Elogio del maniqueísmo – Por Claudio Véliz
En el marco de los intentos de igualación entre la militancia política y los odios militantes, Claudio Véliz procura deconstruir las fórmulas de la homogeneización que obturan la necesidad de distinguir como uno de los objetos centrales de la crítica. El autor insiste con el problema de la “grieta cultural” que los grupos concentrados y las corporaciones mediáticas instauraron en la sociedad argentina, con la velada pretensión de proteger sus privilegios a cualquier costo, incluso al costo de apretar el gatillo.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
Durante la década del 90 y hasta la crisis de 2001, la aplicación sistemática y sostenida de todas las recetas neoliberales “sugeridas” por el consenso de Washington hicieron de la Argentina un país mucho más desigual, endeudado e injusto. La pobreza, la marginalidad y la desocupación se multiplicaron al mismo ritmo en que se incrementaban las ganancias de los grandes pulpos empresarios y financieros, de los acreedores externos y de las empresas privatizadas. A partir del año 2003, los sucesivos gobiernos kirchneristas operaron una metamorfosis inédita logrando revertir todas las variables de la economía en beneficio de trabajadores, jubilados, desocupados, profesionales y de la amplísima gama de quienes se inscriben en el circuito productivo. Fue necesario realizar una ecuación distributiva en el sentido exactamente inverso al ensayado por el gobierno de Carlos Menem: en lugar de ajustar a los más vulnerables para favorecer al 20 % de los más ricos, ahora había que recortar algunos privilegios de las elites para aliviar la situación de los más afectados por la ortodoxia monetarista. Luego de varias décadas de ostracismo, estos últimos pudieron ascender socialmente, incrementar el poder adquisitivo de sus salarios, educarse en universidades públicas, acceder a una vivienda, tener garantizada una asignación familiar junto con el calendario completo de vacunación para sus hijos, cobrar una jubilación, ahorrar, viajar, tener acceso a los consumos culturales y tecnológicos hasta entonces vedados. Y todo esto ocurrió en un contexto en que la producción y la recaudación fiscal batían todos los récords, en que la nación se desendeudaba y desembarazaba de la tutela del FMI, en que se creaba el Ministerio de Ciencia y Tecnología, se lanzaban dos satélites al espacio y regresaban al país miles de investigadores.
Para entonces, los salarios de la Argentina ocupaban el primer puesto de la región, la cobertura previsional era la más amplia de toda Nuestra América, la distribución de la riqueza alcanzaba nuevamente los niveles del primer peronismo, los índices de desocupación se acercaban al pleno empleo y la pobreza descendía 30 puntos en 12 años. Si tuviéramos que comparar esta realidad tan cercana (aun con algunas dificultades derivadas de la restricción externa y la subsistencia de una matriz productiva tendiente a la primarización) con el liberalismo extremo del menemato o con la devastación ocurrida tras el saqueo vertiginoso urdido por el gobierno de los CEOs, debiéramos concluir que aquellos años constituyeron un verdadero oasis, un acontecimiento anómalo, un remanso paradisíaco (plantearlo en términos comparativos nos autoriza a utilizar un léxico que, de otro modo, resultaría hiperbólico). Todas las razones que acabamos de exponer explican, justifican y legitiman la entusiasta adhesión, por parte de millones de argentinos, tanto a las políticas de reparación y bienestar instrumentadas por los gobiernos kirchneristas como a las figuras de sus líderes. Fueron tiempos de una nutrida movilización popular que, lejos de congregarse para organizar la protesta, se ocupó de ganar la calle para acompañar las transformaciones ocurridas en su favor. Las narrativas patrióticas y populares, el retorno de la militancia juvenil, la recuperación de los símbolos y los legados plebeyos, y una épica a la altura de semejantes acontecimientos completaban esta constelación cuya trama explica tanto las simpatías que se supo granjear el kirchnerismo como el encono de sus declarados enemigos.
Claro que –tal como acabamos de afirmar– esta verdadera fiesta popular siempre tiene como contracara un recorte de los privilegios que las elites hubieron conquistado de los modos más diversos, una merma de las prerrogativas obtenidas por capas ultra minoritarias que se enriquecieron en los tiempos de la dictadura y del neoliberalismo noventista, al menos hasta la asunción de Néstor Kirchner. Más que emprender una cruzada contra esa casta de multimillonarios, los gobiernos kirchneristas utilizaron las más diversas herramientas (legales y legítimas) tendientes a modificar los niveles de concentración y desigualdad extremas persistentes por entonces: retenciones, nacionalización de empresas privatizadas, recuperación de los fondos previsionales, paritarias, formalización de tareas no registradas o precarizadas, ampliación de la cobertura jubilatoria, nuevas asignaciones sociales, restricciones cambiarias, ley de servicios audiovisuales, y muchas otras. Y por todas estas medidas redistributivas que beneficiaron al 99 % de los argentinos, sus promotores debieron pagar el precio de una cruzada virulenta y decididamente coordinada por aquellos grupos concentrados que, desde los 70, no cesaron de acumular riquezas: bancos, empresas de servicios financieros, pooles de siembra, oligopolios mediáticos, fondos buitres, fugadores seriales, grandes pulpos agroexportadores. El kirchnerismo entendió a la perfección que para redistribuir la riqueza resultaba imprescindible confrontar con sus apropiadores. La historia reciente nos había enseñado que de nada servía rogarles actitudes dadivosas o filantrópicas ni tampoco “hablarles con el corazón”. Los gobiernos kirchneristas vinieron a perturbar esa paz de los cementerios impregnada por el terror de la dictadura, una “paz” que Alfonsín se vio urgido a firmar a punta de carabinas y que Menem consolidó con el indulto a los genocidas. Este pacto social de la postdictadura no solo incluía la impunidad de los crímenes sino también la consolidación del statu quo que habían venido a instituir. He aquí la afrenta popular que jamás iban a perdonar las clases propietarias.
Desde el momento mismo en que la transformación kirchnerista se puso en marcha, aunque con especial obsesión a partir del fracaso de la Resolución 125, una oligarquía enfurecida le impuso su ultimátum al gobierno, a sus conductores, a sus representantes, a sus simpatizantes e incluso a todos sus símbolos. Como nunca antes, se articularon las tres puntas de este tridente (capital concentrado, corporaciones mediáticas y mafias judiciales) para garantizar la eficacia de su ataque. Y fueron tan arteras las armas de destrucción masiva utilizadas por esta triple alianza que lograron abrir una brecha cultural en la sociedad toda, una grieta que en absoluto se compadece con esa aritmética cuantitativa que separa taxativamente a los beneficiarios de las políticas inclusivas y reparadoras de quienes vieron afectadas sus ganancias extraordinarias por primera vez desde el golpe del 76.
¿Por qué la virulencia del discurso mediático, los odios encendidos, la ira desencadenada, el disparate repetido hasta el cansancio, tuvieron lugar durante los años kirchneristas y no, por ejemplo, durante el saqueo del menemato?, ¿por qué no emergieron en el marco de la devastación que castigó al 80 % de los argentinos y sí, paradójicamente, en los tiempos de bonanza y bienestar para las mayorías? La respuesta es muy sencilla: porque en los 90, los representantes del pueblo fueron los artífices de las políticas que hundieron en la desesperación a sus representados, mientras que los gobiernos kirchneristas eligieron el camino inverso: el de la confrontación con los sectores enriquecidos durante aquellos años previos al estallido, con el objeto de instaurar una distribución más equitativa de la riqueza. No hay manera de entender semejante contradicción si no nos internamos en las complejas y novedosas operaciones ideológicas de este tiempo, en los modos de interpelación mediática, en los dispositivos encargados de producir subjetividades.
En estos últimos años, se han radicalizado los sesgos neofascistas de los discursos, las gestualidades y las prácticas de una derecha desinhibida que halló en las restricciones exigidas por la pandemia, un terreno fértil para destilar y teatralizar la violencia latente durante los años que sucedieron a la dictadura terrorista. Esta escalada que incluía aseveraciones terraplanistas, propuestas distópicas y alegatos encendidamente amenazantes, se hallaba direccionada, de un modo inequívoco, hacia quienes lograron desequilibrar la balanza en favor de los más humildes, de los jubilados, de los desempleados, de las clases medias y de los sectores productivos, permitiéndonos vivir los años más felices de nuestras vidas (aun las de aquellos que han renegado de su propia dicha y que suelen pulular en el seno de aquellas performances odiadoras). Proliferaron escándalos callejeros cuyos protagonistas portaban horcas, guillotinas, bolsas mortuorias, antorchas, imágenes de cárceles y metralletas, indisimulados llamados al asesinato de CFK, al aniquilamiento, al genocidio de los kukas, los vagos, los populistas, los planeros… y hasta dispararon la bala que nunca salió. El fantasma de la muerte y de las formas más diversas del horror sobrevuela cada discurso, cada expresión inflamada, cada intervención enceguecida en los sumideros de las redes cloacales. A toda hora, en cada manifestación, en cada canal de TV, en cada zócalo, en cada programa, la acusación sistemática: chorra, asesina, bipolar, mala, montonera, yegua, puta, criminal, soberbia, guerrillera, psicópata, responsable absoluta de todos nuestros males.
“Son ellos o nosotros” –nos amonestan–, la lógica schmittiana del “amigo-enemigo” desde hace tiempo que ha reemplazado, en nuestro país, a la racionalidad política de la discusión adversarial. Quemaron todas las naves, destrozaron todos los puentes, hicieron añicos cualquier principio mínimo de acuerdo societario. Un puñado de envalentonados multimillonarios cada vez más ricos, pero víctimas de las heridas narcisistas infligidas por el kirchnerismo, nos declaró (literalmente) la guerra, aunque utilice las armas de un puñado de lúmpenes empobrecidos por esa misma dinámica económica que produce concentración y desigualdad. En su auxilio, se elevan las voces de mercenarios mediáticos y políticos que los alientan a dar en el blanco. Y ese blanco son nuestros líderes, pero también todos y cada uno de nosotros (1) considerados obstáculos insalvables para vivir en un país “normal”, es decir, en un país sin kirchneristas.
Ciertamente, las dicotomías maniqueas suelen resultar simplificadoras, reduccionistas, reticentes a las complejidades y a los vaivenes de la coyuntura. Sin embargo, en un momento de obscena estrategia especular en el que se le asignan a la víctima los atributos del verdugo, o bien, en el que se intenta equiparar sus pretendidamente similares instintos demoníacos (algunos la denominan la “teoría de los dos odios”), venimos a reivindicar una estrategia discursiva proclive al tan denostado maniqueísmo. Nosotros nunca dejamos de asumirnos como los nadies, los humildes, los marginales, los que no tenemos parte, los que sufrimos, los que resistimos, los que nos sentimos hijos de las Madres, los que apostamos por las construcciones colectivas y los gestos solidarios, los que reivindicamos la patria y la soberanía, los que nos plantamos frente a la violencia machista; en fin… los que todavía cantamos. Y justamente por todas estas razones, en absolutamente nadanos parecemos a ellos, a quienes no dudan a la hora de apretar el gatillo en cualquiera de sus modalidades (real, imaginaria o simbólica) hasta borrarnos de la faz de la tierra, hasta hacernos desaparecer, tal como se animan a vociferar. Nosotros estamos hechos de otras maderas, recogemos las astillas de innumerables luchas, recuperamos los legados de la memoria, la verdad y la justicia, nos hallamos atravesados por “estructuras de sentimiento” plebeyo, cultivamos los abrazos y celebramos la vida en todas y cada una de nuestras manifestaciones.
Parafraseando a Sartre, podríamos decir que el infierno no es el otro sino ellos. Y, sin embargo, no es un combate contra ellos el que debemos diseñar ni tampoco una disputa estéril entre su odio y nuestro amor. Aun en el contexto de una conflictividad preñada de pulsiones destructivas como la que nos proponen los adalides de esta derecha radicalizada, nuestra batalla no puede dejar de ser política ni de estar direccionada contra todas aquellas condiciones que producen la desigualdad y la concentración extremas, pero también contra las que re-producen las operaciones ideológicas que las sostienen y consolidan. No alcanza, por consiguiente, con anteponer nuestras pasiones alegres a sus espantos lúgubres y tanáticos. Habrá que estar a la altura de un desafío mayúsculo y complejo: ni mimetizarnos con el demonio ni poner la otra mejilla. Tenemos que desactivar los dispositivos que envilecen nuestras vidas e interrumpir las llamadas seductoras que reclutan a muchos de nosotros en las filas de un monstruo desatado y criminal que solo tiene para ofrecerles a sus acólitos, nuestro cuerpo sacrificial.
Notas:
(1) Después de muchas pruebas y de reiteradas correcciones, tomamos la decisión de no utilizar el lenguaje inclusivo en esta nota (tal como hemos ensayado en artículos anteriores), por considerar que entorpecía demasiado una lectura en la que abundan las enumeraciones y extensas cadenas sintagmáticas. Por otra parte, también hubiese arrojado cierta confusión respecto de los juegos sintácticos propuestos a partir de la declaración de guerra que inspiró este trabajo: “Son ellos o nosotros”. De todos modos, sugerimos que cada vez que escribimos nosotros se lea nosotrxs y cada vez que decimos uno, se entienda unx.
*Sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /claudioveliz65@gmail.com
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“ Otros autores vienen trazando una imagen cada vez más afinada de esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frente al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”.
Rodolfo Walsh
"... esa oligarquía, dominante frente a los argentinos, y dominada frente al extranjero. Que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante, que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella."
ResponderBorrarLo que no pensaba Rodolfo Walsh es que la oligarquía es la extranjera y la lucha nos la hace ella. Los personajes locales son como el arma que utilizan, nada más. Son una cosa. No se puede luchar contra una cosa. Sí contra quien la usa en nuestra contra.
Oti.