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12/22/2018

se llama político, mi perro ...


Escribe Daniel Cecchini 



Casi cuatro décadas después de que una inundación del Pilcomayo los expulsara de sus tierras, doce familias indígenas volvieron a sus territorios ancestrales, donde viven casi aislados, de lo poco que les ofrece una tierra ingrata.

Centenares, miles, incontables mariposas blancas sobrevuelan el hilo de tierra en que se convierte la Ruta Nacional 86 en su tramo final del noroeste formoseño. Algunas se estrellan contra el parabrisas de la camioneta; otras se agrupan sobre los charcos o los montículos de bosta formando diseños arracimados que parecen de flores. A las 9 de la mañana el sol ya pega fuerte y las lagartijas cruzan raudas el camino de un lado al otro del monte. Se ven también liebres y unos pavos silvestres a los que los indígenas llaman charatas. Una yarará del agua, de lomo verde amarillento, repta sinuosa y veloz delante de la camioneta. “Mala, muy mala”, dirá después el Cacique Simeón Pérez.


La Comunidad Algarrobal de los nivaclé es la más aislada de las seis en las que se distribuyen los menos de seiscientos indígenas de este pueblo -diezmado por las masacres y el hambre – que todavía viven en el oeste de la provincia de Formosa. Es la etnia minoritaria de la región, muy por detrás de los wichí, los qom y los pilagá.

Para llegar hay que recorrer más de cien kilómetros desde el punto en que la ruta deja de ser asfaltada y se transforma en un ancho camino de tierra plagado de grietas y pozos que se irá angostando hasta ser poco más que un sendero por el que la 4×4 avanza con dificultad. Es un caso único el de la Ruta Nacional 86: en ese último tramo es necesario detenerse cuatro veces para abrir otras tantas tranqueras de alambre montadas por los criollos, que impiden el paso como si se estuviera entrando en propiedad privada.

Una vez que se atraviesan esas tierras, cuando el camino ya agoniza, hacia el sur se abre un territorio ancestral de los wichí, reconocido con títulos de propiedad comunitaria por el gobierno provincial. Hacia el norte, límitadas como una frontera por la ruta casi inexistente, están las tierras ancestrales de Algarrobal, donde los nivaclé vivieron desde siempre hasta principios de la década de los ’80 del siglo pasado, cuando una inundación los obligó a retirarse 17 kilómetros hasta Potrillos, sin poder llevarse nada.
Volver a las fuentes

Desde hace tres años, primero una, después dos, hasta sumar doce familias – unas sesenta personas – fueron retornando a estas tierras ancestrales para recuperarlas. Por ellas ya no corre el río Pilcomayo, cuyo cauce cambiante se deslizó hacia el sur, pero aún quedan huellas de ese pasado que los nivaclé se resisten a perder. “Mi papá dice que en ese tiempo vivimos en esa tierra, en esta parte. Por eso mi papá dice vamos a ocupar esta parte de esta tierra porque en esta tierra vivían antiguos. Acá los huesos de mi mamá, en esta tierra, dice. Es lo que dice mi papá”, dice Simeón Pérez, el cacique.


Aunque se trata de un territorio ancestral, los nivaclé no tienen -como sí los wichí al sur del camino – el título de propiedad comunitaria de las cuatrocientas hectáreas a las que están volviendo. No son pocos los factores que conspiran para que puedan obtenerlo. Diseminados a uno y otro lado del caprichoso Pilcomayo – durante muchos años frontera natural entre la Argentina y Paraguay – su pertenencia nacional está en entredicho: para los paraguayos son argentinos y para los argentinos viceversa.

Resultado de esa incierta nacionalidad, la mayoría de los adultos nivaclé no tiene documentos, lo que los convierte en NN. Y los NN no pueden realizar ningún trámite; mucho menos conformar la asociación civil que se les exige para darles la propiedad de las tierras que, para el gobierno formoseño, son fiscales.

Por eso, volver a ocuparlas se transformó en una necesidad para evitar que se las apropiaran los criollos con sus alambrados. “Porque en ese tiempo dice mi papá que solamente había aborígenes aquí, no había criollos, no pasaba ni camino, nada. Monte nomás. Criollos dicen que son antiguos, pero no, solamente aborígenes en esta parte. Antiguos son aborígenes, no había criollo, nada, dice mi papá”, insiste el cacique.
Hacer todo sin nada

De a poco la comunidad entera se va congregando donde transcurre la charla. Hombres y mujeres estaban trabajando en las chacras, con los cultivos, pero la reunión convoca. También a los más chicos, porque en la camioneta llegó una pelota de fútbol con la que, de inmediato, se ponen a jugar. Los saludos son ceremoniosos, estrechando las manos, pero sólo dos o tres hablan con los que vienen de afuera. Los demás hablan entre ellos, en nivaclé, y escuchan, sobre todo escuchan lo que se va contando.

“Cuando vino la inundación nos fuimos sin nada, dice mi papá. Y vinimos igualito este año, sin nada”, dice Mario Pérez, hermano del Cacique. “Cortamos palo para hacer las casas; con hacha, cortamos. Palosanto y alguno de algarrobo, cortamos. Si alguno era muy pesado, cacique llamaba a los otros para ayudar, porque cuando uno solo lleva es muy pesado. Y después cortamos yuyo para poner el techo”, dice también.

Como el río ya no corre por las tierras, el mayor problema que enfrentaron al llegar fue conseguir agua potable. Era necesario caminar cinco kilómetros hasta un canal construido por los paraguayos y sacarla de ahí, con baldes. Después, con materiales aportados por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo -una ONG con sede en Las Lomitas que colabora con los cuatro pueblos indígenas formoseños – hicieron un pozo para almacenar agua de lluvia. De todos modos, en temporada de sequía, conseguir agua sigue siendo un problema.

La tierra del noroeste formoseño es árida, poco generosa, exige que se la trabaje mucho. “A la mañana empezamos con el trabajo. Hoy por ejemplo hicimos la limpieza del camino y después de las chacras. Eso estábamos haciendo en la mañana. Y a eso de las cinco termina. Algunos terminan a esa hora y después tienen que ir a divertirse, con los jóvenes, eso es importante también”, dice el cacique.

Dice también que los chicos en estos días no están yendo a la escuela – que está a 7 kilómetros – porque las bicicletas que tenían se rompieron. “Ahora que las bicicletas no tienen, le faltan algunos repuestos, hoy se quedan los chicos”, explica. El hospital más cercano está en Potrillos, a 17 kilómetros, que tienen que hacer a pie si necesitan atenderse, además de cruzar el río en balsa. “Para la balsa hay que pagar y acá no hay dinero”, agrega.
“Comemos cuando hay; cuando no hay, no”

En los tiempos que el Pilcomayo corría por ahí, el sustento de la Comunidad ancestral de Algarrobal se obtenía mayormente de la pesca. “Ellos, la gente tenía una cultura de ir a pescar porque no tenían nada de qué comer, solamente para ir a pescar, dice mi papá. Tenían una red, que se llama red tijera, y otras que no sé cómo se llaman, que puede entrar en el agua y recién cuando entra en el agua se abre. No sé. Y miel de abeja, meleaban. Cazaban también, con flechas. No tenían escopeta. Tenían flechas y con eso cazaban, dice mi papá”, cuenta Mario Pérez, el hermano del cacique.


Pero el río ya no está y obtener alimentos se vuelve difícil. Al no tener documentos, la mayoría de las mujeres tampoco cobra la Asignación Universal por Hijo. “Hay dos mujeres que están cobrando, pero las otras no, porque no tienen documento. Hace como diez años, que vivíamos allá en Potrillos, en aquella vez alguien viene para que hagan trámite para la gente. Documentos. Unos salen y otros no, a casi ninguno le salió el documento”, dice Simeón, el cacique.

En algunos momentos del año, sobre todo cuando es imposible cosechar nada, la comida es un problema acuciante para los nivaclé de Algarrobal. “La verdad, cuando hay comida comemos lo que hay; si no hay, no. El mes pasado casi no teníamos qué comer. Viste que hay dos familias que están cobrando, pero no alcanza y fuimos a sacar las cosas y repartimos los hermanos, porque aquellos que no tienen también tienen que comer, así estamos”, dice Mario, el hermano.
La caza y las chacras

La caza tampoco garantiza el sustento. Los nivaclé de Algarrobal ya no saben usar el arco y la fecha, como hacían sus ancestros. “Eso hemos perdido también”, dice Mario. Los jóvenes cazan palomas y charatas con sus gomeras, pero eso no alcanza para dar de comer a sus familias.

En la Comunidad hay una sola escopeta. Gonzalo Pérez, otro de los hermanos del cacique, es el único que sabe usarla. Cuando tiene cartuchos -que de tanto en tanto le provee la gente de APCD – caza jabalíes salvajes con la ayuda de su perro. “Se llama Político, mi perro, porque es escurridizo, ningún jabalí lo agarra, como a los políticos, nadie los agarra”, cuenta con una sonrisa a la que le faltan muchos dientes. Y dice que también caza iguanas, con la mano, que son buenas cuando se las pone en la olla.


Aquí y allá se ven algunas gallinas, pero son un fruto prohibido. A nadie se le ocurre comerlas; en ese caso dejarían de tener huevos. Unos pocos por día.

En noviembre, la cosecha de los frutos de algarrobo es un alivio, aunque haberse alejado durante dos generaciones de las tierras ancestrales les haya hecho perder saberes sobre su uso. “Ahora es el tiempo de algarrobo y tenemos que juntar y con eso nos salva la gente. Algarroba podemos masticar, moler, eso lo que estamos haciendo. Hay muchas cosas que todavía no sabemos cómo podemos hacer el algarrobo, los antiguos sabían”, dice Simeón.

La mayor parte del sustento de la comunidad viene de las chacras, que los nivaclé labran con esfuerzo y cuidan como el bien más preciado. Allí siembran algo de maíz, maní, sandías, melones, zapallos, batatas.

Recorrer esas parcelas se transforma casi en una ceremonia. Todos quieren mostrar cómo las cuidan, qué vegetales tienen, y contar cuándo y cómo los cosechan. Simeón, con la autoridad que le da el cacicazgo, es el primero en mostrar la suya, donde tiene mayormente sandías y zapallos anco.

De pronto toma el brazo del cronista bruscamente, con fuerza, y señala algo que se mueve unos metros adelante: es otra víbora de lomo verde y amarillo, igual a la que serpenteaba por el camino. “Mala, muy mala”, le dice sin soltarle el brazo.

La víbora mala se aleja y Simeón sigue adelante, mostrando su chacra. El cronista deja que se aleje y ve cómo va quedando envuelto por una nube de mariposas blancas.

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