Nuria Alabao
Un sector importante de la extrema derecha europea utiliza un discurso de defensa de las mujeres para atacar a los inmigrantes musulmanes, a los que responsabiliza de atentar contra la «libertad occidental». Con un discurso liberal de defensa de la mujer frente a un «otro» peligroso, este sector de la extrema derecha ha logrado parecer más aceptable para la mayoría y conseguir un abundante voto femenino, joven e incluso gay.
Se suele decir que el feminismo es un bastión en la lucha contra la emergencia de las extremas derechas y es cierto que en algunos lugares del mundo este movimiento es capaz de condensar la oposición más movilizada tanto en las calles como la esfera pública. Hay que tener presente, no obstante, el diferente tratamiento que se hace de las cuestiones de género en Europa. Una brecha divide el continente entre el este y el oeste, como si la frontera soviética todavía latiese.
En la parte de Europa salida del antiguo bloque soviético, la caída del Muro en 1989 creó las condiciones para un renacer de los nacionalismos de preguerras: anticomunistas, antifeministas, autoritarios e incluso con rasgos directamente fascistas. En países como la Hungría de Viktor Orbán, o la Polonia del partido Ley y Justicia, el concepto vaticano de la «ideología de género» se usa para llevar adelante guerras culturales que tienen como objetivo último negar derechos a las mujeres –sobre todo reproductivos– y a las personas LGTBI –matrimonio, adopción– y reforzar una idea tradicionalista de los roles de género. En apoyo de sus proyectos agresivamente nacionalistas se ha tratado de vincular el patriotismo al mantenimiento de los roles de género tradicionales y la heterosexualidad obligatoria, y el feminismo o los valores liberales son representados como una invasión de ideas occidentales ajenas al carácter nacional. Con estos argumentos movilizan a sus bases, persiguen a las asociaciones LGTBI o, como en Hungría, se prohíben los estudios de género (gender studies) en las universidades. Estamos hablando de países donde gobiernan o tienen mucho peso fuerzas de extrema derecha.
Es cierto que hay una gran diversidad de expresiones tanto de lo que llamamos extremas derechas –por ejemplo con propuestas económicas más o menos neoliberales y diversas relaciones con el pasado fascista o nazi– y estas diferencias refieren también al tratamiento de las cuestiones de género, que dependen de los contextos locales y nacionales. Siempre es difícil, por tanto, trazar taxonomías. En cuestiones de género se suele diferenciar a las extremas derechas que participan activamente de una guerra frontal contra el feminismo –y no solo en Europa del Este, también encajaría aquí un Jair Bolsonaro– de las que han tenido que pasar algún proceso de renovación discursiva o propositiva para adaptarse a las realidades nacionales. Vox en España o Matteo Salvini en Italia comparten rasgos de ambos fenómenos aunque destacan sus rasgos marcadamente antifeministas.
En Europa Occidental estamos hablando de países que atravesaron las revueltas de 1968. Estos movimientos dejaron profundos cambios en las costumbres e hizo hegemónicas determinadas conquistas. Si en Francia, Alemania o Escandinavia un partido quiere evitar caer en la marginalidad electoral tiene que renovar su ideario o su retórica incorporando ideas liberales, por lo menos en lo que atañe a la defensa de igualdad de la mujer y aunque sea meramente formal. Al menos, no puede atacarla de manera directa. Partidos como Agrupamiento Nacional (el viejo Frente Nacional) en Francia, Alterativa para Alemania o los Demócratas de Suecia forman parte de esta extrema derecha «renovada». Incluso aquellos que en Europa occidental siguen sosteniendo posiciones contra el aborto o apoyan roles de género tradicionales lo hacen con argumentos nuevos que destacan la libertad de elección: disimulan sus ideas conservadoras bajo ropajes liberales para ser aceptables para el grueso de votantes. Hoy, todos los países de la Unión Europea –salvo Irlanda– tienen representación parlamentaria de extrema derecha.
Feminización de los partidos ultras
El cambio de imagen de los partidos la extrema derecha ha transitado, por ejemplo, por la vía de su «feminización» –poner mujeres al frente–. Alternativa para Alemania estuvo liderado por Frauke Petry, e incluso por la dirigente abiertamente lesbiana, Alice Weidel. Pero hay muchas otras que están contribuyendo a transformar la imagen y el estilo de la ultraderecha europea y hacerlo más aceptable para la mayoría –y conseguir abundante voto femenino, joven e incluso gay–.
En Francia, Agrupamiento Nacional es uno de esos partidos que ha conseguido renovarse de manera más exitosa. Su líder, Marine Le Pen llegó a disputar la presidencia de la República en la segunda vuelta de las elecciones del 2017 contra Emmanuel Macron. A ella se debe la enorme transformación que ha vivido el partido de pasado fascista liderado por su padre Jean-Marie ya que ha conseguido limar los aspectos más duros de su herencia tradicionalista y católica. A este tránsito se lo ha denominado la «desdiabolización» de su figura y de su partido. En el 2011, Le Pen llegó a declamar en un mitin: «¡Seamos hombre, mujer, heterosexual, homosexual, judío o musulmán, antes que nada somos franceses!».
Los aspectos de género y sexualidad no están desligados en estos partidos al que es su eje fundamental de movilización: la cuestión migratoria –y la islamofobia de matriz colonial–. Básicamente buscan legitimar o encubrir sus propuestas racistas más disruptivas y lo hacen precisamente mediante la instrumentalización de las cuestiones de género y diversidad sexual. La manera de adaptar este discurso discriminatorio en términos liberales es representar el Islam como una amenaza para los valores occidentales y para los derechos de mujeres y personas LGTBI. Así,el Islam, siempre descrito como fundamentalista y retrógrado, amenaza las libertades conquistadas . Los musulmanes suelen ser representados como un riesgo para la integridad de las mujeres, como agresores sexuales en potencia. «Temo que la crisis migratoria señale el comienzo del fin de los derechos de las mujeres», escribió Marine Le Pen. Precisamente, esta «defensa de las mujeres» se suele expresar a través de un populismo punitivo de carácter autoritario que pretende aumentar las penas por agresiones machistas. Es lo que hace el canciller austriaco, Sebastian Kurtz, o lo que sostiene Vox al pedir cadena perpetua para los culpables de violación, mientras responsabiliza de ellas a los inmigrantes.
Todo esto sucede mientras tratan de prohibir el velo islámico en espacios públicos o escuelas, una medida que se ha impuesto ya en varios países y que sirve como guerra cultural contra el Islam y las mujeres que los usan. Estas medidas son vehiculizadas a partir de un discurso liberal de protección de la mujer y mediante una acérrima defensa de los valores republicanos y del laicismo como esencia de la nación –rasgo muy fuerte en Francia– en la que no cabrían expresiones religiosas.
En países en los que la defensa de los derechos de la mujer y la libertad sexual forman parte de la identidad nacional, la extrema derecha local también los utiliza para hacer alarde de superioridad . Así, los Demócratas de Suecia, aseguran que el hecho de que el país nórdico sea considerado uno de los más igualitarios del mundo demuestra que son mejores que otras naciones «subdesarrolladas».
Parir niños para la nación
En general, estos partidos no niegan que hayan géneros construidos socialmente –como los que dicen luchar contra la «ideología de género»–, sino que sostienen que esto no reviste un problema. Los géneros –como las clases sociales– son complementarios y la diferencia de «sexos» es armónica –no necesita corrección–. Por ello, la «defensa» de las mujeres es compatible con posturas conservadoras que ponen el acento en los roles familiares tradicionales: refuerzan el papel de la mujer en los hogares o rechazan los derechos reproductivos. Muchos de ellos, aunque no todos, se oponen al aborto. De hecho, en estas cuestiones, las posiciones de los partidos ultras varían desde las más igualitarias de los partidos escandinavos hasta las más conservadoras representadas por Alternativa para Alemania, el Partido de la Libertad de Austria o Vox en España. De ahí proviene su insistencia en políticas familiaristas, porque la familia tradicional es la principal institución que garantiza el orden de género.
Para algunos de estos partidos el crecimiento de la natalidad de las nacionales garantiza poder frenar la «invasión» de extranjeros. Así, el programa de Alternativa para Alemania de 2017 se comprometía a contrarrestar el declive de las tasas de natalidad con «familias numerosas en lugar de inmigración masiva». Algunos de estos partidos hacen alarde de estar comprometidos con la defensa de los derechos LGTBI (que también se oponen a la idea de familia «natural»), mientras que otros tratan de no tocar demasiado esas cuestiones por la división que produce en sus propias bases.
Lo cierto es que estos partidos han sido exitosos a la hora de producir sus propias reinvenciones para adaptarse a la evolución de la sociedad. La izquierda emancipadora –y la socialdemócrata–, en crisis en muchos de estos países, lo tiene más difícil porque para ella no se trata de un problema discursivo ni de «vender» buenas ideas: se trata de trastocar el orden jerárquico de la sociedad, así como de frenar el neoliberalismo, cuyas catastróficas consecuencias son la gasolina de la extrema derecha. Un feminismo con capacidad de vincularse a los conflictos de clase en marcha y de plantear otros nuevos, debería ser una herramienta ineludible en ese camino.
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