11/20/2016

amanece en la ruta


Cisnes negros. Por qué un epistemólogo y sociólogo cognitivo predijo la victoria de Trump, contra la politología y la sociología convencionales


Musa al-Gharbi 

 
Como epistemólogo, suelo evitar las predicciones y tiendo más bien a tratar de determinar qué se sabe y cómo se puede construir a partir de ello o cómo se puede utilizar lo sabido. Pero cuando me veo obligado a repasar el registro pasado de las predicciones, lo hago generalmente poseído por un sentimiento de urgencia: el de llamar la atención sobre cisnes negros inminentes.
Un cisne negro es un fenómeno que parece inconcebible en relación con las creencias y los supuestos asumidos prevalentes. Los acontecimientos cisne negro surgen cuando nuestra concepción del mundo está desconectada de los acontecimientos “de fondo”.
En este ciclo electoral, el consenso más común era que Trump no pasaba de ser un divertido epifenómeno con una ínfima capacidad de mantenerse y con muy pocas perspectivas de éxito. En cambio, desde el momento mismo en que proclamó su candidatura, se daba generalmente por supuesto que Hillary Clinton llegaría como quien dice en punto muerto, inercialmente hasta la victoria. Este ciclo parecía dar a cada paso reveses y más reveses a los supuestos convencional y comúnmente aceptados; y, sin embargo, cuando los norteamericanos fueron a depositar su voto en las urnas, hasta los analistas de sondeos más rigurosos y bregados predecían menos de un 30% de probabilidades de fracaso para Clinton, y aun eso lo veían muchos como una expectativa demasiado generosa para con Trump.
Es verdad que el de la predicción es un juego harto peligroso. Pero uno de los mayores problemas del modo en que confiamos en las predicciones en nuestro discurso público es que tertulianos, columnistas y expertos raramente tienen que dar cuentas de lo que dicen y pronostican. E incluso en aquellas raras ocasiones en que alguien entona realmente un mea culpa por graves errores, no parece que se aprenda mucho con ello de cara a acontecimientos futuros.
Por ejemplo, “nadie” vio posible que Trump ganara la nominación para el Partido Republicano, ni siquiera en la recta final del proceso. Cuando ganó, se gastó mucha tinta con la humildad y las lecciones aprendidas. Pero, casi inmediatamente, volvió a aparecer la misma narrativa: Trump no tenía la menor posibilidad de ganar la elección general. Y no ya él, sino que el Partido Republicano estaba acabado, tal vez para generaciones, por culpa de su candidatura. Ahora se ven las cosas de manera muy distinta, con los Demócratas al borde de la irrelevancia, mientras que el legado de su líder más carismático y transformador en varias generaciones, Obama, parece a pique de ser pulverizado, borrado y aventado.
La pieza central de la (sobre)confianza Demócrata era su supuesto “cortafuegos electoral”: una salvaguarda de la que estaban tan ciertos, que apenas se preocuparon de llegar a aquellos potenciales electores que se suponía eran su última línea de defensa contra Trump y que habrían de garantizarles que, aun en el improbable caso de que perdieran en votos populares, ganarían al menos el Colegio Electoral. ¿Y qué pasó al final? Pues que Clinton perdió el colegio Electoral por un margen mayor que quienes conocieron la derrota en 1996, 2000 y 2004.
Lo más repetido el 9 de noviembre: “¿Cómo pudo pasar?”. Pues pasó así:
Sí, Clinton disponía de una avasalladora ventaja en financiación y organización. Iba claramente en cabeza en los sondeos. En un ciclo normal, todo eso habría presagiado una victoria. Pero no estábamos en un ciclo normal, y eso debería haber resultado obvio habida cuenta del modo en que se desarrollaron las primarias: en el lado Republicano, Trump, a pesar de carecer de organización de propaganda de campaña, de no tener experiencia de gobierno, de mostrar una penosa ignorancia sobre la mayoría de los asuntos políticos y de carecer del más elemental sentido del decoro y la decencia, ganó a lo que muchos veían como el elenco más completo y robusto de candidatos del GOP [acrónimo de Great Old Party, como se conoce popularmente al Partido Republicano] de las últimas décadas y que incluía enérgicas voces jóvenes, mujeres y minorías, gobernadores bien vistos, etc. En cambio, del otro lado, Clinton fue incapaz de ganarse el apoyo abierto del establishment Demócrata a pesar de su califcación sin precedentes, de sus inmejorables relaciones y “juegos entre bastidores”, y a pesar de que su principal rival fuera un judío socialista sin dinero, sin capacidad operativa y sin siquiera nombradía al arrancar la campaña. Banderas rojas, banderas rojas, banderas rojas.
Reconociendo que no estábamos en un ciclo “normal”, los analistas habrían podido percatarse de que señales que resultan fiables en otras elecciones podían aquí inducir a confusión. Eso habría minado significativamente su confianza en las métricas convencionales y los habría estimulado a buscar indicadores capaces de revelar más fiablemente la idiosincrática dinámica de este particular ciclo.
Olvidadizos de lo obvio
Ocho meses antes de las elecciones, yo fui capaz, no sólo de predecir su resultado, sino de identificar también la mayoría de los estados en que Trump ganaría. Seis meses antes de la elección, fui capaz de predecir –radicalmente contra corriente— que Trump sacaría ventaja a Mitt Romney en voto hispánico, negro y asiático, y que su supuesto “problema de los blancos” estaba sobreestimado. Y así una, y otra, y otra, y otra vez en los meses que siguieron.
A cada advertencia realizada, me topaba con un muro de incredulidad, a menudo sardónicamente arrogante y condescendiente, por parte de los clintonitas. Pero lo que ahora, en la estela de la elección de Trump, siento no es Schadenfreude [alegría por daño ajeno], sino cólera justificada. Porque este resultado era de todo punto previsible y de todo punto evitable. Los datos en que yo me fundaba estaban 100% disponibles públicamente. Las conclusiones que saqué no dimanaban de proezas esotéricas ni de saltos de fe: eran penosamente obvias para quien estuviera abierto –ya fuera por un minuto— a la humilde idea de que la lógica de las elecciones típicas podía no ser plenamente válida en esta ocasión. Es decir, para quien se planteara el problema siguiente: si las ventajas de financiación y organización de Clinton resultan irrelevantes, ¿qué efecto tiene eso en las estimaciones que hago?
Sin embargo, el grueso de los clintonitas rechazó de plano plantearse siquiera este problema. Confiaban en la ventaja estructural de Hillary, y los sondeos les decían lo que querían oír; así que no había que hurgar más. Y cuando los sondeos iban crecientemente divergiendo de sus expectativas, lo que hicieron fue, sencillamente, ignorarlos.
Pero el problema con los sondeos es éste:  para poder ser predictivos, no podemos tomarlos como indicadores suficientes por sí mismos. Tienen que ponderarse con la debilidad del método (y la fiabilidad de los encuestadores); sus resultados deben compararse con los de otros sondeos análogos y coetáneos; los analistas deben tener en cuenta las tendencias longitudinales, además de las disjuntas calas temporales; tienen que comprobar y contrastar la forma en que la opinión pública ve los asuntos, no sólo a los candidatos. Y lo más importante: todo eso habrá de interpretarse conforme a tendencias socio-culturales más amplias en curso.
Lo que yo veía en este paisaje era una pluralidad en el deseo de cambio radical por parte del público: la cosa rayaba en el nihilismo. Odiaban al establishment, incluidos sus propios partidos y líderes. No tenían la menor confianza en que el tipo de soluciones que les habían vendido elección tras elección fueran a ser puestas por obra o, en caso de que lo fueran, pudieran mejorar suficientemente sus vidas. El status quo les resultaba intolerable. No tenían las menores ganas de guerras foráneas, de nuevos tratados comerciales o de otras formas de globalización ampliada. Temían amenazas exteriores e interiores. Esta tendencia viene registrándose en todas las democracias occidentales, y el resultado es congruo con ella: la entronización de autócratasdemagogos.
En este contexto, resultaba grotesco y arrogante que el CND promoviera como candidato a una tecnócrata neoliberal, corrupta y belicista. Era suicida para el partido inclinara la balanza del lado de los Clinton (a través de los super-delegados) antes de que se emitiera la mayoría de los votos: aunque esta maniobra llegó a convencer a muchos de que ningún otro candidato estaría en condiciones de ganar la nominación, lo cierto es terminó desmoralizando a buena parte de las bases. Y para empeorar las cosas, cuando esas medidas se revelaron insuficientes para cegar la revuelta de Sanders, empezaron a mentir directamente al servicio de  la candidatura de Clinton y a trabajar para sacar de la cancha a su oponente. Aturde pensar que el CND se pusiera con tanto celo a apoyar a una candidata a la que tantas corrientes de la opinión pública miraban tan desconfiadamente y aun con hondo desprecio, una candidata cargada con una pesadísima mochila y en cuyo horizonte se adivinaban nuevos escándalps por venir. Resulta estupefaciente que Clinton no se percatara de que su campaña estaba malhadada y que no tuviera el buen sentido de evitar su candidatura (o retirarla), como algunos de sus propios asesores le recomendaron.
Pero dejemos de lado la nominación de Clinton y centrémonos en su mensaje: en un ciclo en el que muchos norteamericanos no se conformaban con menos que pegar fuego a Washington D.F. y al distrito financiero de Manhattan, Clinton advertía de que Trump era una amenaza para las normas cívicas y las instituciones existentes. Hillary tuvo la mala cabeza de convertir eso en la pieza central de su campaña –más allá y por encima de cualquier plataforma política programática—, olvidada aparentemente de la realidad de que este tipo de narrativa no haría sino aparecer a Trump todavía más atractivo para muchos, al tiempo que reforzaba la imagen de Clinton como defensora del status quo. Peor aún: esa mal concebida narrativa se prodigaba (por sus auxiliares y, a las veces, por la propia candidata) con condescendencia elitista: los reluctantes a votar por Clinton eran ridiculizados como ignorantes, estúpidos, racistas o misóginos. Cómo había eso de bienquistar con Clinton a un público escéptico, resulta harto difícil de comprender.
Y esto sólo en lo que hace a Republicanos e Independientes. En lo tocante al resto, simplemente se dio por seguro que los negros, los latinos y los votantes de Bernie la votarían en masa solamente en virtud de su oponente, es decir, sin necesidad de que Hillary hiciera concesiones substantivas o atendiera a las prioridades de esos potenciales votantes.
Cómo pudo nadie llegar a pensar que esto era una fórmula ganadora, a mí no me cabe en la cabeza. Toda esta elección ha sido para mí como visionar un accidente automovilístico a cámara lenta, sintiéndome yo incapaz de convencer al conductor o a alguno de sus copilotos de que la colisión era inminente.
Pues bien; aquí estamos, entre los hierros retorcidos y humeantes. Esperemos que al menos el pueblo habrá aprendido algo de todo eso. Pero tampoco albergo demasiadas esperanzas.
epistemólogo y sociologo cognitivo miembro de la Southwest Initiative for the Study of Middle East Conflicts (SISMEC), en donde este artículo fue originalmente publicado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Impecable, demoledoramente esclarecedor, para EEUU y para el resto de los que tendrán que poner las barbas en remojo...

oti dijo...

Lo más relevante de todo lo que dice es lo del odio al establishment por una mayoría del pueblo. Y esto generaba una suerte de "paradoja" para la candidata partidaria de la continuidad del régimen: puesto que esa continuidad exigía hacer creer que no había nada fundamentalmente malo con el régimen, entonces no se podía hablar de la realidad real ni siquiera en las estadísticas.

Incluso, este "consenso" se vendió, desde el interior de USA, hacia el exterior y cualquiera que osaba desmentir el "crecimiento" económico o las cifras de empleo era acusado de subestimar lo positivo y sobreestimar lo negativo.

Sin embargo, los síntomas de cosas raras se multiplicaban día a día, desde las mal llamadas "protestas raciales" (en realidad profundización del empobrecimiento de los afroamericanos) hasta los francotiradores supuestamente chiflados de todos los meses y/o atentados supuestamente "terroristas". Ni hablar de las cifras de pobreza e indigencia, aumento de los bonos alimentarios, caída de la esperanza de vida en la población anglosajona, etc. etc.

El problema que tiene el pensamiento y proyecto oligárquico es que siempre hay una mayoría popular (sea en USA o en cualquier otro lado) que no acepta vivir cada vez peor hasta morir, haya los consensos que haya. Acepta la tortura un tiempo, hasta que se cansa y se rebela y algo explota.

Cuánta razón tenía Lincoln cuando decía que se podía engañar a parte del pueblo parte del tiempo; parte del pueblo todo el tiempo; todo el pueblo parte del tiempo; pero no se podía engañar a todo el pueblo todo el tiempo.