9/11/2016

mao zedong : dos soles en el ocaso

Mao el hombre, Mao el Dios cincuenta años después de su muerte

Sergey Radchenko 


Mao Zedong estaba muriéndose lenta y atormentadamente. Le fue diagnosticada esclerosis lateral amiotrófica (ELA) en julio de 1974, y fue perdiendo el control de sus funciones motoras. Su andar era inseguro. Arrastraba las palabras y jadeaba pesadamente. El declive fue rápido. En 1956, Mao, con 62 años, predijo que iba a vivir hasta el año 2000 antes de subir "para ver a Marx en el Cielo". En 1966, el septuagenario nadó en las aguas turbias del río Yangtsé para demostrar su fuerza y vitalidad. Pero en 1976, en el año 27 y último de su reinado, el "Gran Timonel" solo podía respirar acostado de lado.
En sus últimos meses, Mao rara vez recibió visitantes. Uno de los últimos extranjeros que lo vio con vida fue el primer ministro de Nueva Zelanda, Robert Muldoon, el 30 de abril de 1976. El acta de la conversación proviene de los archivos de Nueva Zelanda, y acaba de ser publicada por primera vez.
Antes de que se le permitiese ver al Presidente, sus anfitriones chinos pidieron a Muldoon que su apretón de manos fuera cuidadoso. De acuerdo con las notas de Muldoon, Mao "fue asistido, casi levantado de su sillón para que se quedará de pie" para dar la mano a la delegación", sentándose de golpe en lo que parecía un colapso".
"Lo que surgió de la boca de Mao" continúan las notas, "eran gruñidos y gemidos ocasionales intentando pronunciar las palabras necesarias. La intérprete / enfermera, inteligente y gentil, descifraba estos ruidos -a veces parecía que miraba a la laringe y los descifraba (presumiblemente en mandarín) a un intérprete masculino que pulía sus palabras en un inglés a menudo coloquial”. Era una escena triste e impactante, y un doloroso recordatorio de las terribles consecuencias cuando los dirigentes no saben dejar su poder político.
Apenas unos días después de reunirse con Muldoon, Mao sufrió un ataque al corazón, uno más en junio, luego de nuevo otro a principios de septiembre. Murió el 9 de septiembre, a la edad de 82 años.
A Beijing le costó años empezar la desdeificación del líder fundador de la República Popular, para demostrar que era, de hecho, "un hombre, no Dios", como el título en inglés de una biografía de Mao escrita por el ex jefe de los guardaespaldas del líder.
Pero a los chinos, y al propio Mao, se les puede casi perdonar por pensar de otra manera, sobre todo durante la última década de Mao.
"¡Viva el Presidente Mao! ¡VIVA EL PRESIDENTE Mao Zedong! ¡Larga, larga vida al Presidente Mao!". A lo largo de su reinado, masas aduladoras de fieles se agolpaban en la plaza de Tiananmen, en el centro de Pekín, con la esperanza de ver la cara amable e imperiosa de Mao. Al lanzar la Revolución Cultural en 1966, Mao quería aprovechar el entusiasmo del pueblo chino por el culto a su personalidad para reanimar el vigor de la revolución comunista y transformar al Partido Comunista Chino en el poder, que a su juicio se había podrido por dentro.
La Revolución Cultural puso de cabeza a China, provocando el caos y la miseria. Las turbas se enseñorearon de las calles en una orgía de violencia histérica. Cientos de miles de personas murieron o fueron empujadas al suicidio, entre ellos el presidente de China y rival de Mao, Liu Shaoqi, que murió en prisión en 1969. Mao estaba encantado con la tormenta que desató. "Todo bajo el cielo es un gran caos", le dijo a un visitante comunista de Australia en 1968, relacionando los disturbios en China con las manifestaciones de estudiantes en Europa y en los Estados Unidos. China, Mao sentía, estaba de nuevo en el centro de una revolución global.
Pero no pasó mucho tiempo antes de que el deleite de Mao se convirtiera en desilusión. En 1969, llamó al ejército a restaurar una apariencia de orden y  designó al Ministro de Defensa Lin Biao su heredero. Sin embargo, Lin Biao, también decepcionó a Mao. En 1971, huyó hacia el norte después de que se descubriera su trama para asesinar a Mao. Lin nunca llegó: su avión se estrelló en Mongolia.
Consciente de haber desencadenando un caos que ya no era capaz de controlar, y temiendo una invasión soviética, Mao se volvió hacia los Estados Unidos. En febrero de 1972, después de años de cuidadosa diplomacia, el presidente estadounidense Richard Nixon llegó a Beijing para reunirse con Mao en persona. "Voté por usted en las elecciones" le dijo Mao en broma. "Me gustan los derechistas". Más tarde propuso a los estadounidenses establecer lo que llamó una "línea horizontal" de países que se oponían a la expansión soviética, que incluiría a China y los Estados Unidos. Esta propuesta fue lo más cerca que el Presidente Mao llegó a la idea de una alianza con el país que se había pasado la vida vilipendiando.
Y, sin embargo, al final, también le decepcionó. Después de caer Nixon por el Watergate (algo que nunca entendió Mao), solo le quedó Henry Kissinger. "Un hombre muy malo", dijo Mao de Kissinger en 1975, en una conversación con su antiguo compañero del alma, el dictador vitalicio de Corea del Norte, Kim Il Sung. Kim estuvo de acuerdo, calificando a Kissinger de  "zorruno", de acuerdo a las actas obtenidas por el Proyecto Internacional de Historia de la Guerra Fría del Wilson Center.
El problema, Mao pensó, era que Kissinger estaba tratando de jugar la carta China para seducir a la Unión Soviética. "Vemos que lo que está haciendo es saltar a Moscú apoyándose en nuestros hombros",  le dijo a Kissinger, que lo negó vehementemente. Mao creía que todo se parecía demasiado a Munich: Occidente estaba apaciguando a los rusos como había apaciguado a Adolf Hitler en 1938. El resultado, temía, sería la guerra.
Cuando se acercaba a la muerte, Mao estaba preocupado. Nunca fue capaz de elegir entre el desmantelamiento del orden internacional o encontrar el lugar de China en él. Sus muchas revoluciones fracasaron. Sus esfuerzos para construir una relación de igual a igual con los Estados Unidos consiguieron mucho menos de lo que esperaba. "Cuando la lluvia viene de la montaña, el viento inunda el pabellón" solía decir  Mao,  citando un poema de Xu Hun, de la dinastía Tang. En sus últimos meses, Mao se veía como Xu, de pie encima de la torre, sintiendo el viento, notando la llegada inevitable de la tormenta.
Pero no hubo guerra después de la muerte de Mao. En cambio, la nueva generación de dirigentes chinos se dispusieron a superar la miseria que el Presidente Mao había infligido a su país durante su largo reinado. En su ataúd de cristal en la plaza de Tiananmen, Mao permaneció ajeno a los cambios a su alrededor a medida que China abrazó el capitalismo. Pekín se convirtió en una metrópolis brillante, y China en la segunda potencia económica del mundo, algo que Mao no hubiera podido lograr nunca con sus imprudentes experimentos económicos.
El eventual sucesor de Mao, Deng Xiaoping, pidió a sus compatriotas "ocultar su fuerza y esperar el momento oportuno", consejo que la dirección del partido siguió hasta hace poco. Sólo con el ascenso de Xi Jinping, en el año 2012 la precaución cayó por la borda. Como Mao, Xi tiene grandes sueños: Mao quería la revolución, Xi, el rejuvenecimiento de la nación china. Como Mao, Xi no ahorra golpes. Es de la generación que levantó las banderas rojas en Tiananmen para adorar al semidiós que les contemplaba desde lo alto.
Desde que llegó al poder en 2012, Xi ha diseñado la caída de sus oponentes, desatado una campaña para purgar el Partido de influencias corruptas, e instituido una represión especialmente dura contra los disidentes. Sus detractores le han acusado de construir un culto a la personalidad no muy diferente del de Mao. Y al igual que Mao, nunca ha sido capaz de decidir si busca el desmantelamiento del orden mundial actual o encontrar en él el lugar de China.
Recientemente han circulado rumores en China de que el órgano de dirección supremo, el Comité Permanente del Politburó, ha discutido el traslado de la momia de Mao de su mausoleo en la Plaza de Tiananmen a su pueblo natal de Shaoshan. Si es verdad, representaría un esfuerzo por desprenderse de la inquietante herencia física de Mao. Su legado espiritual es más difícil de depurar. Para hacerlo sería necesario exponer las brutalidades inenarrables del gobierno de Mao, la oscura historia de paranoia, el culto ciego, y la búsqueda desenfrenada de proyectos utópicos sin importar el coste humano. Pero ese legado sostiene el edificio poco flexible del Partido, cuyos líderes, nacidos y criados en la era de Mao, sin embargo, no están dispuestos a desprenderse de su fantasma 40 años después de la muerte del dictador.
es profesor de la Catedra Zi Jiang de la Universidad Normal del Este de China, Global Fellow en el Centro Wilson, y Lector en Política Internacional en la Universidad de Aberystwyth, Gales. Es autor de Two Suns in the Heavens: the Sino-Soviet Struggle for Supremacy (Woodrow Wilson Center Press and Stanford University Press, 2009) y Unwanted Visionaries: the Soviet Failure in Asia at the End of the Cold War (Oxford University Press, 2014).

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