Extrema derecha y lugares comunesEntrevista a Cas Mudde
Diversos analistas siguen insistiendo en tópicos trillados y equivocados sobre la clase obrera blanca o la población rural blanca sin educación universitaria, constituyen la base de la derecha trumpista, aún cuando hay evidencia no demuestra ese planteo. El fenómeno de las extremas derechas está siendo malinterpretado y sometido a lugares comunes. En esta entrevista, Cas Mudde, experto en la materia, destierra los clichés y apuesta por un análisis con datos reales.
El fenómeno de las extremas derechas no puede analizarse solo de manera global. Debe, necesariamente, apelarse a lo específico de cada país. En esta entrevista, Cas Mudde analiza la situación de la extrema derecha en Estados Unidos tras la derrota de Trump, diferenciándola de la de otras experiencias políticas del mismo signo ideológico. Mudde es profesor en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Georgia y profesor en el Centro para la Investigación sobre Extremismo en la Universidad de Oslo. Su último libro, The far right today, ha sido aclamado como una «descripción general completa de la política contemporánea de extrema derecha» por la LSE Book Review.
Parece que gran parte de su trabajo público consiste en corregir las impresiones equivocadas de la ultraderecha que difunden periodistas y opinadores progresistas o liberales. ¿Cuáles son los mayores malentendidos que aún circulan sobre el electorado de Trump?
La verdad es que da vergüenza ajena. Algunos artículos que aparecen hoy dan la impresión de haberse escrito en 2016. Siguen insistiendo en los temas trillados y equivocados sobre la clase obrera blanca o la población rural blanca sin educación universitaria, cuando sabemos de sobra que el núcleo electoral de Trump no es ese. También persiste la idea de que, por un lado, hay un Partido Republicano de centroderecha y, por otro, el electorado de Trump, que representaría a una derecha radical. La realidad es que ya hace años que la base del Partido Republicano está mucho más cerca de las ideas de Trump que del neoliberalismo de Paul Ryan, por ejemplo. Es doloroso ver lo poco que hemos aprendido estos últimos años.
Me sorprende que lo diga en primera persona del plural. Esa falta de aprendizaje, ¿no afecta a periodistas y opinadores más que a politólogos como usted?
No lo crea. Mi conocimiento también tiene muchas lagunas. De hecho, recientemente he publicado una columna en The Guardian en la que planteo que quizá debamos dejar de hablar de «fascismo» y no empeñarnos en observar el presente con la lente europea de la década de 1930 o la latinoamericana de la década de 1970. Estos últimos años yo mismo me he dejado llevar por esa especie de psicosis colectiva. Y debo confesar que no he aprovechado para analizar a fondo qué ha estado ocurriendo aquí en Estados Unidos.
¿Qué quiere decir?
Bueno, hay muchísimas cosas que pensábamos que Trump iba a hacer que al final no ha hecho. Esto no significa que no fuera un líder de ultraderecha de verdad o que no fuera antidemocrático. Pero lo que no sabemos aún es lo que ha significado exactamente la presidencia de Trump para Estados Unidos. Y esa falta de comprensión me parece que tiene que ver con que estamos muy ligados a esquemas y marcos del pasado. Yo soy el primero en admitir cuánto me queda por aprender. Es más, diría que en este campo los investigadores universitarios tenemos mucha más responsabilidad que los opinadores. Mi problema es que yo soy ambas cosas. Ahora bien, los periodistas y los opinadores viven de esto. Y les ha ido francamente bien estos últimos cuatro años. Los que nos dedicamos a la investigación, en cambio, deberíamos guardar más distancia y estudiar y aprender más.
¿Qué le ha impedido a usted hacerlo? ¿Ha sido el peso de los marcos heredados? ¿O es que el fenómeno de la ultraderecha simplemente es demasiado complejo?
El mundo entero es demasiado complejo. Pero creo que quizá he pasado demasiado tiempo haciendo de opinador. No niego que tener una presencia en los medios tiene grandes ventajas. Pero también hay inconvenientes. Es fácil dejarse llevar por la dinámica mediática. Estos últimos años he pasado muchísimo más tiempo leyendo noticias que investigaciones académicas. No es algo que necesariamente te haga más inteligente.
Me parece que está subestimando la importancia de su propio papel como pensador universitario que interviene en la esfera pública para difundir un conocimiento científico, basado en la investigación empírica, sobre fenómenos de gran urgencia política –aunque solo fuera para subrayar una y otra vez la complejidad de esos fenómenos–.
No lo niego. Como digo en el prefacio de La ultraderecha hoy, fui educado por intelectuales públicos y esto siempre lo he visto como una tarea central de la ciencia. Pero hay que encontrar un equilibrio. Y la verdad es que el mundo de los opinadores te empuja en una dirección y el de la ciencia, en otra. Como opinador, cuánto más contundentes sean tus opiniones, más impacto tienes. Esto representa una tentación que hay que resistir de forma constante. Por otra parte, mis columnas me han servido para plantear ideas o hipótesis para las que aún no tengo la suficiente evidencia como para publicarlas en un medio científico. Sigo creyendo que la combinación de esos dos papeles puede ser muy importante y productiva. Pero hay que tener mucho cuidado. Lo que yo aporto al mundo de los opinadores no es, por así decirlo, mi estilo. No: yo aporto un conocimiento científico. Pero esa reputación es fácil derrocharla.
¿Le ha costado encontrar ese equilibrio?
Me sigue costando. Por ejemplo, hace dos o tres años escribía una columna semanal y no pasaba un día en que no me entrevistara con algún periodista. No era casual: en 2017 y 2018 yo percibía que la democracia liberal corría mucho peligro. Estaba ganando terreno la convicción de que no era posible ganarle la batalla al populismo y que tocaba domarlo o canalizarlo. En ese momento, la urgencia me parecía tal que el trabajo puramente académico, para mí, se convirtió en secundario. Pero pagué un precio, ya que también leía menos investigación académica y dedicaba menos tiempo a la reflexión.
Iba a preguntarle sobre las conclusiones que saca de las elecciones presidenciales norteamericanas, pero quizá sea mejor no apelar a su papel de opinador…
Muchas de las conclusiones que se están sacando son prematuras porque se basan en sondeos a pie de urna que, casi con toda seguridad, resultarán muy poco fiables. Una pregunta central será: ¿cuáles han sido los cambios del voto? No es algo superficial, porque sirve para determinar la dirección de los gobiernos: ¿debe la izquierda gobernar como izquierda o adoptar una posición más bien centrista, por ejemplo? A mí, como a cualquiera, me gustaría que hubiera datos empíricos que confirmaran mi propia preferencia. Pero, por ahora, aún no he visto esos datos.
Cuando estén esos datos, ¿qué nos dirán?
Lo que me urge saber –y esto sí que lo sabremos más bien pronto– es la profundidad del apoyo del que goza Trump entre los republicanos. En 2016 era claramente una persona a la que habían de aceptar, aunque tuvieran poca afinidad con él. Pero gracias a la enorme polarización de los últimos años, en gran parte fomentada por el mismo Trump, parece que se ha producido una coincidencia cada vez mayor entre los republicanos y los seguidores de Trump. Yo lo que me pregunto es si esa coincidencia es real. Y, si lo es, si la identificación es con Trump como líder o con su ideología. La distinción es importante, pero la verdad es que no sabemos mucho de esa dinámica en Estados Unidos. En Europa, se ha demostrado que, al fin y al cabo, los partidos tienen más peso que los líderes. Cuando el austriaco Jörg Haider se escindió del Partido por la Libertad de Austria (FPÖ, por sus siglas en alemán), casi todos sus votantes se quedaron con el partido. Pero el FPÖ era un partido ultraderechista, fuera del mainstream. El Partido Republicano estadounidense, en cambio, es una formación mainstream que ha sido secuestrada por un líder ultraderechista. La comparación no es fácil.
Sabemos que la diferencia entre la ideología de Trump y la del votante medio del Partido Republicano no es muy grande, a pesar de lo que nos diga el puñado de republicanos que se identifican con «never Trumpers» (trumpistas nunca). Aun así, hay cierto margen. ¿Hasta qué punto se han radicalizado los votantes del Partido Republicano? La polarización, ¿seguirá en los niveles actuales una vez que Trump se haya ido?
En su libro, dice que la pregunta que se le hace con más frecuencia es cómo afrontar la ultraderecha. Admite que no tiene una buena respuesta, en parte porque la ultraderecha en un país no es la misma que en otro. Aun así, con frecuencia ha afirmado que nos toca reforzar la democracia liberal. También aboga por que la socialdemocracia, erosionada por el neoliberalismo y la tercera vía, se vuelva a inyectar de ideología. En Estados Unidos, ¿esto significa que el Partido Demócrata debe seguir la pista de su ala izquierda o a activistas como Stacey Abrams, que tanto ha hecho en el estado de Georgia por movilizar el voto afroamericano?
Para empezar, es importante subrayar algo que es más obvio para los que vivimos en Georgia que para los de fuera: Stacey Abrams es bastante centrista en términos socioeconómicos. Esto es algo que malinterpretan muchos fuera del heartland: es posible rechazar de forma vehemente que la policía mate a personas afroamericanas y, al mismo tiempo, apoyar políticas centristas o capitalistas. El hecho de que muchos afroamericanos voten por el Partido Demócrata no significa que favorezcan políticas radicales.
Pero con referencia a la rivalidad entre el centro y el ala izquierda hay algo más importante. Lo que indican los sondeos es que hay muchísimas áreas que cuentan con un gran consenso entre los diferentes grupos de votantes demócratas. Esas son las áreas en que debe concentrarse Biden. Una es, simplemente, reforzar la democracia, proteger el derecho al voto. Otra es crear empleos bien remunerados y subir la renta mínima. Personalmente, me parecen muy importantes las infraestructuras –cuyo estado actual es lamentable– porque ofrecerían muchas posibilidades de crear un ambicioso plan de empleo que beneficiaría a muchísimas personas. E incluso en las áreas donde parece haber más división interna, como por ejemplo la política identitaria, el antirracismo o el derecho al aborto, hay margen para políticas consensuadas.
En ese sentido, ¿el conflicto abierto entre el grupo de Alexandria Ocasio-Cortez y Nancy Pelosi, en la Cámara de Representantes, es más bien una distracción innecesaria?
Hay que reconocer que también es una lucha de poder que, entre otras cosas, es generacional. Las generaciones de los millennials para abajo tienen otra forma de hacer política, tanto en la izquierda como en la derecha. Hemos prestado mucha atención al modo en que la derecha se ha hecho más agresiva y combativa, pero en la izquierda ocurre lo mismo. Se ve en la revista Jacobin, por ejemplo, que está muy metida en esa lucha interna. No es que la izquierda de hoy sea más radical que antes, pero sí hace política de forma diferente, y se nota que eso, a la generación mayor, le cuesta asumirlo, incluso a nivel personal. Y, también importa la región que representa cada uno. Los demócratas del Bronx o de Brooklyn, en Nueva York, no son los mismos que los demócratas en Georgia. Pero en un sistema bipartidista como el norteamericano, esos grupos están obligados a compartir el mismo partido. Por tanto, es una lucha que será necesario librar. Hay una diferencia considerable entre los Estados Unidos de Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) y los de Joe Biden. Es más, en un contexto europeo, Biden y AOC representarían a partidos totalmente distintos.
Todo quedará en agua de borrajas si los demócratas no ganan las elecciones de enero en Georgia en las que se decidan los últimos dos escaños senatoriales. De otro modo, los republicanos mantendrán su control del Senado. ¿Cómo ve las posibilidades para los dos candidatos demócratas?
Tiendo a ser pesimista. Me parece que el miedo republicano a que los demócratas controlen la Casa Blanca y las dos cámaras es mucho mayor que el entusiasmo demócrata por una administración de Biden capaz de hacer cosas. Es difícil exagerar el miedo que hay ante un control monopartidista de la Casa Blanca y el Congreso. Es algo que empujará a las urnas incluso a republicanos muy moderados. Eso sí, sea cual sea el resultado de las elecciones en enero, sabemos que será muy, muy ajustado, como lo serán todas las elecciones en Georgia en los próximos años.
Si los demócratas no se hacen con el Senado, Biden tendrá las manos atadas.
Lo más probable es que los demócratas no logren pasar medida alguna fuera de las executive orders presidenciales. Cualquier reforma estructural estará fuera de alcance, para empezar porque no controlarán los presupuestos. Los republicanos, por su parte, continuarán en el cinismo que ya vimos en los años de Obama. Y volverán a la austeridad.
¿Y Biden?
Lo aceptará, en parte porque esa posición ideológicamente le pilla cerca y en parte porque no le quedará otra.
Lo cual complicaría la situación de los demócratas en las elecciones de medio término de 2022, en las que se jugarán el control de la Cámara de Representantes.
Mucho. Y las presidenciales de 2024 también se pondrán difíciles.
En este escenario, ¿cuál sería el papel del expresidente Trump? ¿Desaparecerá? ¿Montará su propio imperio mediático?
Eso está por verse. Cuando hablé de ello en mi podcast con Nicole Hemmer, que es experta en medios derechistas, me aseguró que Trump carece de la disciplina necesaria para llevar siquiera un programa de radio o televisión diario. No nos engañemos: incluso siendo presidente, a Trump le ha costado interesarse por la política. Pues imagínate como expresidente. Su hijo, Donald Trump Jr., sí que tiene ese perfil, pero su audiencia es mucho más limitada. No, lo que veo mucho más probable es un regreso del Partido Republicano de Mitch McConnell. Pero para la democracia de Estados Unidos eso es casi igual de malo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
No Publicidad. No Copy Paste. No agravios personales. No amenazas.