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10/07/2022

el bolsonarismo ha mostrado que es también una fuerza subterránea...


Pablo Stefanoni

Luiz Inácio Lula da Silva ganó en primera vuelta con más de 48% de los votos, pero Jair Bolsonaro mostró más resistencia de lo esperado. El 30 de octubre ambos candidatos volverán a medirse en el balotaje.





Jair Messias Bolsonaro no logró ser eyectado del sillón presidencial y del Palácio do Planalto en la primera vuelta por la rebelión electoral contra su gobierno que anticipaban las encuestas. El resultado de Luiz Inácio Lula da Silva estuvo dentro de lo esperado, con más de 48,4% de los votos, pero el actual mandatario superó todos los pronósticos y obtuvo 43,2% y mostró que el bolsonarismo es un hueso duro de roer.

El «frente democrático» que armó el ex-presidente, y que abarcó desde el Movimiento sin Tierra y el Partido Comunista hasta sectores de la elite económica y judicial, visto en el exterior como una suerte de «candidatura del bien», chocó contra una corriente persistente de voto al actual presidente, que incluyó en la campaña los tópicos de la extrema derecha global y volvió a encarnar el antipetismo, pero también mostró flexibilidad ideológica para alejarse del ultraliberalismo de su ministro de Economía y para mantener ciertas políticas sociales, desplegó sus discursos de mano dura, mantuvo sus conexiones con redes locales de poder, legales e ilegales, y batalló sin tregua en las redes sociales.

Además, como destacó el diario Folha de S. Paulo, fue importante el desempeño de varios candidatos bolsonaristas: la ex-ministra de la Mujer Damares Alves, una de las espadas evangélicas ultraconservadoras, que compitió con el apoyo de la primera dama Michelle Bolsonaro, fue elegida senadora por el Distrito Federal, y el ex-ministro Tarcísio Gomes de Freitas quedó primero para disputar la gobernación de San Pablo contra el ex-candidato presidencial petista Fernando Haddad, con amplias chances de triunfo. El ex-juez Sergio Moro, que encarceló a Lula y hoy está distanciado de Bolsonaro, fue electo senador por Paraná, y el vicepresidente Hamilton Mourão ganó una banca por Rio Grande do Sul. Incluso figuras controvertidas, como el ex-ministro de Salud Eduardo Pazuello o el de Medioambiente, Ricardo Salles, ampliamente cuestionados por sus políticas, resultaron elegidos (Pazuello fue el más votado en Río de Janeiro). El Partido Liberal de Bolsonaro sumaba la bancada partidaria individual más numerosa en el Senado y en Diputados, con una división geográfica muy marcada en la que el centro-oeste aparece como bastión de la derecha.

A diferencia de hace cuatro años, cuando podía haber alguna duda sobre Bolsonaro, sus votantes apoyaron ahora, de manera abierta o «vergonzante», su gestión y su estilo, que conecta con diversas «rebeldías de derecha» que se observan en Occidente. Y, si bien Lula queda mejor ubicado para la segunda vuelta, no hubo algo parecido a una contraola de izquierda. Algunos oasis, como las tres diputadas trans o las parlamentarias indígenas electas, muestran algunas acumulaciones político-culturales bajo el bolsonarato.

La elección estuvo lejos de ser una batalla pueblo versus elite. El New York Times señaló que el Supremo Tribunal de Brasil ha ampliado de manera drástica su poder para contrarrestar las posturas antidemocráticas de Bolsonaro y sus seguidores. Por ejemplo, en agosto, por orden del juez del máximo tribunal Alexandre de Moraes, fuerzas policiales allanaron las casas de empresarios bolsonaristas que comentaron en un grupo de WhatsApp que un golpe de Estado era preferible a la vuelta del Partido de los Trabajadores (PT) al poder.

El caso brasileño replica en parte el de Estados Unidos, en el que Donald Trump, pese a encabezar supuestamente un gobierno conservador de «ley y orden», terminó encarnando una derecha inorgánica que se enfrentó a gran parte de las instituciones desde dentro. Por eso tanto Joe Biden como Lula da Silva se presentaron como candidatos de la «normalización» contra dos populistas de derecha que parecen cómodos en su papel de «deplorables» (como llamó Hillary Clinton a los votantes del empresario inmobiliario).

Lula da Silva fue condenado a 12 años de prisión por causas de corrupción, pero fue el mismo tribunal que inicialmente avaló la condena -que ayudó a la victoria de Bolsonaro- el que finalmente, tras 580 días de cárcel, la anuló por razones de forma, y el ex-obrero metalúrgico quedó así habilitado para volver al poder. Pero lo que desarmó la conspiración judicial y volvió a poner en carrera a Lula no fue tanto la movilización social como los reposicionamientos internos en un Poder Judicial que, antes y ahora, juega al límite (entre ser un defensor y una amenaza para la democracia). Esta vez, es Bolsonaro quien ataca a la Corte por «lulista».

Más que un régimen autoritario (como el que, por ejemplo, pudo terminar de edificar Nicolás Maduro en Venezuela), Bolsonaro produjo una brutal degradación de la vida cívica, alimentó diversos grupos lumpen-mafiosos, desplegó discursos negacionistas sobre la pandemia y el cambio climático, y debilitó el lugar de Brasil en el concierto de las naciones. La burda estética de las armas y los exabruptos de Bolsonaro proyectaron una imagen de sordidez política e intelectual. Pero también su carácter pendenciero lo conectó con gran parte del país, que encontró en él una identidad (lo llaman «Mito») y la posibilidad de un voto protesta que puede ser tan potente como impreciso en sus destinatarios. Mantuvo además su alianza con el poderoso mundo del agronegocio, y la ex-ministra Tereza Cristina Corrêa -la «musa do veneno»- ganó una banca en el Senado por Mato Grosso do Sul tras derrotar a otro ex-ministro de Bolsonaro. Y con empresarios que aún ven al PT como el mal absoluto, además de las milicias de Río de Janeiro.

La bizarra toma del Capitolio fue precisamente una constatación de incompetencia estratégica, pero al mismo tiempo, es esa dimensión antisistémica la que atrae a parte de los adherentes de Trump y alimenta la ilusión anti-statu quo; y algo similar ocurrió con Bolsonaro.

Esa realidad degradada fue, más que su programa, el combustible de la resurrección de Lula -y de la resignificación de su figura, asociada por el antipetismo con la corrupción: Bolsonaro lo llama «ex-presidiario»-. Su campaña se basó en la necesidad de reconstrucción institucional y moral del país, apelando a símbolos de amor y esperanza y de vuelta de la felicidad del pueblo. Incluso, al parecer a propuesta de su flamante esposa Rosângela, que tuvo un peso creciente en su entorno, se lanzó una nueva versión de «Lula lá» (Lula allá, en el Planalto), el jingle de los años 80, la lejana época del candidato obrero.

La presidencia de Bolsonaro terminó teniendo un resultado paradójico a escala regional: en lugar de fortalecer a las derechas radicales, en gran medida las debilitó (pocos quisieron mostrarse junto a él). Pero esto podría cambiar: su capacidad de resistencia puede alimentar expresiones de derecha dura que han ido emergiendo en este tiempo, en una región donde las extremas derechas están lejos de los resultados electorales europeos. Por eso, este resultado es incómodo para las derechas moderadas de Sudamérica.

En este tiempo, el progresismo latinoamericano viene ganando una elección tras otra (en parte porque vienen perdiendo los oficialismos). Incluso la Alianza del Pacífico dejó de existir como contracara ideológica liberal-conservadora del populismo «atlántico» tras los triunfos de Andrés Manuel López Obrador, Pedro Castillo, Gabriel Boric y Gustavo Petro. Sin embargo, las izquierdas parecen hoy más eficaces para ganar que para gobernar, y enfrentan diversos obstáculos, internos y externos, que reducen su eficacia político-ideológica.

El carácter rizomático de la nebulosa de la neorreacción actual permite que los puntos de conexión sean múltiples, que discursos de las extremas derechas globales resuenen en el Sur y que se produzcan curiosas formas de recepción y resignificación de esas ideas, como el caso de los libertarios de derecha en Argentina. Los gobiernos progresistas enfrentan, entonces, un escenario diferente al del «primer ciclo» de la marea rosa, en el que las guerras culturales del Norte penetran de diversas formas en la opinión pública y contribuyen a delinear un lenguaje inconformista transversal a diferentes sectores sociales. Las rebeldías de derecha parecen haber llegado para quedarse.

Ahí yacen algunas paradojas de esta victoria relativa de Lula. El resultado electoral de la coalición civilizatoria organizada para frenar el envilecimiento de la política y de la propia sociedad ha dejado un sabor amargo. Su votación, que tiene mucho de vindicación personal, fue el resultado de la capacidad del ex-presidente de tejer acuerdos, con el pragmatismo que ya lo había acompañado en sus dos mandatos anteriores, y de su voluntad de mostrarse absuelto por la Historia. Pero el bolsonarismo ha mostrado que es también una fuerza subterránea.

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