Por Thomas Manz
El impeachment necesita una sólida justificación jurídica, lo que no ha
ocurrido en el caso brasileño. Mientras tanto, la crisis y las maniobras
conspirativas continúan.
En vista del margen de acción indiscutiblemente escaso del gobierno de
Rousseff, son entendibles y legítimos los pedidos para que sea separada del
cargo. Sin embargo, en un sistema presidencial como el brasileño, en el que la
jefa de Estado obtiene su legitimación por una elección directa, no es posible
interrumpir su mandato mediante un mero voto de desconfianza (como en un
sistema parlamentario), incluso aunque resulte clara su pérdida de respaldo por
parte de la población y del Congreso. Tampoco basta con remitirse a la figura
de la destitución (impeachment) prevista por la Constitución brasileña.
El impeachment está pensado solo para el caso de que el jefe o jefa de
Estado incumpla gravemente los deberes de su cargo, incurriendo así en los
llamados «crímenes de responsabilidad»1. Como se trata de infracciones
jurídicas («crímenes») o violaciones de la Constitución y las normas de la
administración pública, el impeachment es un proceso jurídico que, no obstante,
es llevado adelante por órganos políticos (la Cámara de Diputados y el Senado).
Por lo tanto, al estar en manos del Congreso la decisión sobre si se ha dado un
caso de «gobierno irresponsable» y, como consecuencia, sobre la destitución de
la jefa de Estado, el impeachment es indudablemente un instrumento político
que, no obstante, necesita una sólida justificación jurídica. La insatisfacción
con el gobierno o la baja aprobación que, según las encuestas de opinión, tiene
la presidente, no son razón suficiente para un proceso de destitución.
La fundamentación jurídica del proceso iniciado contra la presidente
Rousseff se basa en la acusación de que no cumplió con las leyes de presupuesto
cuando en 2014, año de elecciones, supuestamente intentó ocultar la real
magnitud del déficit presupuestario mediante manipulaciones fiscales, las
llamadas «pedaladas fiscais»2. Esta argumentación es rechazada no solo por el
gobierno y las fuerzas políticas cercanas al mismo. Entre los adversarios de
Rousseff hay también muchas voces que advierten que la fundamentación jurídica
esgrimida para un proceso de destitución presenta deficiencias. Así, The
Economist publicó en su edición del 26 de marzo que el proceso de destitución,
conforme a la fundamentación aducida, es improcedente y es solo una excusa para
quitarse de encima una presidente impopular. Luego, en la votación nominal
realizada en la Cámara de Diputados, la aducida violación de las leyes
presupuestarias tampoco jugó papel alguno, sino que más bien se usaron como
argumentos la mala situación económica o la incriminación general de abuso de
autoridad. Sin una sólida justificación jurídica, no queda claro que el proceso
de destitución cumpla –según Marco Aurelio Mello, juez del Supremo Tribunal
Federal (STF), la Corte Suprema de Justicia– con la función que prevé la ley y
da la sensación de ser un «golpe de Estado parlamentario». «Golpe» contra un
gobierno legítimo es también el grito de guerra de los defensores del gobierno
y de quienes se oponen al impeachment. Si bien este término puede no ser
adecuado para conducir por sendas de razonabilidad el acalorado y
frecuentemente agresivo debate, acierta en dar en el núcleo del actual proceso:
el abuso de un importante instrumento democrático para imponer una nueva
relación de fuerzas y una nueva agenda política. Este abuso es una quiebra del
orden democrático y sienta un peligroso antecedente para la democracia
brasileña pues permite que pesen más las encuestas de opinión y las marchas de
protesta que los fundamentos constitucionales.
Además, sobre el proceso del impeachment pesa el hecho de que hay
investigaciones penales en curso contra una cuarta parte de los miembros de la
comisión parlamentaria especial que redactó la recomendación para el pleno. El
propio Eduardo Cunha, presidente del Parlamento y artífice del juicio político,
fue suspendido poco después por el Tribunal Supremo por las acusaciones de
corrupción y lavado de dinero que pesan en su contra. Queda, pues, en
entredicho la autoridad moral de los miembros de la comisión para emitir
juicios sobre posibles faltas que haya cometido la presidenta en el ejercicio
de su cargo. Los reparos contra la fundamentación y realización del proceso de
destitución han sido tratados varias veces por el Supremo Tribunal Federal y
han dejado expuestas diferencias fundamentales entre los jueces en materia de
interpretación jurídica. Ha habido incluso acusaciones mutuas de parcialidad.
El proceso de impeachment ha dañado finalmente también la integridad de la
máxima instancia jurídica del país.
La alternativa: un gobierno en el que no se confía
Con la destitución de Rousseff se haría cargo de la presidencia quien
fue hasta ahora su vicepresidente, Michel Temer. La dudosa fundamentación
jurídica del impeachment y la acusación de «golpe suave» serían una pesada
hipoteca para la legitimidad del gobierno al que dará lugar. A esto se suma el
hecho de que, si bien desde comienzos de 2015 el Partido del Movimiento
democrático Brasileño (PMDB) ha ido independizándose por etapas del gobierno de
Rousseff, algunos políticos de sus filas han sido hasta último momento una
parte fundamental del gabinete de la ahora sancionada presidenta. Es por ello
que al PMDB le corresponde una cuota considerable de responsabilidad en la
actual crisis económica. En su calidad de vicepresidente, Temer firmó, al igual
que Rousseff, decretos atinentes a las objetadas «pedaladas fiscais». No debe
descartarse que por este motivo se inicie un proceso de destitución también
contra él. No resulta sorprendente, pues, el nulo entusiasmo que despierta en
muchos adversarios del PT el hecho de que, en caso de confirmarse
definitivamente la destitución de Rousseff, el gobierno quede en manos del
PMDB. En encuestas sobre posibles escenarios electorales para 2018 Temer no
pasa del 2% de aprobación; en sondeos referidos directamente a su imagen, solo
un 5% da un voto positivo frente al 61% que tiene una imagen negativa de él.
Una pesada carga para el gobierno de Temer es también su
correligionario Eduardo Cunha, quien es considerado uno de los políticos más
corruptos de Brasil y contra el cual el ministerio público ha presentado cargos
por corrupción y lavado de dinero. Mientras en las encuestas aproximadamente el
60% de los encuestados ve con buenos ojos la destitución de Rousseff, el voto
contra Cunha, el maestro de ceremonias del proceso de impeachment, es mucho más
claro: el 77% exige que sea separado del cargo. Por eso, muchos creen que el
fallo judicial contra Cunha, que lo sacaría –por lo menos temporalmente– de
juego, es un alivio para Temer aunque le complicará la aprobación de
iniciativas legislativas en la Cámara de Diputados. El presidente del Senado,
Renan Calheiros, y el senador Romero Jucá, previsto como Ministro de Planeación
en el futuro gobierno de Temer, son otros de los renombrados políticos del PMDB
sospechados de corrupción. Es por ello que muchos suponen que Temer intentará
finalizar la operación Lava Jato (que investiga la red de sobornos de
Petrobras) antes de que alcance a algunos de los miembros de su propio partido.
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