Sobre el alcance histórico de la elección de AMLO
La victoria de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) abre una esperanza para México. Aunque el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales respecto al de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, se destaca por la insistencia en la cuestión moral. Es decir, justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron.
Hay que festejar un acontecimiento histórico: la primera derrota electoral de las derechas mexicanas reconocida como tal. A la historia remitió también el discurso y las promesas de campaña de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y sus aliados, y quedó inscrita en el nombre mismo de la coalición: «Juntos haremos historia». El alcance real del gobierno que nació del voto del 1º de julio irá decantándose en el tiempo y solo se podrá sopesar retroactivamente. Sin embargo, algunas cuestiones afloran inmediatamente como parte del debate que se abre a partir de este acontecimiento.
Con la elección de López Obrador culmina un largo y tortuoso proceso de transición formal a la democracia. El resultado en las urnas de este domingo vehiculiza la plena alternancia en el poder al quedar plasmada la derrota electoral de las derechas y la victoria de la oposición de centroizquierda, aquella que había aparecido en 1988 para disputar al Partido Acción Nacional (PAN) el lugar de oposición consecuente al Partido Revolucionario Institucional (PRI). A treinta años de distancia, cabe recordar que desde entonces se asumía que el PAN era una oposición «leal», que comulgaba con el neoliberalismo emergente y con el autoritarismo imperante. La alternativa planteada por el neocardenismo y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) propugnaba simplemente el retorno al desarrollismo, pero con un acento más pronunciado en la justicia social. Pero diferencia de esa izquierda, AMLO y su partido, el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), coloca a la corrupción como el factor sistémico, como causa y no como consecuencia de las relaciones y los (des)equilibrios de poder y de las desigualdades sociales. El horizonte de la revolución democrática implicaba un proyecto de transición no solo formal sino sustancial: el igualamiento de las disparidades socioeconómicas como condición para el ejercicio de la democracia tanto representativa como directa.
El círculo de la alternancia –y también del beneficio de la duda– que se cierra con esta elección, marca un pasaje histórico significativo pero que no garantiza el alcance histórico del proceso que se iniciará el próximo 1º de diciembre. Más aún con unas expectativas tan elevadas como las que suscita AMLO cuando sostiene que encabezará la «cuarta transformación» de la historia nacional, autoproclamándose el heredero de Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas. Lejos de todo izquierdismo, el presidente recién electo privilegia el rasgo moralizador y el perfil de estadistas y demócratas de estas figuras. No hay truco ni engaño. Según su programa y su discurso de campaña, AMLO apuesta por una transformación que atañe fundamentalmente a la refundación del Estado en términos éticos, por eso propuso una nueva «Constitución moral». Solo en segunda instancia, su propuesta tendrá las reverberaciones económicas y sociales necesarias para la estabilización de una sociedad en crisis. Del éxito de la cruzada anticorrupción se deriva no solo la realización de la hazaña histórica de moralizar la vida pública, sino la posibilidad de lograr tres propósitos fundamentales: pacificar el país, relanzar el crecimiento a través del mercado interno y redistribuir el excedente para asegurar condiciones mínimas de vida a todos los ciudadanos. Se trata de una ecuación que, para convencer a propios y extraños, ha sido repetida hasta el cansancio durante la campaña.
Respecto de los gobiernos progresistas latinoamericanos de las últimas décadas, el horizonte programático de AMLO está dos pasos atrás en términos de ambiciones antineoliberales pero se destaca precisamente por la insistencia en la «cuestión moral», justo en la que muchos de esos gobiernos naufragaron. Por otra parte, AMLO tiene ante sí el desafío de la pacificación (con todas las dificultades del caso) pero también la oportunidad de producir un impacto profundo y marcar un cambio sustancial respecto del rumbo actual. Por la urgencia y la sensibilidad que lo rodea, será en este terreno –más que en cualquier otro– en el que se medirá el alcance del nuevo gobierno, su popularidad y estabilidad en los próximos meses.
Por otro lado, la promesa de «hacer historia» convoca en principio a todos los ciudadanos. De allí la proclama de ir «juntos». Sin embargo, más allá de la transversalidad y la voluntaria ambigüedad de esta convocatoria de campaña, todo proceso político implica atender la espinosa definición del sujeto que impulsa y el que se beneficia del cambio. La fórmula obradorista tiene, desde 2006, un tinte plebeyo y antioligárquico: se construye sobre la relación líder-pueblo y la fórmula «solo el pueblo puede salvar al pueblo». Al mismo tiempo, tanto Morena como la campaña fueron construidos alrededor de la centralidad y la dirección incuestionable de AMLO, una personalización que llegó al extremo de llamar el acto de cierre de campaña AMLOfest y de usar el acrónimo AMLO como una marca o un hashtag (#AMLOmanía). Pero, junto al pueblo obradorista y a su guía, están otros grupos con creencias y prácticas muy diversas entre sí: los dirigentes de Morena y de los partidos aliados (Partido del Trabajo y el mayoritariamente evangélico Partido Encuentro Social) y toda la pléyade de grupos de priistas, perredistas y panistas que de forma oportunista cambiaron de bando a último momento. También hay vastas franjas de clases medias conservadoras, así como sectores empresariales a los cuales AMLO dedicó especial atención en la campaña en el afán de desactivar su animadversión y para poder contar con su colaboración a la hora de tomar posesión del cargo. Cada uno de ellos exigirá lo propio, pero sobre todo serán valorados en relación con su especifico peso social, político y económico, en aras de mantener el equilibrio interclasista y la gobernabilidad.
Siguiendo el esquema populista, el «juntos» y revueltos demuestra ser una abigarrada articulación de un vacío que solo pudo llenar la ambigüedad discursiva y, ahora, la capacidad de arbitraje y el margen de decisión del líder que la elaboró y la difundió. Entre equilibrios precarios y alianzas variables, se vuelve imprescindible el recurso a la tradición y la cultura del estatalismo y del presidencialismo mexicano –con sus aristas carismáticas y autoritarias– que, no casualmente, no fue cuestionado a lo largo de la campaña obradorista.
Al margen de los contenidos que, como anuncia el programa, oscilarán entre una sustancial continuidad del modelo neoliberal condimentada con dosis limitadas de regulación estatal y de redistribución hacia los sectores más vulnerables, la cuestión democrática es la que podría paradójicamente frustrar las expectativas de cambio histórico para reducirse a un esquema plebiscitario bonapartista ligado a la figura del líder máximo que convoca a opinar sobre la continuidad de su mandato u otros temas emergentes. El culto a las encuestas en el interior de Morena, tanto las que sirvieron para seleccionar a los candidatos como las que sostuvieron el triunfalismo de la campaña, podrían ser el preludio de un nuevo estilo de gobierno, en el cual el pueblo sea asimilado a la «opinión pública».
Esperemos que la transición formal a la democracia que hemos presenciado el 1º de julio y la experiencia de un gobierno progresista tardío en México no cierren las puertas a la participación desde abajo y, por el contrario, propicien el florecimiento de instancias de autodeterminación. Esto sí que podría abrir la puerta a una transformación histórica.
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