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3/10/2020

burocracia y óxido

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Horacio González sostiene en este artículo que el hablar sin cálculos pre-masticados o sin los ocultos timbres que pulsa nuestro miedo -es decir hablar con la razón crítica, de la mano de la razón prudencial-, puede garantizar que la sociedad argentina repiense su historia, sus capacidades, sus formas ocultas o explícitas de violencia, y los legados de Alfonsín y de Kirchner, ambos imprescindibles para que las dos fuerzas populares de las que ambos emergieron, no se revuelquen en sus escenas más burocratizadas y oxidadas.

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

I

En las últimas semanas han surgido un conjunto de personas que esgrimen con preocupación la existencia de disconformidades o bien observaciones con ciertos reparos a tal o cual medida del gobierno de Alberto Fernández. No se enfoca con estas opiniones a las oposiciones políticas consagradas como tal, que usan dudosos y aún turbios artificios para levantar la defensa del gobierno de los irresponsables que endeudaron el país, desmantelaron el Estado y empobrecieron con toda clase de emboscadas recubiertas de melosidad, a toda la vida social y popular. Es que el reproche hacia los refunfuños más o menos difusos que se escuchan en muchos ámbitos naturalmente bien predispuestos hacia el gobierno de Fernández, tienen muchos orígenes. ¿Qué hacer con ellos, asustarlos porque rompen la frágil cristalería o inaugurar un nuevo campo político en el que crezcan las conciencias y los argumentos? Una disconformidad audible y menor, es obvia, pues en todo gobierno hay pujas encubiertas por las distintas posiciones en las que se toman decisiones. Lo que habitualmente llamamos política implica muchas cosas, una es la disputa, más o menos lógica, entre facciones de una alianza con zonas de aspiraciones superpuestas. Si no hubo acuerdos previos, dentro de los vértigos habituales de una campaña muy encendida, suelen haber rebordes astillados en el discurso argumental de los portaestandartes de cada posición, hasta niveles que pueden ser notables. Y allí se desarrolla un duelo cuyas tensiones en general se silencian. Si no ocurre esto, se escucharán objeciones a tal o cual medida, que podrá contener en diversas proporciones un síntoma de resentimiento o de apreciación justa de un error por carencia de amplitud en la mirada sobre la situación en juego.

Pero esto es lo habitual en todo gobierno, sus líneas más “decididas” y sus decisiones basadas en cálculos más “prudentes”, suelen confrontar sobre la base de un acuerdo previo e implícito, el de cuidar de no romper relaciones entre ambas instancias. Se genera así una suerte de pragmatismo decisionista, pues ninguna decisión que se considere guiada por sus propias capacidades, basadas en la voluntad, la inspiración y el hechizo intuitivo de la creación repentina de una escena inesperada, deja de observar implícitamente las condiciones ambientales reinantes. Y a la inversa, ningún pragmatismo, por crudo que sea, puede privarse del momento de la decisión, donde se siente, aunque sea por un breve lapso de tiempo, que se retira el acompañamiento de las condiciones de fuerza previamente estudiadas. No hay instancia gubernamental que debido a esto no se halle en permanente tensión. Se presupone que, en un momento definitivo, donde impera una voluntad de síntesis, no por eso con características de inestabilidad, es donde aparece la decisión que concluye una etapa de debate y los que tuvieron posiciones divergentes, acatan el fallo que sella los acuerdos. Si estos fueros frágiles, aun así, se mantiene una unidad gubernamental, del modo en que ellas se producen. Nunca calcáreas o petrificadas, sino porosas y graduables. Y si son inestables, no hay en eso novedad. Todo gobierno descubre rápidamente que también es el autogobierno de su propia fluctuación.

Como la filosofía mundial, en los cursos universitarios más notorios, ha abandonado casi por completo la idea de dialéctica, podríamos socorrernos rápida y nostálgicamente de ella a fin de una explicación más convincente. ¿Pero ahora sería tan convincente si se dijera que un gobierno es una síntesis de múltiples determinaciones? Se acercó tímidamente a esta idea centenaria la idea que algunos adoptaron al comienzo del gobierno de Néstor Kirchner, “un gobierno en disputa”. Se trataba de definir a la institución presidencial como inestable, pero con fuerte capacidad de síntesis, y todos los estamentos gubernamentales recogiendo distintas tendencias sociales y formas de representarlas, que discutían entre sí con el único límite de no generar el desbaratamiento de aquello mismo por lo que se disputaba. Desde luego, esta idea era la inversa a la que se propagó en los tiempos del último Perón -idea que nunca dejó de existir-, respeto a un estilo verticalista, así llamado porque en un gobierno no podía existir ninguna voz lateral o autónoma que no fuera la reiteración en la escala correspondiente de la decisión del conductor, palabra que encerraba el saber máximo desde el cual surgía la legitimidad de la orden. Era de por sí la interpretación de lo que deseaban todos, aunque no lo supieran o pensaran incluso lo contrario.

II

Este tipo de verticalismo, versión fuerte de la expresión “unidad en la diversidad” -de lejano origen dialéctico-, fracasó notoriamente en el peronismo de los años 70. La tesis fundamental de la conducción postulaba que un agrupamiento político se alimenta de sus propias contradicciones. La seguridad de resolverlas descansaba en el decisor en última instancia, que debía balancear los distintos énfasis en juego, y actuar en medio de una escala de satisfacciones, donde finalmente uno saliera más favorecido que otros, sin que se rompiera la unidad enraizada en la identidad común. No es fácil definir una identidad y menos una ley, pero finalmente, en este estilo de conducción se impuso la idea de “todo dentro de la ley”, con sus traducciones coloquiales, “no sacar los pies del plato”, y otras parecidas. El drama que se vivió hace más de cuatro décadas es de qué manera diferencial los sectores ideológicamente enfrentados, asumían una identidad única. O una fuente única en su denominación a la que sea adjetivaba con la lógica de las diferencias. Así fue que un sector interpretó la conducción como una decisión final que se tomaba por la preponderancia de la movilización social -que traía consignas más osadas y de gran heterogeneidad-, y otro sector tradicional no aceptaba que invocar una identidad significaba necesariamente ser lo que esa invocación indicaba. Los “tradicionales” expulsaban a los “nuevos”.

Un problema, pues, de tipo ontológico. Que generó la acusación de infiltrados y que en boca del conductor generó la redefinición de la conducción como la escucha de un conjunto de variaciones y diferentes, pero dentro de un contorno predefinido, que quedaba a cargo precisamente del conductor decir exactamente cual era para la otra concepción, el conductor era una figura más tenue o más plegadiza a la ebullición social, y no poseía necesariamente en sus facultades realizar trazados previos de delimitación. Lógicamente, de ese modo el conductor era más débil que el movimiento social, y la fuerza tradicional, por el contrario, ponía al movimiento social en un plano de mayor subordinación al conductor, cuya figura primigenia se elevaba.

Por la naturaleza del enfrentamiento, donde se jugaban cosmovisiones asentadas largamente en las formas de militancia de sectores sociales nuevos y de estratos anteriores del peronismo, no se produjo la habitual estratagema de los medios de comunicación actuales, de forzar con tal o cual “operación” (es decir, la noticia creada para producir un efecto equivalente al de otras decisiones políticas que no se llaman a sí mismas como “noticias”), para inclinar la opinión a favor de uno u otro. Es que previamente había una materia sustancial en cuestión, cual era definir el carácter entero de la época, por lo que el debilitamiento del gobierno se debió casi por completo al modo en que su crisis interna operaba en el sentido de su anonadamiento.






III

Asociar al peronismo al “caos” y a un supuesto “pacto militar sindical” fueron las exitosas banderas que esgrimió Alfonsín en 1983. Pero debía agregar otro elemento ineludible, los juicios a los militares que habían desarrollado un siniestro plan de represión, denunciado en todo el mundo. Para eso estableció distintas niveles de responsabilidad respecto a los atentados contra los derechos humanaos -noción que cobraba inusual vigor en todo el conjunto político-, pero no es fácil reconstruir hechos basado en la simple memoria, el modo en que esta disposición muy pronto se revelaba insuficiente. La sociedad argentina, compleja y oscura como es, se manifiesta una y otra vez con sus advertencias si alguien se pronuncia insuficientemente sobre esta magna cuestión. Se lo vio con Alfonsín y lo vimos en estos días, como si la historia corriera pero algo quedara siempre intacto. Pero más allá de estas características sorprendentes del magma nacional menos ocluido de lucidez autonomista, dos campos de discusión deben señalarse. Para el peronismo derrotado en 1983 Alfonsín era un “social demócrata”, expresión que se utilizaba despectivamente por los pocos alcances que -a la luz de lo actuado por Felipe González en España-, se mostraban en cuanto a afectar los poderes de las corporaciones económicas. Para las ya notables organizaciones de derechos humanos, los “organismos”, el establecimiento, casi que como destino oficial, de la llamada teoría de los dos demonios, era objetada como un recurso aciago para borrar las necesarias distinciones. Estas eran obligadas por aquel pasado tormentoso, saber que había jóvenes revolucionarios cuya autenticidad no podía ser menguada por sus errores, y horrendos torturadores cuya vileza no podía ser disimulada por la envergadura o gravedad que tuviera cualquier hecho de violencia insurgente, de los tantos acontecidos. El alfonsinismo movilizó masas ciudadanas, se sintió fundacional y postuló una sociedad ciudadana con derechos palpables y ciertas restricciones al poder sindical, atisbos de control a los poderes financieros y comunicacionales, hechos desde una posición de debilidad, que finalmente le impediría concluir su mandato.

Más allá de la valoración que hagamos del alfonsinismo, que en mi caso es favorable -como no lo voté esto debe ser entendido como una revisión de mi pasado electoral apegado a la razón crítica retrospectiva-, el modo en que hoy aparece en el institucionalismo progresista y republicano, como ahora lo invoca Alberto, no sería posible sin un examen específico de las últimas décadas de política nacional, examen desde luego guiado por lo que llamamos aquí la razón crítica. Es decir, una exigencia a que la imaginación busque el lugar más cuidadoso y fértil para pensar la crítica a la madeja histórica que está a nuestras espaldas, pero a la vez sigue envolviendo nuestro presente.

Alfonsín insinuó un par de gestos, que no por incompletos y apenas esbozados, eran el origen de un dilema que luego se presentó de modo punzante, los agronegocios y los medios de comunicación, y los sectores de la iglesia que no comulgaban con el nunca más. Alfonsín en el pulpito de la Stella Maris, Alfonsín en la Rural, son imágenes para el recuerdo, tanto de la razón crítica como de la razón prudencial. Si le damos a la primera el nombre de ética de la convicción y a la segunda la de ética de la responsabilidad -eficaz definición weberiana que pasó al sentido común político-, faltaría saber si las entendemos con una opción, una tensión o una conjunción. Fernández dejó claro esto último. Pero todo lo que se diga sobre esta materia hoy, se recorta inevitablemente sobre la figura de Néstor Kirchner, dándole a la palabra “proceda” -como dice María Pía López-, su otro significado excepcional, de hondura histórica sobre el cual hay que continuar reflexionando.

IV

Una apostilla necesaria en torno a este tema, es que Max Weber luego de designar su dicotomía, habilitó la senda de aquella conjunción, Toda acción política parte de un balance difícil y encrespado entre las dos éticas. Si se quiere entre las dos épocas. Pero Fernández empleó a lo largo de todo su discurso una voz sobria combinada con definiciones de importancia y profundidad inusual. La cuestión de los servicios de inteligencia, esto es, el poder del estado clandestino, el absurdo privilegio de los jueces, la posible ampliación del fuero federal, Podríamos decir que un puñado de temas cruciales fueron tratados con la voz de la ética de la responsabilidad y las revelaciones políticas en cuanto a las “épicas”, que estas sí, participan de la ética de la convicción. No obstante, ya que se mencionó la cuestión de las éticas del político, registremos de qué modo se usó la cuestión de la economía. No hay dudas que la palabra dominante como cuadro conceptual y analítico, es la de los economistas. Que pueden ser periodistas.

Y de los periodistas que trazan el campo de significación de la palabra pública y a la vez son presentados como vedettes mediúmnicas portadores del non plus ultra de la verosimilitud. Véase la publicidad de canal C5N -el que solemos ver- y cómo sus periodistas son presentados en escenas propias de una pasarela de modelos. ¿No debilita eso su verdadero papel de intermediarios objetivos, entre las decisiones gubernamentales- las que deben inquirir- y los efectos sociales que se generen -a los que deben auscultar con un sentido de equidad a favor de los condenados a la vida más menguada? No imitar a las corporaciones con sus periodistas fulmíneos y vacuos parece ser un imperativo también a ser tenido en cuenta por los nuevos climas de época.

Pues bien, retomando la cuestión económica. Fernández situó correctamente la cuestión de la deuda irresponsable e inepta, pulverizadora de los cimientos últimos de la vida nacional. Empleó entonces en otros sentidos la palabra economía. Uno cuando citó la idea del Papa, defendiendo “economías con alma”. Está bien: lo dice un Papa. ¿Pero más allá de la obligación neo-tomista de ver economías desprovistas de fines de lucro, Fernández no fue al otro extremo al mencionar las economías de la información? Como aquí está el sello de la aceptación de un nuevo poder informático procesador de datos a la manera financiera, que convierte en datos no solo a la materia financiera sino a todo flujo vital, merece una mención de cuidado. La economía que se desliza desde el alma -una suerte de capitalismo humanista- hasta la red mundial de ultra-flujos financieros. No veo que haya que asustarse por estas afirmaciones cruzadas. Son discusiones válidas, provienen de la larga historia de la razón crítica.

Sería bueno saber también los alcances de la afirmación de que el gobierno de Fernández es un gobierno con científicos y no de Ceos. Frase con la que concordamos en su segundo término, pues estos personajes que en los años sesenta se comenzaron a llamar ejecutivos, al saltar a esta sigla de tres letras, Chief Executive Order, se aceptó un cambio estamental, existencial, remunerativo y de mando basado en técnicas de opresión que se relacionaban con la economía del conocimiento, obvio, y con expresiones como gobierno de cercanía y otras que logran desenfocar la real situación de un gobierno en la sociedad, no una pseudo disolución engañosa de la autoridad democrática, como si fuera todo un volcarse a la solidaridad sin plan, sin mediaciones, sin discusiones internas, sin cuestiones institucionales o de financiamiento. Suena a hilacha macrista flotando en una desprevenida militancia, que debe percibir de qué modo el macrismo había triunfado en el lenguaje común.

Entonces, sobre el gobierno con científicos. No es posible esconder la impresión que lo opuesto a los “Ceos” no son los científicos, sino lo que en otros tramos del discurso Fernández llamó la “ciudadanía social”, sobrevolando allí un roussonismo siempre invocado y desafiante al momento de imaginar una sociedad a imagen y semejanza de ese pacto comunitario con tantas exigencias; tantas que finalmente fue reemplazado por la expresión “sociología”, el estudio de los vínculos intergrupales, con su curiosa y desechable derivación, la sociocracia. Cuidado. He allí el gobierno de los científicos, paso final del muy aceptable y necesario gobierno con científicos, cuestión a ser promovida, pero no como opuesto al “executive macrista”, salvo si además de científico se mune de aquellas éticas que simbolizan la politicidad inherente a todo conocimiento. Y nuevamente: el conocimiento no puede ser tan cómodamente un compañero lingüístico de la economía, pues una cosa es el desarrollo necesario de una razón informática social, que haga de esas tecnologías un hecho de la comunidad que se rehace a sí misma desde su propia voluntad. Y no desde una razón instrumental. El gobierno está plenamente capacitado para trabajar en ello.






V

La razón crítica no es incompatible con la razón prudencial, pero la acción política librada solamente a las capacidades de esta última, no alcanzaría para los propósitos enunciados en torno a la necesaria reforma judicial y de los subterráneos secretos del Estado, fundamentales propósitos trazados por el Presidente. Mientras muchos anuncios, sin dejar de ser propicios y atrevidos se hallan inscriptos con mayor comodidad en el clima de época -lo que no significa que no precisen del acompañamiento de movilización social, juvenil, de mujeres, de trabajadores de la economía popular y de los sindicatos-, los tratos con el FMI y la cuestión latinoamericana -con sus nuevos focos golpistas y el avance de nuevas creencias que rompen en forma cachiporrera cualquier fórmula de convivencia-, exigen la presencia de la razón crítica, acodada sobre la razón prudencial. Ambas son cuestiones de índole ética y que deben generar un nuevo humanismo crítico que no les tome la palabra a las formas más avanzadas del neocapitalismo, que en esencia corresponden a una dialéctica positivista, seguida fielmente por las lógicas comunicacionales más obtusas. Se anuncian catástrofes basadas en realidades que sí existen, pero se magnifican ficcionalmente, hasta llegar a la vida exenta de auto reflexión, excepto cuando se dirige su atención a los anuncios sobre el fin del mundo, momento en que las cuestiones ambientales y de propagación de pestes pierden toda seriedad. Las maneja el mismo neocapitalismo informático, al noticiar que hay un planeta a diez mil años luz con propiedades iguales a las de la Tierra, o un antivirus que dejará definitivamente limpias nuestras computadoras, entendidas como una alegoría de toda la humanidad. Eso después de decirnos que se acerca la escena escatológica secretamente ansiada, con lo que impiden la verdadera comprensión de cómo proceden los virus cuando no son instrumentos de la fabricación de “antivirus” por parte del remedo de la “economía del conocimiento”.

La encrucijada en que se halla el gobierno exige recursos intelectuales extraordinarios. Al indicar esta cuestión, tan evidente, no parece adecuado que muchas voces estimables, teman que un decir liberto de modelos encajonados de una unilateral razón prudencial, olvide que “solo transcurrieron 80 días” o que “algunos esperan un gran tropiezo para decir, agoreros, ¿vieron?, yo les avisé”. Por el contrario, veo millares de personas que apoyan a Alberto vía Cristina o a Cristina vía Alberto -la verdadera originalidad que tiene esta situación aún en sus momentos más tensos-, con necesidades de expresar su propia historia en las tramas de esta compleja historia mayor. Personalmente estoy convencido de que solo el hablar sin cálculos pre-masticados o sin los ocultos timbres que pulsa nuestro miedo -es decir hablar con la razón crítica, de la mano de la razón prudencial-, puede garantizar que la sociedad argentina repiense su historia, sus capacidades, sus formas ocultas o explícitas de violencia, y los legados de Alfonsín y de Kirchner, ambos imprescindibles para que las dos fuerzas populares de las que ambos emergieron, no se revuelquen en sus escenas más burocratizadas y oxidadas.

*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.

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