8/03/2016

carolino lino


Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

No, no poseo ninguna teoría científica con ese nombre, ni voy a exponer una peripecia singular para fundar una nueva norma del saber. El coeficiente Barañao parece un concepto, un factor posible para elaborar ciertas hipótesis académicas, pero es el nombre de un ministro, que nos sirve apenas para tratar un caso, un simple caso que atañe a las biografías políticas. Se trata de la persona que puede ser ministro en dos gobiernos notoriamente diferentes, e introduce con ello un elemento extraño en el nuevo cuerpo que integra y retrospectivamente, introduce similar extrañeza en el cuerpo político que notoriamente integró.

El problema parece simple, pero encierra gran complejidad, como suele ocurrir con las cosas simples. Según se supo, Barañao le anunció a la Presidenta Cristina Kirchner que el Presidente entrante, Mauricio Macri, le había ofrecido continuar en la cartera de Ciencia. Barañao mismo, al parecer, formuló el tema en términos de si podía considerarse avalado para aceptar dicho convite.

La respuesta de la Presidenta habría sido afirmativa. Por lo tanto, Barañao asistió tranquilo como antiguo-nuevo ministro –el único en esa condición- a los primeros actos del nuevo gobierno donde se criticaba la etapa anterior con la extorsiva noción de pesada herencia. ¿Él formaba parte de ella? Lo enfocaban cámaras de televisión cuando Macri discurseaba sobre este asunto, y su rostro era impasible. No, no formaba parte, pero era incómodo que fuera sospechado de ello, pues aún estaba vigente el “aval” de la gobernante saliente. Inexistente aval, por otra parte. ¿No le veía los ojos en llamas a la Presidenta mientras con su habitual sonrisa asentía con la cabeza? Cero en política. Pero en materia de ciencia él debería hacerse, de seguro, estas preguntas, ¿No es acaso la ciencia el bien más neutral de las sociedades, sus artificio menos vulnerable a los sesgos interpretativos que se forjan al calor de las pasiones políticas? ¿No estamos aquí ante el ámbito más protegido por el progreso de la objetividad del conocimiento, especialidad que los arrebatos políticos suelen desconocer? Hasta que poco a poco,

Barañao comenzó a prescindir de la idea de una ciencia siempre encima de las facciones que agrietan una sociedad, suprema mater et magistra de las conciencias por encima de los gobiernos que pueden diferir entre sí pero dejan bajo celofanes incontaminados al gestor científico. Entonces, inició no sin cautela, la larga marcha donde emergían declaraciones sobre las comodidades del actual trabajo en el gobierno, el mayor respeto imperante hacia sus tareas, la falta de orden en el período anterior y el trabajo en equipo, obviamente característico de la nueva etapa. Todo es muy comprensible. Era fácilmente conjeturable que el sector científico, tradicionalmente, solía postular una necesaria e inobjetable despreocupación por las coyunturas políticas. ¿La Campana de Gauss no tiene el mismo valor durante el reinado de los Luises que con la Revolución de la Bastilla? ¿La ley de gravedad no tenía la misma vigencia durante el Yrigoyenismo que en el golpe de Uriburu? ¿El binomio de Newton no significaba lo mismo antes de 1955 que después de ese año?

Naturalmente estas preguntas son falaciosas, pues aunque es verdad que las verdades matemáticas son ininterpretables por la historia, también es cierto que tienen varias formas de historicidad. Dicho bruscamente, no es lo mismo la ciencia que el ministro de ciencia, y no es lo mismo la clase de ciencia bio-tecnológica de cuño economicista que él practica, que una ciencia con intereses emancipatorios, que él ignora, al punto de cometer el tremendo y doble error inicial de llamarlas “formas de la teología”, despreciando al mismo tiempo al sentido profundo de la ciencia y a la compleja relación de éstas con la teología a lo largo de toda la historia humana, hasta hoy. Ahora bien, como el “coeficiente Barañao” es muy alto en Barañao, -esa es una lógica comprobación de nuestra repentina ciencia nominalista-, se demostró que hay en la persona llamada Barañao, como bajo ciertas condiciones podría haber en la ciencia, un núcleo de procedimientos y convicciones tan volátiles que lejos de demostrar la continuidad entre gobiernos demuestra la discontinuidad de una biografía. Pero no abandonemos tan rápidamente este primer tema. 

Las así llamadas políticas científicas del kirchnerismo lindaron muchas veces con el cientificismo, con el divulgacionismo popular y con el soberanismo de las altas tecnologías comunicacionales, en medio de un entusiasmo generalizado por un resurgimiento de intereses científicos de alta calidad teórico-práctica. El nuevo gobierno ha desfinanciado, en primer lugar, al sector científico tecnológico, pero si tiene alguna opción al respecto, es aún un cientificismo mucho más exaltado (pues el propio ministro se encuentra ahora más cómodo en esta posición) y ha convertido a Tecnópolis en una sede “sponsoreada” por grandes empresas privadas totalmente alejadas de la idea inicial de rememorar el itinerario histórico de las tecnologías nacionales y la memoria social de la ciencia en el país, y en el interior de esos temas, aunque vagamente, rondaban los nombres de Varsavsky, Jorge Sábato y Amílcar Herrera.

Hoy, en consonancia con la disolución del interés histórico por parte de las instituciones públicas, no hay reflexión sobre la relación de la ciencia con la política (es decir, con las éticas públicas) y peligran los proyectos autonomistas frente a una ciencia enlatada, reprimida en sus laboratorios creativos e impulsada a resguardarse en actos tributarios de estructuras científicas cerradas en el mundo de la globalización. Peligra también Tecnópolis, que a pesar de su nombre de fantasía, elevaba cada vez más sus apuestas a la fusión entre el interés científico masivo, la feria cultural y el parque de atracciones, siempre ligado, en tanto juego, a su remota compañera, la investigación científica libre.

Trotsky - Jean-Luc Almond

Con todo, no se agota aquí la cuestión del “coeficiente Barañao” y el grado con que es admitido en su conciencia por diversas personas. El actual gobierno exhibe una palabra con estatuto de talismán en su lenguaje: pluralismo. Primero la convirtió en sinónimo de república, democracia y tolerancia. Ahora ya es un instrumento primorosamente discriminador, que busca personas que manifiesten su disidencia en el mismo acto en que están dispuestas a ser adoptadas por sus valederos conocimientos y –como suele decirse ahora- expertises. 

Este es un drama conocido, que tiene rebordes laborales, sentimentales y algunas veces trágicos. Por lo menos, en la historia intelectual del siglo XX, puede recordarse el caso de Lukács, que tiene que retractarse de sus posiciones teóricas de los años 20 cuando sobrevienen fuertes virajes políticos en la Unión Soviética, y 40 años después dice que lo había hecho para adquirir el billete de entrada a la nueva época, resignando valores superiores en nombre de valores posibles, pero a un fuerte costo personal, por lo cual sus explícitas autocríticas merced a las cuales le permiten republicar sus primeras obras, parecen mucho más indirectas reafirmaciones que sinceras revocaciones. No es lo mismo en el caso de Barañao (no sólo por razones de estilo intelectual abismalmente diferentes) pues el ministro pone en juego un ideal científico que imagina ver en una perfecta continuidad a pesar del hiato político, e incluso ver mejorado el horizonte profesional-científico bajo la actual economía de exaltación oligárquico-corporativo-privatista. ¿Le conviene pues a esta ciencia el administrativismo de una razón vasalla, con salvajes maniobras desculturizantes y represión que atemoriza con ficciones jurídicas propia de instituciones correccionales y sádicas?

Barañao dio varios pasos sucesivos en su tragicomedia. El aval, el perdón, el arrepentimiento, la sumisión. No quería teología. Y ahí está protagonizando la suya, en el más inferior de los niveles que teología alguna haya imaginado. Pero el tema del “coeficiente Barañao es el “H2O” de una sector importante de nuestra actualidad. Todos los que tenemos distintos grados de compromisos políticos, intelectuales o artísticos, debimos elegir. Más aun los que tuvimos distintos horizontes de responsabilidad en el período anterior, con el agregado que muchos expresamos no pocas veces variados sentimientos críticos hacia el gobierno que nos incluía. Y esa elección, abarca, en primer lugar comprender razones laborales de muchas personas, con sus diversas actitudes ante las fuentes de donde emanan políticas culturales cognoscitivas o científicas, a su vez asociadas a posibilidades profesionales.

Es totalmente comprensible la aceptación de heterogéneas formas de continuidad o incluso de reemplazo, siempre que no encubran medidas odiosas de prescindencia brusca y cruel del personal anterior. Se practiquen en ese ámbito o no se practiquen formas de resistencia hacia los nuevos estilos de dominio –vinculados a la racionalidad con estilo de celadurías (molinetes de entrada en los trabajos, amenazas judiciales generalmente estrambóticas, aun algunas que tienen bases admisibles, pero que a cada paso dejan una señal de arbitrariedad en el modo en que las arropan multi-imágenes tremendistas). 

La resistencia no es una política orgánica, ni es adecuado afirmar que hay intelectuales así llamados. Hay sí situaciones intelectuales y gritos de desacople que ayudan a denunciar la falaz sandwichera de cristal del pluralismo, hipóstasis de un republicanismo que ya ha pasado a mejor vida. Pluralismo es el nombre de una técnica de tentaciones para comprar el “billete de pasaje”, que se refuerza cuando el pase incluye la presumida libertad de mostrarse en desacuerdo con el precinto al que se lo invita. Pero como los casos son muchos y se acrecentarán en el futuro, también es posible decir que ninguno de esos desacuerdos “in partibus infidelium” deben ser desvalorizados, teniendo en cuenta también que las tajantes negativas a participar en los actos de la Biblioteca Nacional –ejemplo que me es caro- son libres decisiones de dignidad última –como la negativa del filósofo y poeta Oscar del Barco-, que no obstante, no es ni debe ser el sitial de juzgamiento de nadie que no asuma esa misma actitud por considerar que todo espacio público es de por sí un llamado igualitario a la participación, con las artes y oficios de cada uno.

No obstante, tampoco esta discusión se cierra aquí, pues recién empieza. ¿Qué es un espacio público en relación al gobierno que lo gestiona? ¿Qué políticas y valores culturales pone en juego ese gobierno en tal lugar? ¿Hay que ir al Centro Cutural Kirchner? ¿De ir, debe decirse algo sobre la historia del lugar o sobre la situación política general? ¿O, con otra pregunta no menos crucial, hay que sostener en todo lugar la forma eximia de un arte, en la medida en que hoy sabemos de Goethe sin importarnos qué hizo en la Corte Prusiana alemán, o nos importa Ameghino, sin importarnos el presidente argentino que le financiaba sus libros o a qué figura política, notoria entonces, y olvidada hoy, se los dedicaba?

La pregunta final es qué grado de objetividad, forma de la conciencia pública flotante pero real, admite cada momento de la historia para practicar sobre ella sus divergencias. El “coeficiente Barañao”, ecuación hoy bastante abundante, ve la continuidad de lo que era antes y de lo que surge hoy, y por lo bajo declara su arrepentimiento por lo primero y su incondicionalidad por lo segundo. Complejidad de una conciencia científica, cuya confusa dualidad debería no hacerlo reír de las teologías. Pero es porque es complejo el asunto.

Al macrismo, aunque le molesten los nombres, toma vastos y enteros, los aparatos y experiencias del gobierno anterior, renegando ante su pila bautismal y expropiando sus materiales, aplastando su memoria, pero teniendo para sí una sigilosa actitud de “desherencia”, como llegó a decir Macedonio, aunque al revés del macrismo, para festejar el hecho. Esto no es sólo astucia del que llegó pateando la orfebrería del bazar, sino porque el bazar anterior contenía algunos indicios de lo que luego, desplegados, fue adquiriendo su nombre verdadero, el nombre que ya sabemos. Problema conocido, incluso meditado por grandes figuras como Trotsky, que como en general pensaban los hombres de su estatura política, hablaba no sólo que proseguir bajo un nuevo régimen los desarrollos técnicos de los capitalistas, sin duda con cambio de relaciones sociales, pero no sin apelar a los especialistas del pasado para suplir lo que aún no surgía de destreza técnica en los “hombres nuevos”.

En escala de la historia de la humanidad, éste fue y sigue siendo un problema. Nosotros podemos estudiarlo, en nuestros mundos laterales, pensado en qué medida se eleva o se restringe el mentado “coeficiente Barañao”, teniendo en cuenta la especificidad de cada caso. Un bajo coeficienteBarañao nos alegraría para la “ciencia argentina”. Pero es un tema que nos proyecta lejos, hacia las éticas intimistas y las necesidades laborales. Un alto coeficiente Barañao seguiría significando que reina una clase especial de miedo, como “grado cero” de un estado coercitivo con su máscara carnavalesca de pluralidad. Y una falsa idea de lo que es la objetividad. No es, como se quiso en la época anterior, tan solo una construcción de tipo decisionista, rastreando como quería Carl Schmitt el concepto de “comisión”. Pero por las mismas razones, no puede haber una objetividad cuyo coeficiente esté regulado por las formas más vacuas de la racionalidad empresarial, formal y compulsiva, hoy imperantes.

Buenos Aires, 1 de agosto de 2016

*Sociólogo, ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional





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