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2/17/2020

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Por: Lic. Alejandro Marcó del Pont

El valor combinado de 10 multinacionales es comparable al PBI de los 180 países más pequeños del planeta. El 10% de las empresas mundiales son responsables del 57% de las exportaciones y el 25% del comercio mundial es intrafirmas. El 10% de los grupos que cotizan en bolsa generan el 80% del total de los beneficios que se crean el mundo, según the McKinsey Global Institute.

En 1968, el director ejecutivo de General Motors se llevaba a su casa, en sueldo y beneficios, unas sesenta y seis veces más que la cantidad pagada a un trabajador medio de su empresa. Hoy, el director ejecutivo de Walmart gana un sueldo novecientas veces superior al de su empleado medio. De hecho, ese año se calculó que la fortuna de la familia fundadora de este emporio era aproximadamente la misma (90.000 millones de dólares) que la del 40% de la población estadounidense con menos ingresos: 120 millones de personas (Algo va mal, Tony Judt, Taurus, pág. 16).

Estas grandes empresas monopólicas, tanto como los fondos de inversión, fijan los precios, determinan la cadena de valor, distribuyen el trabajo mundial, evaden impuestos o lo fugan a paraísos fiscales, arrastran a los gobiernos a disputas por instalar políticas de baja tributación que las favorezcan, presionan para eximir a las grandes fortunas a pagar impuestos, o como vimos, tienden a la concentración del ingreso en magnitudes tan desproporcionadas que el 1% del mundo acumula el 82% de la riqueza global (https://goo.gl/bYRfSJ).

El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Para muchos estos datos resultan familiares, se convive con ellos, se los admite como algo natural, pero lo cierto es que esta realidad no fue siempre así. Había pobreza y desigualdad, pero nunca de estas dimensiones.

La economía mundial se transformó abruptamente en la década de 1980 con la desregulación de los mercados financieros y de divisas, se comenzó a idolatrar el lucro, el culto a la riqueza, la reverencia por las privatizaciones, la devoción por lo privado, la admiración acrítica de los mercados autorregulados y el profundo desprecio por el sector público. La globalización financiera doblegó a la economía real y se perdió la batalla discursiva.

A la generalidad de las empresas que hoy son dominantes en sus mercados, que tienen el monopolio de las ventas, se las señala como dinámicas y competitivas, conocidas en gran parte de sus innovaciones por la investigación, aunque la mayoría de ella provenga de esfuerzos públicos. El Estado es dinámico y emprendedor, pero la guerra cultural lo refleja como fallido.

Por lo tanto, trataremos, de manera abreviada, lo que creemos será la asignatura de las nuevas generaciones y, por cierto, de los nuevos gobiernos, que deberán considerar el enfrentarse o coexistir con monopolios que superan en ingresos sus presupuestos o su PBI. Para poder convivir con estos gigantes creemos que una idea creativa es el formato de un Estado emprendedor, como lo describe Mariana Mazzucato (profesora de Economía de innovación y valor público y directora del Instituto para la Innovación y el Propósito Público en University College London), al igual que la batalla cultural por un Estado diferente, basado en libro Algo va mal de Tony Judt, historiador y colaborador de la New York Review of Books.

El libro de Mazzucato pretende revelar que es falsa la imagen de un estado burocrático, inercial y opresivo, demostrando con hechos que es innovador, dinámico y emprendedor, mientras que Tony Judt adiciona que el ataque al Estado del bienestar en las tres últimas décadas ha llevado a una batalla discursiva que ha modificado tanto el debate como el léxico empleado para imaginarlo como un simple administrador, representación de una imagen ideológica que hay que desmantelar.

Steve Jobs habló de la necesidad de que surgieran y siguieran floreciendo innovadores hambrientos y alocados, pero se olvidó de mencionar que la innovación se montó sobre una ola de cambio financiada y dirigida desde el Estado. La mayoría de las invenciones que han revolucionado al capitalismo, desde la construcción de canales, pasando por el ferrocarril hasta Internet, o desde la nanotecnología a la robótica, son resultado de emprendimientos estatales.

El iPhone es tan inteligente y famoso sólo porque el Ministerio de Defensa americano (estatal obviamente) durante la guerra fría innovó y género una red, que llamaron Advanced Researchs Projects Agency (ARPA). A principios de los 80 se comenzaron a desarrollar los ordenadores de forma exponencial. Es entonces cuando apareció la World Wide Web (WWW), sitios que pueden ser buscados y mostrados con un protocolo llamado HyperText Transfer Protocol (HTTP). De la misma manera se emprendió o subsidió el GPS, la pantalla táctil o el sistema Siri. Poco de Jobs, mucho del Estado.

Lo que Keynes llamó “el fin de laissaz-faire” se refería a la mano invisible del Estado que guió los fondos e inventó los mercados a partir de los cuales los privados, posteriormente y ya sin afrontar mayores riesgos, incursionaron e hicieran negocio. El Estado no tiene que hacer mejor o un poco mejor lo que ya están haciendo los privados, tiene que incursionar donde los privados no lo hacen, financiar o subsidiar desarrollos.

El Estado actuando como fuerza innovadora es quien elimina el riego a los privados y, por lo tanto, lo toma en su presupuesto, afronta el costo o la inversión (y el riesgo), lidera y marca el camino hacia donde pretende desarrollar el país y hacia donde quiere complementar o compartir los logros con las empresas privadas, como socio o accionista.

Los problemas que surgen de esta lógica son al menos tres. En principio, un enfoque alternativo donde la intervención por parte del Estado no sea exclusivamente para reparar los fallos del mercado. Por otro lado, una alianza societaria y tributaria que aliente la tributación y acompañe y conserve el financiamiento de las iniciativas de innovación. Y, por último, una nueva forma de conceptualizar y visibilizar al Estado.

El primer enfoque, los economistas neoliberales le prestan atención o lo permiten y lo aceptan si consideran que el estado está arreglando una falla del mercado, una externalidad negativa. Es decir, la inversión estatal está aceptada si los beneficios sociales son mayores a los privados, más aún, si los privados no se hacen cargo de los costos, limpiar el riachuelo por ejemplo, que el estado no lo contaminó, pero invertirá para sanearlo. En el mismo sentido irían los bonos de carbono, permiten contaminar más y generan un mercado de contaminación que se inventó y no existía.

La idea de que una parte de la I+D este liderada por el estado, sobre todo en Argentina que se logró repatriar a muchos investigadores, consiguiendo una masa de pensamiento importante, se requiere mucho más que el simple cálculo de beneficio social o privado. Se requiere una idea, una misión, un norte hacia donde los fondos sean invertidos con el fin de impulsar nuevas innovaciones que potencien a la matriz de iniciativa privada o pueda ponerle un contorno en el que la sociedad sea beneficio para ambos.

La verdadera causa del encarcelamiento de la Directora financiera de Huawei es la cuarta revolución industrial, muchos entienden que la marca China utiliza un sistema de encriptación que impide a la NSA de EU interceptar los teléfonos móviles de esa marca china. Fuera del mundo occidental, los gobiernos y servicios secretos de numerosos países han comenzado a equiparse con material de telecomunicaciones de la marca china Huawei para garantizar la confidencialidad de sus comunicaciones. Generar una plataforma o un sistema que capte o no permita captar información, es una tarea estatal.

En el caso del aporte fiscal y la forma de sociedad estatal privada, se basa en la idea inversa que hoy siguen las grandes firmas, que con apoyo estatal, recibieron subvenciones para desarrollo, una vez afianzadas en el mercado, comienzan un periplo que sólo apunta a evadir impuestos o eludirlos. Es extraña esta lógica, ya que los subsidios a los emprendimientos privados provienen de los impuestos. La lógica sería que pagaran, de manera de mantener la capacidad estatal de afrontar las inversiones. En cuanto a la participación de los logros y desarrollos futuros con base en las innovaciones estatales, habría que buscar diferentes alternativas de sociedades.

La aceptación de riquezas sin parangón, de un mundo cada vez más desigual, de consentir austeridad en malas épocas y afrontar los costos del ajustes, pero no pedir mayor participación en las épocas de auge, aceptando que quienes en la austeridad se beneficiaron también lo hagan más en la expansión, forma parte de tolerar sin pestañar que el estado es tonto.

Subsidiar el transporte público es un gasto superfluo que lleva a despilfarro y a incrementar el déficit, al igual que la salud, la educación o los servicios sociales mínimos a los abuelos, son dignas de un estado faraónico, pero gastar U$S 12.000 millones en armas, como hace la Argentina no está mal. La no intervención estatal en la desigualdad, en los acuerdos mínimos de convivencia, en la desarticulación de los preceptos mínimos del contrato social de posguerra, se basan en la pérdida del papel directriz del estado. El mercado no es natural, es inventado, hay que reinventar las palabras para describir este nuevo e innovador estado.

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