Durante la Guerra Fría , la carrera tecnológica y militar entre estadounidenses y soviéticos se libraba en las fronteras y en los silos nucleares, pero también en la propaganda y en la ciencia: cualquier mínima ventaja sobre el adversario justificaba esfuerzos muy costosos, dentro o fuera de la ley o incluso algunos que resultaban ridículos. En ese contexto, en los años 50 y 60, la CIA y el departamento de Defensa de Estados Unidos exploraron la posibilidad de controlar la mente humana.
De forma disparatada o no, el espionaje estadounidense pensaba que la URSS estaba desarrollando esas técnicas y, para no perder el tren, impulsó el programa secreto MK-Ultra en los 50. Detrás de muchos de esos trabajos se encontraba Sidney Gottlieb, químico y alto funcionario de la CIA, que protagoniza el libro publicado el pasado año por el periodista Stephen Kinzer, con el explícito título Poisoner in chief (Envenenador en jefe). “Fue –asegura el autor- el esfuerzo más sostenido de la historia por controlar la mente”.
Una parte muy importante de esos experimentos se centró en el uso del LSD. Según Kinzer, Gottlieb fue el gran introductor de esta droga en Estados Unidos, en los primeros años de la década, al distribuirla entre algunos hospitales y centros de investigación. Formalmente, la substancia se destinaba a ensayos terapéuticos, aunque los experimentos iban en otra línea distinta. El LSD se administró, pues, a enfermos o a presos de forma continuada para observar sus efectos sin que estos tuvieran conocimiento de sus objetivos.
La agencia creía que con el uso de LSD se podía influir directamente en el cerebro
Años después, un interno contó que durante un año había recibido una inyección diaria de esta droga, antes de percatarse de que el experimento para el que se había ofrecido voluntario, una supuesta cura de la esquizofrenia, era en realidad algo bien distinto. Kinzer relata que otras pruebas aún más extremas se desarrollaron en centros de detención clandestinos en todo el mundo, lejos de cualquier tipo de control. Gottlieb incluso habría contratado a antiguos médicos nazis para recabar información sobre los experimentos con substancias químicas que habían desarrollado en campos de concentración.
El programa terminó a mediados de los años 60 y no fue hasta una década más tarde cuando la opinión pública conoció su existencia, lo que condujo a una investigación parlamentaria. Cientos de personas habían sido sometidas a los experimentos sin haber dado su consentimiento y posiblemente algunas fallecieron. El proyecto había sido en parte un éxito, en parte un fracaso. Según contó Kinzer en una entrevista a la radio pública estadounidense, el plan constaba de dos fases: “Primero tienes que hacer desaparecer la mente existente; en segundo lugar tienes que encontrar la manera de llenar con una nueva mente el vacío. No llegamos muy lejos en lo segundo, pero avanzamos mucho en la primera fase”, habría declarado Gottlieb.
La del LSD no fue la única línea de investigación en este terreno. La CIA colaboraba con la Agencia de Investigaciones de Proyectos Avanzados (Arpa, en sus siglas en inglés), encargada de financiar y desarrollar la investigación armamentística en diversos ámbitos en cooperación con otros organismos o con las universidades.
El presidente John F. Kennedy examina el silo nuclear del submarino Thomas Edison a principios de los años 60 (Bettmann / Getty)
Con las dos grandes potencias empatadas en cuanto a su capacidad de destruirse mutuamente, la velocidad de respuesta a un ataque nuclear se convertía en un factor crítico. En este escenario, los submarinos tenían una gran importancia estratégica, porque podían lanzar misiles desde cualquier punto del mundo. El inconveniente era que enviar órdenes a un sumergible no es fácil, porque para recibirlas debe emerger y eso lo hace vulnerable. Aunque hoy pueda parecer una broma, alguien pensó que la solución podía ser la telepatía , un campo de investigación que, junto con otras disciplinas paranormales, se estaba estudiando en aquellos años en Stanford.
La periodista Sharon Weinberger relata, en uno de los capítulos de su libro The Imagineers of War (Los imaginadores de la guerra), que Gottlieb propuso a Arpa un plan, parecido a otro que los soviéticos al parecer ya estaban probando. La hipótesis era que, si se pudiera transmitir una señal mental, un pensamiento, a distancia a modo de alerta, el submarino podría emerger, recibir el mensaje por radio y volverse a sumergir.
La potencia de esa señal mental sería más fuerte cuanto mayor fuera la implicación emocional entre emisor y receptor. Por ejemplo -continuó el mando de la CIA ante una probablemente atónita audiencia-, una madre entrenada para ello podría recibir desde el fondo del mar la señal en caso de un trauma suficientemente fuerte, como la muerte de su hijo. Sin embargo, la ejecución de humanos como sistema de comunicación no parecía, por decirlo con suavidad, viable, con lo que propuso sustituir a personas por animales.
La defensa estadounidense se planteó investigar sobre la telepatía, pero terminó por desechar la idea
Afortunadamente, la idea no prosperó. “Pensé que eran un montón de tonterías”, asegura en el libro Stephen Lukasik, entonces director de Arpa, que, con todo, decidió seguir de cerca las investigaciones de Stanford para ver si había alguna idea viable y que mereciera una aportación de fondos federales. El encargado de hacerlo sería George Lawrence, un psicólogo de Arpa vinculado al mundo de la contracultura de finales de los 60 e interesado en todo lo paranormal pero también en la incipiente informática.
Lawrence empezó a recorrer el país para asistir a congresos de ciencias ocultas y conocer a todo tipo de parapsicólogos. Su línea de investigación más conocida se centró en la comunicación telepática, en concretó giró en torno al mentalista Uri Geller. A principios de los 70, el israelí empezaba a ser una celebridad en medio mundo gracias a unos supuestos poderes mentales, y sus actuaciones televisadas atraían a millones de personas ante la televisión.
En 1972 en Stanford se estaban investigando los poderes de Geller en un programa auspiciado por la CIA. Alguien en la Agencia creyó que sus cualidades podrían servir para interceptar los circuitos de un misil balístico y desviarlo de su trayectoria. A finales de ese año, el equipo de Arpa (ese año se cambió su nombre a Darpa) visitó Stanford para evaluar los supuestos superpoderes. Weinberger relata en su libro que Lawrence se hizo acompañar de un equipo de evaluación sorprendentemente heterodoxo para un experimento en que estaba en juego la financiación de un programa de millones de dólares.
“Y así empezó el día -relata Weinberger- con un científico militar resacoso, un ilusionista amateur convertido en psicólogo, un profesor que estudiaba los poderes de los sueños, dos físicos aparentemente crédulos (de Stanford) y Uri Geller. A partir de ahí todo fue a peor”. Efectivamente, las pruebas fueron un fracaso; las demostraciones consistieron en la adivinación de ciertos dibujos y números, pero no pudieron ser sometidas a escrutinio serio. En opinión de los enviados de Arpa, se reducían a trucos de ilusionista. La CIA, por su parte, siguió investigando con Geller durante un tiempo, aunque informes desclasificados años después indican que no hubo pruebas sobre los poderes del israelí.
Después de aquello, las investigaciones paranormales de los militares quedaron tocadas de muerte, y sus responsables decidieron orientar los esfuerzos hacia otras cuestiones, aunque otras agencias gubernamentales siguieron realizando sus propios estudios en la materia hasta mediados de los 90. Después de años tratando con científicos crédulos, ilusionistas o expertos en percepción extrasensorial, Lawrence llegó a la conclusión de que destinar más fondos a todo aquello era un sinsentido.
Un misil intercontinental en la plaza Roja de Moscú en un desfile de los años 60 (Central Press / Getty)
Pero este científico, psicólogo de formación aunque muy interesado en las posibilidades de la informática, se quedó con la idea de desarrollar una tecnología capaz de permitir controlar un ordenador con el pensamiento. Durante la primera mitad de los años 70 se produjeron los primeros avances en el campo de la biocibernética, un terreno en el que décadas después se han desarrollado sistemas de aplicación civil destinados tanto al ocio (por ejemplo en videojuegos) como, esta vez sí, a mejorar la salud.
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