Mientras que países vecinos como Brasil con Petrobras, Venezuela con
Pvdsa y México con Pemex mantenían el petróleo en manos del Estado, la
Argentina lo vendía apresuradamente para intentar salvar una falsa
estabilización cambiaria, aunque sus ingresos no sirvieron para
conformar ni la última propina de la deuda externa.
Repsol-YPF pasó a poseer un considerable poder de mercado, parecido
al que tenía su predecesora estatal. Se reemplazaba la lógica del
interés nacional por el de la ganancia empresarial. La producción se
destinaba esencialmente a la exportación, a fin de aprovechar el
vertiginoso alza del precio del crudo, mientras se dejaba de lado la
constitución de reservas indispensables para el futuro. Al mismo tiempo
se disminuía la exploración de riesgo y se reducía en forma considerable
la cantidad de años que aquellas reservas podían cubrir.
Además, la renta petrolera se reciclaba fuera del circuito
productivo nacional, privilegiando la remisión de utilidades y los
precios de transferencia. Las retenciones eran un paliativo desde el
punto de vista fiscal, que no resolvían ni la posibilidad de absorber el
aumento del valor del crudo, ni la cuestión principal que era el
control por parte del Estado de un recurso cada vez más escaso e
imprescindible para la nueva etapa de desarrollo económico del país.
Hoy las críticas que nos vienen de España y del Viejo Mundo son
muchas, pero no olvidemos que los gigantes que veía el Quijote en su
delirio no eran más que molinos de viento. El gobierno argentino no está
expropiando una empresa, sino recuperando algo que les pertenece al
país y a su pueblo. Los molinos de viento están en otra parte y es
posible que muevan como fantasmas la crisis europea. Mientras, nosotros
nos quedamos con lo que nos pertenece.
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