Por Horacio González*
(especial para La Tecl@ Eñe)
I
Podemos retroceder hacia el conocido escrito de Guevara sobre la excepcionalidad de la Revolución Cubana. Recordaremos que la laboriosa e incisiva argumentación del Ché no optaba definitivamente por una alternativa u otra –cumplimiento de las leyes de la historia o fisuras inesperadas de una excepción-, pero daba argumentos a favor de una y otra posibilidad, casi con un tono de diálogo socrático. Es un escrito clásico, superior a muchos trabajos más teorizantes sobre el mismo tema. No desarrolla acabadamente uno de los posibles factores excepcionales-que señala- consistente en una suerte de distracción del imperialismo norteamericano, que estaba cansado de Batista y confiaba que unos jóvenes ingenuos se lo sacaran de encima con el apoyo de la burguesía cubana, también disconforme con el dictador. Y detrás de ese tinglado… ellos, los norteamericanos.
No resumiremos todo este escrito sobre la excepcionalidad –en sí mismo excepcional-, salvo para recordar la semblanza que allí se hace de Fidel Castro, precisamente uno de los indicios evidentes de la excepcionalidad, que queda así descripta por Guevara como factor excepcional: “El primero, quizás, el más importante, el más original, es esa fuerza telúrica llamada Fidel Castro Ruz, nombre que en pocos años ha alcanzado proyecciones históricas”. Por cierto, Guevara no concede fácilmente a las tesis del hombre excepcional –en general no tratadas con simpatía en las izquierdas desde el célebre trabajo de Plejánov sobre “el papel del individuo en la historia”, y antes por las conclusiones a las que llega Marx en el 18 Brumario: "los hombres hacen la historia pero no en condiciones sabidas por ellos”. Pero los elogios a la figura de Castro se refieren claramente a sus videncias anticipatorias, su capacidad decisión, su destino vinculado a un liderazgo nato desde sus años de dirigente estudiantil, su sensibilidad para captar las necesidades colectivas, en suma, sus antenas siempre gozando de vivacidad para conectar con la vida nacional. Y aquí se cierra la tesis guevariana, respecto a que Fidel está investido de tal excepcionalidad del liderazgo porque su fuente de autoridad proviene del pueblo.
Se presenta una cuestión circular en la teoría de la excepcionalidad. No es entonces un ser providencial lo que tenemos ante nosotros, sino alguien cuya cualidad excepcional tiene una trama que lo precede, que es su sensibilidad para expresar al colectivo popular, y a la vez, no se deja de admitir que tal sensibilidad se tiene porque interpretó y expresó el canon de la excepcionalidad. Son muchos los tramos de este escrito que confían en las leyes de la historia, en la lógica ya prefigurada de las revoluciones, y asimismo cómo impuso para buscar en las rendijas de la historia objetiva un advenimiento del poder de la subjetividad. Guevara concluye que esa argamasa irrepetible que caracterizó a la Revolución ahora ya no sería posible el mismo modo, sobre todo por la sorpresa no preparada que significó que un grupo juvenil interpretado meramente como anti-dictatorial, proclamase un programa socialmente avanzado en toda regla.
Anuncia, pues, las futuras dificultades de la lucha. ¿Pero, no aparecerá en determinado momento de la jornada guevariana la idea del “foco campesino”, lejano de las ciudades, con hombres armados, mimetizados y esperando en la selva acometer con sorpresas contra las instituciones miliares formales, ya no la sorpresa casi involuntaria de Sierra Maestra, sino la sorpresa preparada por una minoría de voluntarios contra estructuras de poder ritualizadas.
II
Quien escribió esas tesis fue Debray, llamándolas “revolución en la revolución”, y bocetando aunque más no sea levemente, las tesis que ya se iban imponiendo en la filosofía francesa –Debray había sido alumno de Althusser-, referidas a los cortes epistemológicos y el acontecimiento como hechos autonomistas referidos a sí y en cuanto a sí, desprendidos de las determinaciones de la estatura. Por el lado que se viera, el de la excepcionalidad o el de las determinaciones conscientes y previsibles, la revolución tenía una forja épica que Guevara ve también muy claramente como un nivel de compromiso con el ser colectivo y –como hubiera dicho Marx- con el nivel alcanzado por la historia universal, que exigía que ese heroísmo fuera trasladado a la vida cotidiana. A partir de ahí, la Revolución se convirtió en un intento vastísimo y elocuente –en las zafras y su voluntariado, en la acción durante los huracanes, en la organización de los barrios y obviamente en los acontecimientos de Playa Girón- de traducir a la vida cotidiana la “res gestae” de los milicianos heroicos.
Todos estos razonamientos, sobre la sorpresa, el azar y las fuerzas colectivas, vinieron después y fueron aportes de Guevara, que traía del medio intelectual argentino por lo menos dos dimensiones de fuerte raigambre en sectores sofisticados de la cultura: una, la idea de aventura arqueológico-literaria, con vetas indigenistas y acción social entre los “condenados y pobres de la tierra”. La otra, una conciencia de que el capitalismo arrasaba al sujeto histórico con el poder reproductivo de la mercancía, forma del consumo en servidumbre e ideología deshumanizada, que en verdad consume hombres. Que el Ché tenía previas lecturas, es indudable; que en la selva se robustece como ávido lector, es una gran leyenda absolutamente creíble, como se expone en cuentos como los de Cortázar y las observaciones de Piglia sobre Guevara como último lector.
III
Con Fidel era algo distinto, como lo demuestra su formidable discurso ante el tribunal que lo juzga luego del asalto al cuartel Moncada. Esta pieza, digna de un tribuno romano, se compone de un alegato jurídico en torno a la legítima protesta ante el tirano –con citas de Locke, Santo Tomás, Juan de Salisbury, Rousseau. Esto es, aristotélicos, contractualistas, teólogos ciceronianos, discípulos del célebre obispo Thomas Beckett, sin duda textos leídos durante su permanencia estudiantil junto a los jesuitas, y luego específicos de las bibliografías jurídicas históricas. (Muchos años después, en las escalinatas de la Facultad de Derecho, en Argentina, recordó con nostalgia: “yo también era abogado”)
Pero en su testimonio Fidel los hace vibrar dentro de un relato de las acciones militares con sus numerosas alternativas y planos de animación, con pausa retórica perfecta para el respeto a los caídos, tramos donde se muestran razonamientos con lenguaje de tácticas y estrategias, y se esboza un programa social en los umbrales del socialismo al que hoy no tendríamos nada que agregar.
La existencialidad de Fidel, hasta ahí, no exhibe la “fuerza telúrica” que luego verá Guevara, sino una energía testimonial –no exageraríamos si le viéramos una no poco leve tintura cristiana, a pesar de las citas jurídicas, políticas y militares-, energía que se basa en decir que las verdaderas leyes están del lado del que asalta un cuartel del Estado y no a la inversa. Esta transposición de razones es un recurso clásico de la gran oratoria, y no abundan en la historia de estos países, piezas como éstas. Fidel, dice en un tramo de su alegato, que iba a pasar el último programa de Radio de Chibás, el líder demócrata al que él respeta sobre manera, quien precisamente se suicida como testimonio sacrificial en la misma emisión del programa. Ahorrará recordarle ese acto dramático a los jueces. Pero lo cierto es que en la catilinaria de Fidel hay algo suicida, de combatiente cristiano primitivo blandiendo doctrinas de Locke contra el Tirano.
IV
Hay una foto en la prisión, con algunos policías a su alrededor. Martínez Estrada, en Cuba, analiza esa foto. Era uno de los máximos pensadores del signo como alegoría y de la imagen como forma moral. ¿Y qué dice? Que Fidel aparece egregio, como personaje bíblico, mientras que los policías y soldados están empequeñecidos por el peso de su subordinación. Todo queda invertido en el peso de una imagen que revela la existencialidad de Fidel, “el hombre con fuerza telúrica”. En cambio, el mismo Martínez Estrada asiste a una charla de Guevara en la Universidad, y a él lo ve con túnicas romanas, como orador en el Foro. Este tipo de alegorizaciones, con todo, no formaba parte del repertorio y la lengua hablada de la Revolución y es posible imaginar que tampoco gustaba.
Veámoslo desde nuestro hendido presente: El discurso de su autodefensa ante la toma frustrada del Moncada, reposa en la fundamental pregunta sobre quién tiene derecho a juzgar; todo ello resguardado en citas y oraciones fúnebres de Martí, que son grandes piezas poéticas, como la dedicada al asesinato de los estudiantes de medicina en 1871, parte de los primeros sucesos independentistas. Es el encerrado que habla con la voz del perseguido, del desterrado universal. Imaginemos a esos jueces escuchando estas graves palabras de un abogado revolucionario preso, dándole extrema afectación a un hecho que se repitió muchísimas veces en la historia: “De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos”.
Este testimonio, que sin duda ha sido escrito en una celda –su arquitectura manufacturada con dúctil empeño impide pensar otra cosa-, tiene expresivos usos castizos del idioma (“juzgadme”, “os digo”). Sin duda, el vibrante “discurso” es una pieza leída. Pero por parte de la oralidad de Fidel, desde su voz en ráfaga hasta los roncos susurros finales, siempre estuvieron cerca de muy elaboradas execraciones, salidas de su imaginativa santabárbara de adjetivaciones. Continuamente en compañía de refinados anatemas. La factura de Juzgadme, la Historia me absolverá, es un escrito de la antigüedad clásica, para decirlo nuevamente, ciceroniano. Pero intercalada, le sigue la poesía de Martí, que juega su papel entre la crónica de guerra y la razón jurídica del perseguido, que invierte la maltrecha razón de estado.
“¡Cadáveres amados los que un día. Ensueños fuisteis de la patria mía, Arrojad, arrojad sobre mi frente Polvo de vuestros huesos carcomidos! ¡Tocad mi corazón con vuestras manos! ¡Gemid a mis oídos! ¡Cada uno ha de ser de mis gemidos Lágrimas de uno más de los tiranos! ¡Andad a mi rencor; vagad en tanto Que mi ser vuestro espíritu recibe Y dadme de las tumbas el espanto, Que es poco ya para llorar el llanto Cuando en infame esclavitud se vive!”. Conocido tramo martiano dedicado a los mártires del 71. José Martí lo fecha en Madrid, en 1872. ¿Cuánto de ese Fidel Castro perduró después, entre Cicerón y Martí? La existencialidad de Castro siempre tuvo una intensa agonía interna, sofocada siempre por su carácter grandioso. “Hay cadáveres” decía Perlongher. “Huesos carcomidos, tocad mi corazón con vuestras manos”: Martí. Hay mucha distancia entre ambas plegarias. Plegarias laicas, ambas, con leves toques de religiosidad pagana. Algo de ese espíritu de los que “se saben en muerte”, encontramos el argumento central del alegato jurídico-poético, que el justo es el rebelde y la injusticia está del lado del derecho establecido. Todo lo cual fue propuesto con singular maestría, sin apartarse de la doctrina de los grandes juristas y la de las constituciones liberales de todo el mundo, a las que cita.
V
En la Primera y Segunda Declaración de La Habana, a tres años de la conquista del poder, algo de todo esto ya se pierde. ¿Alma más se vio arrastrado por la escotilla de la historia cuando la lengua de digno encarcelado se torna voz pregonada hacia la humanidad toda? Hay tonos proclamativos, enunciados enfáticos, dictaminadores. Son consignas de lucha, pero con definiciones muy precisas. Quien sea que lo escribió –y suenan pasajes y rasguidos de la pluma de Fidel-, escribe una historia sucinta de las ideologías occidentales. “Ser liberal, proclamar las ideas de Voltaire, Diderot o Juan Jacobo Rousseau, portavoces de la filosofía burguesa, constituía entonces para las clases dominantes un delito tan grave como es hoy para la burguesía ser socialista y proclamar las ideas de Marx, Engels y Lenin”. Yacía aquí la conciencia de un demócrata radical que muy rápidamente había hecho el cálculo estratégico para el que la Historia que lo absolvía, a un tiempo lo autorizaba: la “etapa” socialista. Pero revolucionarios, en su momento, habían sido Diderot o Rousseau, y ahora Marx y Lenin. Y la revolución, en esas fechas tan tempranas, se definía como un almácigo donde cabían “el viejo marxista militante y el católico desprendido de los lazos con las oligarquías”. Esta historia de las burguesías revolucionarias pone a Cuba al borde de un socialismo insondable, que se enuncia con sobreentendidos propicios, al propugnar ya relaciones igualitarias con los países socialistas que existen en el mapa mundial del momento. Pero aquellos “huesos carcomidos” del pasado tienen su ventriloquía incesante en el interior de ese socialismo que batía sobre la historia cubana como ciertos días especiales el oleaje del mar caribe sobre el malecón.
De esta misma época es el discurso de los intelectuales en la Biblioteca Nacional de Cuba. He estado en la sala donde pronunció Fidel ese discurso. Pregunté, es claro, cuál era. No encontré nada especial en la indicación, que podría emanar de un frío profesional a cargo de los tantos turistas italianos o canadienses que pasean por la Ciudad. La solución que encuentra Fidel para un problema que entiende que es complejísimo –es finalmente el problema de la libertad y autonomía del arte-, lo lleva a decir “que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro”. Podemos evaluar hoy el significado de esta definición si dentro de lo que llamamos la existencialidad de Fidel –esto es, las condiciones en que expresa las corrientes subterráneas de su vida épica-, a la luz de lo que un cuarto de siglo antes habían discutido Trotsky y Breton en México. Breton escribe en el manifiesto que firman ambos junto a Rivera, la misma frase de Fidel. La versión final que corrige Trotsky ya no contiene ese agregado: “Toda libertad en el arte….”, sin que nadie diga “salvo que atente contra la Revolución”. Viejas discusiones, claro está. Pero siempre nos están esperando, de modo que no es bueno abandonarlas, para cuando regresen, si es que han regresado y ni lo sabemos.
VI
¿Qué otra cosa que revolucionario podía ser un arte signado por el impulso manifestante de esos tres hombres. ¿Eran necesarias más aclaraciones? Fidel inauguraba una discusión poderosa. La revolución podía ampliar al máximo sus pulmones. ¿No incluía viejos marxistas y católicos sin compromisos con diversas jerarquías? Pero generaba su propio derecho, era un infinito para-sí. En la existencialidad de Fidel la revolución es una metafísica, no hay otro derecho que la que ella promulgue, y así diciendo, adquiere cierta atemporalidad, cierta “eternidad”, que desmiente lo singular de la vida que realmente vivimos, en su específico trajinar por aquellas “excepcionalidades”. Hay que pensar, como último resguardo de una existencialidad revolucionaria, cuándo hay que emplear esas palabras, cuándo dotarla de un leve soplo metafísico, y cuándo relegar esa metafísica ante el incomparable espectáculo de la finitud humana y de las grandes construcciones sociales.
¿Qué la existencialidad del revolucionario no está obligada a pensar en ello? Seguro que no. Pero lo cierto es que Fidel lo pensó. Como dijo hace más de una década en la Explana de la Facultad de Derecho de nuestro país (con un dejo a la gran escalinata de la Universidad de La Habana, escalinata histórica, motivo de un gran reflexión de Lezama Lima, donde Fidel arrojó tantos discursos al aire de los tiempos). “No lo considero un mérito, sino también privilegio y azar afortunado de vivir, a pesar de los cientos de planes por acelerar mi viaje hacia la tumba…”. Pues eso dijo. No es posible que en la travesía de cualquier heroicidad revolucionaria no se piense en una muerte propia, a vivir exclusivamente por ese a quien le toca. No hay existencialidad revolucionaria sin el íntimo resguardo de un pensamiento sobre el irónico agotamiento de la existencia personal. Desde luego, Guevara tiene el alma repleta de esas intuiciones trágicas, contenidas en su aristocrático escepticismo, junto a su simétrico optimismo, no pocas veces luctuoso.
VII
¿Y Perón? En estos días en que la muerte de Fidel permite que apretemos extraños ramilletes de tiempo y salen muchos nombres de los arcones de la historia, que son los serafines desdichados de nuestra memoria, surgen comparaciones. No son viables. Pero no. Algo puede decirse al respecto, más allá de las idas y vueltas de Perón en torno a la Revolución Cubana, que englobó como un instantáneo tercermundismo, sin todas las aristas que realmente tuvo. Primero Cooke, que se deshace en la espectacular tarea de Pensar el imposible de Perón en una Ciudad gobernada por Fidel. Para el expatriado argentino, mejor a la izquierda de Franco que a la derecha de lo que ocurría en Cuba. Pero Cooke se fotografía con uniforme del ejército rebelde en Playa Girón, allí donde se desarrolla el drama filosófico militar que León Rozitchner ve en “Moral burguesa y revolución”. ¿No le ofrece Cooke esa foto al peronismo, que en su “mayoría silenciosa” la rechaza como ícono pervertido, y deja marchar a Cooke al encuentro de sus propias cenizas? No obstante, hallamos otra cosa: la carta testamentaria de Perón a Cooke –tan existente como desmentida por los caprichos de la historia- que dice, con un uso extrañísimo de la tercera persona: “en caso de mi fallecimiento, en él delego el mando, su palabra será mi palabra, su decisión será mi decisión”. No hay escrito similar en la historia argentina, porque además éste no sólo emana de una idea, que como un rayo fugaz, atraviesa la mente militar de Perón –“puedo ser puesto fuera de combate”-, sino porque el tipo de jefatura de Perón no era “telúrica” como con adjetivo certero o equivocado calificó Guevara la de Fidel, para certificar la “excepcionalidad cubana”.
No, Perón no cultivaba excepcionalidades: los acontecimientos se planificaban, se ejecutaban, se conducían, se explotaban, etc. Podría haber sido él el “telúrico”, pero él fue finalmente el “clausewitziano”. Podríamos decir que hay algunos que cabalgan entre la excepción y la regla, y ésta es quizás la frase que conviene al espíritu, no a la metafísica de la revolución cubana. Perón no dejaba de ver lo caótico, lo “quilombificado” de la historia, pero triunfaban en su espíritu de positivista destinal, la idea de que todo acontecimiento se inscribía en categorías prefiguradas. La historia real, que desmiente todo esto, no es que no fuera comprendida. Al contrario, originaba otro sendero de comprensión, que era el de la astucia.
VIII
Si seguimos consultando el discurso de Fidel en las escalinatas de Derecho –del cual salió satisfecho como un infante en su primer clase de gramática; fui testigo de sus comentarios posteriores-, allí dice respecto a los que lo acosaron con diversos intentos para prescindirlo del mundo de los vivos: “Me han hecho un enorme favor, obligarme a perder todo instinto de preservación y conocer que los valores sí constituyen la verdadera calidad de vida, la suprema calidad de vida, aun por encima de alimento, techo y ropa. No disminuyo, ni mucho menos, la importancia de las necesidades materiales, siempre hay que colocarlas en primer lugar, porque para poder estudiar, para adquirir esa otra calidad de vida hay que satisfacer determinadas necesidades que son físicas, que son materiales; pero la calidad de vida está en los conocimientos, en la cultura”. Rara frase, tal vez el síntoma de existencialidad más profundo que encontramos en esta “fuerza de la tierra”, al decir del Ché.
Quizás podría definirse algo muy importante, lo que en una escala cualquiera figure en la cúspide de la valoración vitalista, podría ser un casi siempre inhallable “instinto de preservación”. Son pensamientos de corriente submarina de la conciencia, muy elaborados, que llevan a relegar las “necesidades materiales” para preferir la “calidad de vida”, aunque esta expresión quizás deba reemplazarse directamente por la “inmanencia de la vida”, para evitar el fácil sociologismo a la moda.
Como al pasar, el Discurso de la Facultad de Derecho lo llevó a la ética del Discurso de su Defensa en 1953, tras el episodio del Moncada, el segundo cuartel en importancia de la Isla. No hay nada más valioso que esa suprema “calidad” del que abandona su “preservación” a la jauría. Valor eminente, más grande “que las necesidades materiales” … y dicho esto, percibe lo mayúsculo del aserto, porque esto le exige de inmediato aclarar que “siempre hay que colocarlas en primer lugar, porque para poder estudiar, para adquirir esa otra calidad de vida hay que satisfacer determinadas necesidades que son físicas, que son materiales…” No ignoramos estas paradojas de la existencialidad situada: todos sabemos de ellas. A veces afirmamos el privilegio de una vida que proclamamos eximia y extraordinaria –el carisma por encima de las necesidades insatisfechas- y luego nuestro impulso social obliga a rectificarnos de inmediato. La existencialidad de Fidel siempre ha encerrado esta paradoja, y vivió estos años cultivándola, palpándola, intentándola comprender. Porque comprender nunca puede ser otra cosa que vivir para intentar comprender.
Por eso, acto seguido, le explica a los estudiantes argentinos, como si estuviera entre Deodoro Roca e Ingenieros, entre los “estímulos morales y los materiales”, perennemente, si tal perennidad existiese. “En nuestro país, en dos mil trescientas y tantas escuelas del campo que no tenían electricidad lo hemos resuelto mediante un modesto panel solar de 1,2 metros cuadrados, y cuyo costo no supera los 1 123 dólares; de modo que por menos de 4 millones de dólares, fíjense bien, hemos llevado el panel solar a todas esas escuelas, tanto para el televisor que gasta solo 60 watt como para la computadora, que cuando hay un número mayor de niños no le alcanzaría el kilowatt de un panel y tiene que poner dos, y por eso digo que por menos de 4 millones de dólares, hemos llevado la electricidad a todas las escuelas rurales del país; no la electricidad para cocinar, sino para el televisor y para la computadora”. Quizás los kilowats daban verosimilitud al socialismo, como lo sintió Lenin al exclamar socialismo y electricidad, inaugurando un acertijo ideológico-técnico que nunca podrá ser fácilmente descifrado.
Hacia el comienzo del discurso en la escalinata argentina –porque en ese momento la escalinata de Derecho podía ser una “provincia espiritual” de la escalinata de la universidad habanera- Fidel dice: “Si antes decía que las ideas eran más poderosas que las armas, la educación es el instrumento por excelencia para que ese ser vivo que es el hombre, regido poderosamente por instintos o leyes naturales, que evolucionó, como lo demostró Darwin y hoy no lo niega nadie... Me refiero a la teoría de la evolución, y decía que nadie lo negaba, porque recuerdo el momento en que el Papa Juan Pablo II declaró que la teoría de la evolución no era inconciliable con la doctrina de la creación. Y, realmente, experimento un gran aprecio por acciones como esas, porque cesó de haber una contradicción entre una teoría científica y una creencia religiosa”.
¿Discutir con Fidel o discutir con Loris Zanatta, que cree que en nuestro país y en Cuba todo se explica por el despotismo savonarólico del “mito de la nación católica”? Lo de Zanatta es una erudición encarnizada de un científico extraviado y lineal. Que Fidel haya pensado en una fusión de evolucionismo y creacionismo, no nos introduce a un tema fácil ni que vayamos a resolver dentro de la larga historia de los que lo han abordado. Quizás “el viva la humanidad” con que Fidel termina este discurso sea la abstracción necesaria que presida la gran revisión de todos estos temas. Una cita de Darwin de este calibre, quizás haya que ponerla en conjunción con la que hace más de un siglo hizo Engels ante la tumba de Marx en el cementerio de Highgate.
Verdaderamente no sabemos hoy dónde poner a Darwin, una suerte de “Gramsci naturalista” de Fidel, que colocó sus preocupaciones últimas al nivel de la suerte genérica que correría la especie humana en el actual estado del mundo. Aceptemos el desafío, el tema de Fidel por excelencia es el de buscar el secreto de la vida en la revolución y viceversa, como August Blanqui, como todos los que consideraron a la materia como surcada y superada por la memoria, el lenguaje y la esperanza.
Nada más que como insignia y clave, voy a decir esto último, inspirado en una canción muy conocida en Cuba. La escuché en un teatro de La Habana, repleto de jóvenes y de avidez por descifrar las cosas, esa fusión entre memoria y cuerpo, entre pasado y presente. Pertenece a Pedro Luis Ferrer y dice: Mi padre fue fidelista; yo, no tanto como él. Pero quien toque a mi padre tiene que darme también, tiene que darme también. Yo, no tanto como él. Yo, no tanto como él. Mi padre fue comunista; yo, no tanto como él. Quien le ponga un dedo encima va a conocer mi carey, va a conocer mi carey.
El personaje que aquí habla señala una reticencia, vive inserto en una diferencia, ni más ni menos que con su padre, fidelista, comunista. “Yo no tanto como él”. ¿Cuál sería esa gradación si no es la del pensamiento mismo, en su micro dialéctica existenciaria? Lo que no somos o somos en un grado menor, cuyo rango no conocemos, es motivo de un apartamiento y de un regreso. ¿Al final qué se es? Lo que se juega por lo que tan exactamente no se es, en una escala de no pertenencia que existe pero cuyo tamaño desconoce. La historia ocurre y transcurre, en ese “yo no tanto” está encerrado un secreto, el secreto de una historia colectiva. El hijo lo es en tanto que no en la misma medida que poseyó el padre. Cuestión trascendente, cuando ésta distancia misteriosa se resuelve en la exclamación definitiva, “se van a encontrar conmigo si ponen una mano en él”. La palabra “carey”, extraño material del mundo animal, sirve para formular este desafío en cuanto al “arma” martiana de las “ideas”, que con su rostro paradojal, vemos en la larga trayectoria del hombre que ahora camina como una sombra mientras tratamos, improbablemente, de ordenar nuestros recuerdos.
*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional
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