asuntos de otro individuo, este si propietario de un medio de producción?). Se trataría de una situación que pondría en jaque, de otra manera, a las reglas de juego de la política establecidas desde 1983.
Se podría pensar, sin duda, que a lo largo de nuestro análisis hemos corrido el eje. A fin de cuentas, nuestra lectura del enunciado de González nos pone frente al hecho de que parecen romperse algunos acuerdos tácitos de la política desde 1983, sobre todo la tendencia a dirimir las diferencias mediante contiendas electorales. Esto todavía no se ha concretado, pero la beligerancia del grupo en el gobierno nos obliga a considerar esta hipótesis. ¿Están dispuestos Macri y su grupo de CEOs a recibir un tratamiento análogo al que reciben ahora Milagro Sala, Boudou, De Vido o Cristina Kirchner? Ello podría ocurrir si un futuro gobierno recogiera los muchos cabos sueltos que deja el macrismo y abriera causas por el blanqueo de capitales, por las cuentas de los Panamá Papers, por la toma irregular de deuda, por el financiamiento espurio de la campaña, por el manejo de la pauta publicitara estatal, el naufragio del submarino, etc. Siguiendo con nuestro análisis, ello sería tanto más sorprendente puesto que, de acuerdo a una caracterización usual, el macrismo es el país gobernado por sus dueños, reducidas al extremo las mediaciones políticas, lo que pone una vez más en primer plano las cuestiones de clase.
Quien me haya seguido hasta aquí comprenderá que estas consideraciones implican una revisión, es decir una crítica a la crítica que la transición democrática hizo de la crítica de izquierda a la democracia burguesa. No se trata, a mi juicio, simplemente de recuperar esta crítica, para no ver en la democracia formal más que un disfraz de la dictadura de clase que constituye su base social, sino de reconocer en la democracia formal la manera y el medio efectivo del poder de la clase burguesa en condiciones históricas determinadas. Como tal, esta forma de ejercicio del poder realiza una suerte de “convivencia” o “entendimiento” entre las clases sociales que sólo funciona si no es vivido como tal (ya hemos señalado los efectos disruptivos de las clases sociales en el discurso político), es decir, que sólo funciona como un medio real, si este entendimiento entre clases es vivido como un “entendimiento” o una “convivencia” entre individuos, ciudadanxs, hombres, mujeres, etc., es decir, que sólo es eficaz en virtud de su carácter imaginario.
Si la democracia formal no es un mero disfraz, sino una forma imaginaria eficaz de ejercer la dominación de clase, ello significa, naturalmente, que hay otras formas de desarrollar esta dominación de clase, que exceden lo que podemos analizar aquí. Significa también que es posible y necesario un trabajo de cuestionamiento de su carácter imaginario, ya que el mismo puede acarrear efectos en el interior de la misma.
El deterioro del Estado de derecho en nuestro país, concretamente el hostigamiento judicial a la principal fuerza política opositora sugiere como un desenlace posible la proscripción del populismo, lo que implicaría el escamoteo real de la ciudadanía política (una figura ideológica y consecuentemente imaginaria, pero, insistimos, no por ello menos real) para amplios sectores. Ello demanda la construcción de una fuerza popular en condiciones no sólo de enfrentar el ajuste mediante un programa alternativo, sino también de enarbolar un conjunto de demandas democráticas consistentes con los intereses de las masas trabajadoras y populares. Discutir el sentido de la convivencia democrática nos parece entonces, una tarea teórico política a la orden del día.
*Doctor en filosofía, Inv. En CONICET, Prof. de Filosofía contemporánea, UNLP.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario