Por David Cufré
La aprobación del Congreso al acuerdo con los fondos buitre y el
aumento de tarifas de servicios públicos son trazos firmes de la nueva política
económica. Ambas decisiones guardan coherencia interna como parte del plan de
restauración de un modelo neoliberal. Entender el ciclo de endeudamiento del
Estado que pregona el macrismo desligado de esa matriz puede llevar a
confusiones. El Gobierno pretende recuperar el crédito externo como puente
hacia un modelo de valorización financiera, no para profundizar el proyecto de
desarrollo productivo que intentó el kirchnerismo. Esta es la diferencia
fundamental que pone en contradicción a los legisladores del Frente para la
Victoria que votaron a favor del mal arreglo con Singer y compañía. Atentar
contra la industria y el mercado interno como lo hace el Gobierno con el
tarifazo, las tasas al 38 por ciento, la apertura comercial y los despidos
demuestra que la intención del oficialismo no es trabajar sobre las causas
estructurales de la restricción externa –insuficiencia de divisas–, sino
habilitar canales de financiamiento para proveer de dólares a los sectores
concentrados de la economía, como ocurrió en la dictadura y en los 90. Lo que
se financia es la fuga de capitales.
La Unión Industrial Argentina entregó el jueves una serie de datos al
ministro de Producción, Francisco Cabrera, sobre el impacto del aumento de la
electricidad en empresas de distintos rubros. El frigorífico Recreo pasó de
pagar 298 mil pesos en diciembre a 944 mil en febrero; la productora de
herramientas Bahco soportó un salto de 228 mil a 612 mil; la láctea Milkaut, de
1,8 millón a 5,2 millones; la productora de alimentos Conosud, de 47 mil a 158
mil; Trocadero de cerdos, de 87 mil a 157 mil, y Leiner Argentina, también
alimenticia, de 783 mil a 3,7 millones. El cimbronazo en los costos se
multiplicará ahora con el ajuste del 300 por ciento en las tarifas de gas, del
375 en agua y el alza de los combustibles, mientras los ingresos empresarios
caen por la menor demanda interna y la agudización de la crisis en Brasil. La
política de subsidios formaba parte de una estrategia para mejorar la
competitividad de la producción nacional y aumentar la capacidad de consumo de
la población.
El equipo económico se muestra despreocupado frente al derrumbe
productivo y del consumo que ocasionan sus medidas. La energía del Gobierno, en
cambio, se concentra en pagarles rápido a los buitres y salir a tomar deuda. Es
una dinámica que los argentinos ya conocen: desindustrialización, aumento del
desempleo, pérdida de derechos sociales –en la hoja de ruta de Cambiemos ya
aparece una reforma previsional con la impronta de la JP Morgan–, distribución
regresiva del ingreso y una hipoteca de endeudamiento que crece como bola de
nieve. La paralización de obras públicas con financiamiento asegurado de
organismos internacionales y bancos de China y Brasil, y el aplazamiento de
proyectos ambiciosos como el plan satelital son otros ejemplos en la misma
línea. Echarle la culpa a la herencia de un cambio de rumbo tan drástico solo
puede funcionar con la impunidad que provee el aparato mediático oficialista.
Hasta la muletilla de que la economía no crecía hace cuatro años se desplomó
con las cifras de 2015 que presentó el Indec a mitad de semana, con un avance
del PIB del 2,1 por ciento ese año.
Una ventaja del macrismo en relación a experiencias neoliberales
anteriores, como las de Menem y De la Rúa, es el bajo nivel de endeudamiento
público y privado que recibió luego de doce años de políticas heterodoxas. Eso
le da mayor margen para empapelar el mundo con bonos argentinos. La crisis de
solvencia de la convertibilidad estalló después de una década, en 2001, con una
evolución de la deuda pública externa que pasó de representar el 22,1 por
ciento del PIB al 32,7 por ciento, en tanto que la deuda pública nacional trepó
de 28,2 a 51,8 por ciento. El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, en
tanto, dejó un nivel de deuda pública externa de 14 puntos del PIB, mientras
que la deuda pública nacional se ubicó en 44 puntos. La deuda externa total,
pública y privada, se movió de 22,3 a 44,2 por ciento del PIB en la
convertibilidad, y retrocedió a 26 por ciento en 2015.
La herencia de desendeudamiento es un dato clave del escenario
económico que el macrismo oculta deliberadamente. La exitosa reestructuración
de la deuda de 2005 y 2010 y el aprovechamiento del viento de cola de los
primeros años del kirchnerismo para cancelar pasivos con reservas, política que
siguió incluso cuando el viento se puso de frente desde 2008, abre una ventana
de oportunidad para que el financiamiento que se puede obtener ahora vaya a
proyectos que aumenten la capacidad productiva nacional. Sin embargo, las
medidas que despliega el gobierno de Cambiemos no van en esa dirección. La
emisión de deuda proyectada es para cubrir gastos corrientes y compensar el
déficit de divisas que se agudizó con el levantamiento de las regulaciones
cambiarias –el mal llamado cepo– y la apertura para la salida de divisas. Es un
esquema similar al que se dio en los 90.
El mayor problema de tomar deuda sin desarrollar las condiciones
productivas para su repago es que cuando se corta el crédito, el país se
desploma. Mientras tanto, va creciendo el peso de los intereses sobre el
presupuesto, y el ajuste que supuestamente se quería evitar en un principio se
hace cada vez más grande pasados los años. Este es otro punto básico que el
Gobierno minimiza frente a la opinión pública, como si la deuda no generara
obligaciones.
La experiencia del menemismo y de la primera Alianza es ilustrativa en
este sentido. En 1993, la carga de servicios de la deuda pública sobre el
presupuesto del Estado nacional representaba el 6,6 por ciento del gasto total.
Fueron 2400 millones de pesos sobre 37.300 millones. En 1994 el gobierno tuvo
que destinar el 7,6 por ciento del presupuesto a intereses. En 1995, subió a
9,8. En 1996, bajó a 9,1. Y de 1997 en adelante la evolución siempre fue en
ascenso: 13,2 por ciento ese año, 14,5 en 1998 y 17,4 en 1999. A De la Rúa le
tocó la peor parte. El plan deuda de los años previos, que su gobierno
profundizó con el blindaje –siempre a tasas de interés crecientes–, llevó a que
en el presupuesto del año 2000, el 20,4 por ciento del total de recursos se
destinara a cancelar servicios de la deuda. En 2001, finalmente, el 24,3 por
ciento del gasto disponible del Estado nacional se utilizó para pagar
intereses. En números absolutos, 11.700 millones de pesos sobre un presupuesto
de 47.900 millones. Es decir, casi una cuarta parte del gasto era para cumplir
con los acreedores, lo que no dejaba demasiado para cubrir necesidades básicas
de millones de argentinos. En un último gesto desesperado para que los mercados
y el FMI siguieran alimentando la rueda del endeudamiento para pagar deuda,
Ricardo López Murphy quiso hacer un ajuste brutal que lo eyectó del Ministerio
de Economía en 15 días, y Domingo Cavallo, que lo sucedió, se lanzó con el
déficit cero y el megacanje.
A esa altura, el estallido por el default
socio-laboral de la Alianza fue cuestión de meses. Repasando, en ocho años, de
1993 a 2001, la carga de intereses pasó del 6,6 al 24,3 por ciento del
presupuesto.
En el mismo período, el stock de activos externos de los argentinos
subió de 57.800 millones de dólares a 101.400 millones. Lo que se conoce como
la fuga de capitales se llevó una buena parte del endeudamiento de esos años.
En 2014, la carga de intereses fue equivalente al 7,6 por ciento del
presupuesto, mientras que datos preliminares de los montos ejecutados en 2015
lo sitúan por debajo de esa cifra, aunque las cuentas de inversión que publica
la Contaduría General de la Nación aún no permiten obtener números precisos. De
todos modos, Cambiemos tiene el taxímetro de la deuda en mínimos históricos.
Será su responsabilidad cuidar esa conquista de todos los argentinos y no
dilapidarla en otra aventura de la deuda en beneficio de pocos.
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