LA CUERDA DE LA VOZ
La intensidad: Entrevista a Ricardo Ragendorfer.
Entrevista: Lourdes Landeira, Estela Colángelo, Isabel D´Amico, Alicia Lapidus, Gabriela Stoppelman, Pablo Soprano
Edición: Gabriela Stoppelman, Verónica Pérez Lambrecht
Fotografía: Ana Blayer
“pero la tierra cambia con la escarcha,/ y los que se convierten/ en las voces de piedra de la tierra/ también cambian y dicen/ dios no es la voz del torbellino/ en el juicio final/ todos éramos árboles”
“Resurrección”, Margaret Atwood
Subir por la cuerda de la voz hasta una pregunta. Al borde de la interrogación, desalojarla de ocasionales inquilinos, husmear el silencio y palparle el pulso al aliento. Dejar que el ademán y el gesto reclamen sin sonsacar. Y evitar enroscarse.
Otro asunto a atender es el reloj. Hacer equilibrio en la tensa cuerda de las cronologías, sin olvidar que el tiempo es astuto en volteretas y en curvas. Si en una de esas, no soportás la tentación y doblás, no olvidés acompañar el recodo con un salto. Que la palabra resuene un poco a infancia, a tragedias fundantes, a titanes.
Y, seguramente, ahí comienza la aventura. Es increíble, todas las ventanas de lo real están abiertas y, por tramos, el asunto parece un cuento. Te digo que no es una metáfora. El tornillo del verso se desajusta y se cuela donde menos te lo esperabas. Para qué negarlo, da un placer enorme paladear el término, porque allí siempre hay un posible comienzo. Da un gusto tan grande que el verbo se pruebe en sustantivo y el adjetivo, desopilante, arme un desquicio gramatical.
Pero a veces no es tan sencillo. Tirás y tirás, y la cuerda se corta por lo más grueso, justo en la frase donde vos respirabas alguna certeza. Entonces, calladito, no queda otra que bajar bien agarrado de los nudos, confiar en la materia de la soga, atarse al cordón como si fueras a envientrarte algún origen, disponer el ánimo al susurro de un sentido.
Y, cuando llegás a la superficie… ¡Ay, por favor, no me preguntes, mamita, no me reclames, papito, no quieras saber por qué a veces lloro! Es que vengo impregnado de enredos y laberintos. Vengo de caminar un mapa donde los bordes sociales tocan las fronteras con el filo de los dientes. ¿Y sabés? En esas estaba cuando me dio por bardear, como quien dice, canturrear sin ton ni son. Y reírme, sí, reírme. Te preguntarás de qué. Y, bueno, de los nervios, de los días.
EL INTENSO AROMA DE LA MEMORIA
“Me dejé empapar por el último hurra que me dedicaron, al tiempo que memorizaba los rostros que se hallaban junto al ring y fingía que no iba a dejarme caer. El ruido del gimnasio se fue apagando y me dirigí hacia el centro del ring. Blanchard se aproximó a donde yo estaba; el árbitro farfulló unas palabras que no oí; el señor Fuego y yo dejamos que nuestros guantes se tocaran. Me sentí muerto de miedo y retrocedí hasta mi rincón; Fisk me puso el protector en la boca. Entonces, la campana sonó y todo hubo terminado y todo estaba empezando”
“La dalia negra”, James Elroy
Una de las cosas que más me interesó de las que leímos son las memorias auditivas de tu infancia: esos fondos de radio Colonia y de ‘Titanes en el Ring’, pequeños ecos musicales que, con el tiempo, se resignifican en un contexto histórico.
Pienso que todo está en un contexto histórico. Las cortinas musicales o determinadas melodías son como los aromas: de algún modo motorizan la memoria, más que algunos otros estímulos. Desde luego que los lugares a los que nos llevan esos estímulos están irremediablemente atados a determinados contextos. Pese a que yo era muy chico cuando Onganía dio su golpe de Estado, de ese momento, tengo los recuerdos de un pibe que comienza su escolaridad. Es una comprensión infantil de una tragedia histórica, impregnada de cosas tan disímiles como la melodía de un noticiero o la canción de un programa infantil, como “Titanes…”
Este número de nuestra revista es sobre el tema de la intensidad. En algún lugar dijiste que no podés escribir sobre cosas que no te impresionan. Evidentemente, algunos recuerdos van dejando huellas, ya que hoy estamos aquí hablando de eso. ¿Qué es para vos la intensidad?
Pregunta sencilla, pero difícil de contestar. La intensidad o su falta nos atan a todos nuestros estímulos de la vida, a los positivos y a los negativos. Desde luego, determinados estímulos son un fracaso como tales, justamente por no ser intensos. La intensidad está en todas las cosas que nos causan emociones, sentimientos y, fundamentalmente, curiosidad. Es difícil apuntar la atención de uno hacia cosas que no le despiertan curiosidad. Para mí, hacer periodismo no es la tarea de demostrarles a los lectores cómo son las cosas, sino mi manera de tratar de responder a algunas preguntas que yo mismo me hago. En ese sentido, suelo decir que una nota no es sino el informe de una aventura: una aventura del conocimiento y también, la exploración de una historia o de algún tipo de enigma, cualquiera sea su intensidad.
¿La escritura en sí misma no califica para aventura?
Es otra aventura, sí. Nos pone en presencia de cosas que no teníamos planeadas decir. De algún modo, es el postre de la aventura. Escribí “La maldición de Salsipuedes”, un libro que está inspirado en el caso de Nora Dalmasso, ocurrido en Río Cuarto, a mediados de la primera década del presente milenio. Mi objetivo primario, secundario y terciario era construir una novela con un argumento decoroso y, en realidad, cuando terminé de escribirlo, me di cuenta de que había escrito una trama vinculada con el comportamiento de la clase media alta provinciana durante el menemismo y la dictadura. Francamente, ese no había sido uno de mis objetivos. Tal vez, si me lo hubiera impuesto como tal, no lo hubiera logrado. Eso es lo venturoso de la escritura: uno hace un plan y llega un momento donde los roles se invierten y uno deja de dominar su escritura para pasar a ser dominado por ella. Eso nos puede llevar a lugares maravillosos o espantosos, puede derivar en un diálogo con dios o demostrar que uno es, en realidad, un imbécil.
Son los riesgos de la libertad.
Exactamente.
INQUILINOS A PUNTO DE DESALOJO
“La casa está perdida en un jardín/ o un jardín esconde en su garganta el hogar que vivimos,/ lenguaje elemental,/ laberinto de piedra,/ las ramas de los árboles que abrazan/ a ese mundo herido en el costado.”
Lo que acabás de decir me recuerda que, en alguna entrevista, dijiste que el argumento puede ser una excusa para hablar de lo que realmente querías, ¿te pasa esto cuando no es ficción lo que escribís?Kantuta, el canto mudo, Santigo Caruso
Desde luego. Una pequeña aclaración, antes de responder: siempre me pregunto si la literatura imita a la vida o al revés. Pienso que, en mi caso como escritor, la realidad es mucho más potente, es una musa más eficaz que la ficción pura. Si viviese en un país muy ordenado, como Suiza, me dedicaría a la ficción. Pero, en una realidad como la argentina, dedicarme pura y exclusivamente a la ficción sería algo así como un desperdicio, hay muchas tramas de la realidad que son insuperables. La historia de “La maldición…”, una incursión mía en la ficción pura, tiene que ver con una casualidad. Estaba negociando con la editorial Ediciones B, acerca de una antología de textos de mi autoría. Entonces, ellos me preguntaron si me animaría a escribir una ficción y dije que sí. La consigna de la editorial fue que la historia estuviese inspirada en un caso real. Así elegí el caso Dalmasso. ¿Por qué? Por dos razones: una, porque no lo había cubierto periodísticamente. De haber sido así, tal vez me hubiera quedado muy pegado a sus detalles. En cambio, el crimen de Nora Dalmasso no tenía esa contaminación. Por otra parte, salvo el hecho de que la mujer fue encontrada muerta en su lecho después de haber mantenido una relación sexual mientras el marido estaba jugando al golf en Punta del Este, no se sabía nada, ni qué había pasado antes ni qué había pasado después. Era un crimen sin historia y sin futuro, pues todavía está irresoluto. Se trataba de un caso ideal para meter una ficción que, por supuesto, no tenía por objeto resolver el crimen a través del camino de la literatura, mi único objetivo era escribir una historia. En ese sentido, no tenía nada que ver con el caso Dalmasso y me permitió poner en práctica una idea, en la que suelo insistir: si la realidad supera a la ficción o viceversa es una pregunta incontestable. Sí sé que, cuando uno escribe una crónica sobre algo que realmente ocurrió, el truco consiste en hacerle creer al lector que está leyendo una novela. Del mismo modo, cuando uno escribe una novela, el truco está en hacerle creer al lector que está leyendo algo que realmente sucedió. Desde 1978 a la fecha, escribo sobre cosas reales y siempre me parece o siento que estoy explorando o metiéndome en una ficción, en algo que es una ruptura con las rutinas de mi vida cotidiana.
Hace un rato hablaste de las sorpresas al escribir. Aparte de las sorpresas de sentido, ¿hay sorpresas de lenguaje? Más allá de que has dicho que no tenés relación con la poesía, aparecen frases como “el tornillo de la crisis policial se incrustó en una nueva vuelta” o “la bocina quedó entonando una estridente letanía”…
Son cosas que se me ocurren mientras escribo, busco una especie de musicalidad en las palabras. Por otra parte, son situaciones de lenguaje que aprecio como lector en otros escritores. Esto me recuerda que, hace muchos años, empecé a hacer policiales en el diario Sur, dirigido por Eduardo Luis Duhalde. Al principio, yo iba a ser el jefe de policiales. Antes de publicar el primer número, dimos un reportaje a la revista “El Periodista”. Como en la sección íbamos a estar Enrique Symns y yo, el título de la nota era “De ‘Cerdos y Peces’ a la sección policiales de un diario”. En realidad, en esa nota nos zarpamos, porque dijimos que no sería extraño que alguna vez cayéramos en una apología del delito. Estábamos muy transgresores esa tarde. Esto, lejos de causar beneplácito en la dirección del diario, provocó que casi nos echaran, antes de que saliera el primer número. En consecuencia, yo pasé a ser el único redactor y, si en un principio iba a ser jefe, terminé por tener como tres jefes que me controlaban a mí. Finalmente, esos tres jefes fueron reemplazados por Juan Carlos Novoa. El primer día, refiriéndome a un tiroteo, me permití una licencia y puse “Vació los inquilinos de su cargador.” Entonces, Cacho Novoa se permitió un chascarrillo que a mí no me cayó nada bien. La situación se puso muy tensa y le dije “Te espero en la esquina”. Así, bajamos los dos hacia la esquina y, al pasar por el bar que estaba a media cuadra, Cacho -un tipo con pinta de tanguero que, en ese entonces, tendría unos cincuenta años- me largó un: “Antes de la esquina, pibe ¿no te tomarías una copita?”. Entramos y tomamos una copita, después otra y otra, nos fuimos a otro bar y terminamos cenando un puchero regado con excelente vino en ‘El Globo’. En el trascurso de esa cena, Novoa sacó de su bolsillo una copia de mi nota, la acribilló de observaciones y dijo: “Bueno, lo que te estoy tratado de transmitir ni siquiera es mío, es Truman Capote, es Walsh, pero esto es lo que quiere el viejo boludo” “¿Y quién es el viejo boludo?”, le pregunté. “Soy yo.” En definitiva, esa licencia poética hizo que nos hiciéramos grandes amigos y, sinceramente, pienso que Cacho Novoa fue tal vez el único maestro que tuve en este oficio.
¿Te da pudor lo poético?
Cuando escribo no pienso en hacer algo poético, aunque me salga. Es más, estoy más pendiente del humor para dosificarlo, porque suelo tener un humor negro que debe ser dominado para que no se note demasiado.
¿Pero puede el humor no ser poético en su aspecto de extrañamiento?Acróbatas en la cuerda –
Pienso que no.
¿Y cómo se da el humor en policiales?
La fascinación que causan determinados casos policiales en el espíritu público se manifiesta en preguntas primarias: quién fue y cómo lo hizo. Más allá de eso, a mí me gusta tratar de captar la respiración de un crimen, pequeños disparadores, algunos diálogos y también la estructura de chiste que sobrevuela todas las tragedias humanas. No es que uno se tome a risa ese tipo de desgracias, sino que esas desgracias tienen un componente que, en mi caso, es ineludible observarlo.
FUEGO CRUZADO
“un bulto oscuro y la proximidad mental del asesino/ y esa noche en que le preguntaste quién cometió el crimen/ y ella te miró como si solo tú estuvieras/ jugando, como si conocieras las tres cartas (arma, lugar y personaje)/ desde el principio, te preguntó /de qué crimen estás hablando/ un silencio entre los dos como una masa de agua que se intuye”
“Los pensadores enfermos”, Xaime Martínez
Al leer “La Bonaerense” sentí que muchas cosas me tocaban personalmente. Me perseguía una imagen: una vez al año, en mi casa se abrían las almohadas de lana de oveja para airearlas. Después, las almohadas quedaban como nuevas. Creo que vos hacés esto mismo, abrís un panorama, lo aireas.
La investigación que hicimos con Carlos Dutil para el libro, y la escritura misma del libro están salpicadas de una especie de humor macabro, porque así eran los personajes con quienes nos encontrábamos. Por ejemplo, estaba Mario Naldi, un comisario que decía “Dicen que soy chorro porque ando bien vestido” y el tipo tenía puesto un saco rojo fucsia, una camisa rosa salmón y mocasines blancos. Con Dutil pensábamos que, más que por los negocios que revelamos, esos tipos se iban a cabrear con nosotros por cómo les tomamos el pelo. Y, realmente, todos esos personajes parecían salidos de una película de Fellini. Por otra parte, la investigación de “La Bonaerense” la hicimos de una manera bastante singular. Al “Gordo Naldi”, al “Chorizo Rodríguez” y a Ribelli, los conocíamos por nuestro trabajo periodístico, los consultábamos cuando intervenían en algún caso resonante sobre el cual teníamos que escribir. Entonces, el asunto era cómo abordarlos en función del libro. Por un lado, no les queríamos mentir, pero tampoco les queríamos decir toda la verdad. En consecuencia, fuimos algo así como imprecisos (risas). Y esa imprecisión consistía en articular un sistema de preguntas acerca de casos en los que ellos habían intervenido. Formulábamos cuatro o cinco preguntas, ante las cuales los tipos se lucían al responder. Después, la sexta pregunta era referida al tema que a nosotros nos interesaba. Pero hay algo importante: cuando estábamos con el gordo Naldi, no le preguntábamos sobre las trapisondas que él había cometido, sino sobre las que cometía el chorizo Rodríguez. Cuando estábamos con Rodríguez, le preguntábamos sobre Naldi. Y así íbamos armando todo. Es curioso, porque a diferencia de otras notas mucho más livianas sobre personajes más anodinos que se han enojado conmigo, después de haber escrito dos libros sobre ellos -y con consecuencias tales como que Naldi tuvo que vender de urgencia un yate de seiscientos mil dólares, porque nosotros lo habíamos escrachado con eso-, los tipos nunca se enojaron con nosotros. Después de la salida del libro, siempre me saludaron amablemente. Muchos me han preguntado si he tenido miedo de que estos personajes me hicieran algo. Yo contesto que, afortunadamente, esa no es gente que mate por razones literarias.
DAR LA VOZ
“En medio de los ruidos y los terrores clama una voz”
De “Fragmentos fantásticos”, Miguel Ángel Bustos
Ante un hecho policial, ¿cómo manejás el delicado equilibrio entre el juzgamiento moral o el destacar cierta libertad que puede haber en el delito, contra la rigidez de algunas normas?
Es difícil eso, pero trato de no juzgar aunque escriba sobre un canalla. Mis héroes siguen siendo las palabras, no los personajes sobre los cuales escribo. Cuando estoy frente a un determinado personaje, trato de hacer que se escuche su voz. Desde luego, muchos delincuentes sobre los cuales escribí terminan por parecer simpáticos, porque realmente lo son. Pero también sucede lo contrario con entrevistados deleznables. Y este carácter no necesito remarcarlo a través del uso abusivo del adjetivo, si no a través de su propia voz. En este punto debo agregar que creo que soy uno de los periodistas que más represores ha entrevistado en su vida. Hay dos libros míos que contienen parte de esas entrevistas: “Los doblados”, una investigación sobre las infiltraciones efectuadas por el Batallón 601 en las organizaciones guerrilleras de los ’70, y otro que es una antología de notas periodísticas, publicadas entre 2008 y 2017 sobre represores, “El otoño de los genocidas”. Obviamente, los represores son tipos por los que no siento un ápice de empatía. Hay toda una discusión sobre si es lícito darle micrófono a este tipo de personas. Yo pienso que sí lo es, porque es necesario que ellos muestren cómo son, en vez de que sean pintados por otros que, con justa razón, tienen una opinión formada sobre ellos. Por empezar, a estos sujetos se los conoce poco, uno sabe sus nombres, los lugares donde prestaron servicios y algunas de las aberraciones que cometieron. Pero no mucho más, porque toda la literatura ficcional y periodística que existe sobre la época del terrorismo de Estado trabaja mucho más sobre las víctimas que sobre los victimarios. Y yo pienso que, aunque estos tipos hablen del clima, al darles la voz, demuestran quiénes son. Por supuesto, lo que no hay que hacer nunca es discutir con ellos. Discutir con ellos acerca de la ética de cometer delitos de lesa humanidad es como discutir de astronomía con alguien que cree que la luna es un pedazo de queso gruyere o tratar de jugar al ajedrez con un perro. Les doy un ejemplo de esto: con Javier Diment, un cineasta muy amigo, hicimos una serie de entrevistas para el canal ‘Encuentro’. El ciclo se llamó “Mujeres de lesa humanidad”: eran entrevistas a esposas, hermanas e hijas de represores, no justamente quienes forman parte de ‘Historias Desobedientes’, sino familiares de represores consustanciadas con el rol de ellos durante la dictadura. Por ejemplo, entrevistamos a la viuda del capitán Giachino.
Héroe de Malvinas…
Sí. Si no hubiera sido héroe de Malvinas, estaría preso por genocida. Bueno, al principio, esa mujer se resistía a darnos la entrevista, pero la pudimos hacer gracias a la producción que hizo mi mujer, Laura. Fuimos a Mar del Plata a entrevistarla. A mí me interesaba saber cosas de su vida privada, más que las aberraciones que había cometido Giachino. Ella me contó, por ejemplo, que él la enamoró al sacarla a bailar un tema de Julio Iglesias. Ese tipo de cosas me interesaban, el costado humano del tipo, porque todos mis trabajos con esta gente son una especie de travesía a través de la banalidad del mal.
Justamente pensaba en Hannah Arendt, en esto de no juzgarlo a Eichmann por mera venganza. Si se lo hubiera escuchado, hubiera habido suficiente material para llegar a juzgarlo por sus propios hechos.
Exactamente. En definitiva, Hannah Arendt planteaba que los tipos no son monstruos, sino seres humanos con cargos gerenciales en sistemas cifrados en el exterminio. O sea, personas normales que, después de torturar o de matar, vuelven a su casa, acarician la cabeza de su hijo, comen con su mujer.
Esa monstruosidad es parte de lo que los humanos podemos hacer…
Así es. Ahora, volviendo a la entrevista a la viuda del capitán Giachino, ella me contaba que el marido era maravilloso, que se bañaba con las hijitas -cosa que ahora estaría un poco mal vista- y que el trabajo del hombre era tan estresante que, en una ocasión, él volvió desencajado de prestar servicio de un centro clandestino en Mar del Plata. Entonces, rompió en llanto al grito de “No me preguntes por qué lloro, mamita, no me preguntes por qué lloro.” Obviamente, el tipo volvía de cometer alguna barbaridad que había superado su falta de escrúpulos. O sea, en una conversación trivial, siempre puede surgir la clave de ciertas cosas.
¿Y no te animaste a preguntar qué había hecho ese día Giachino?
Es que ella tampoco lo sabía, pero la barbaridad estaba implícita en el relato de la mina. Les cuento otra: entrevistamos a Harguindeguy, ministro del Interior de Videla. Lo había llamado varias veces para lograr concertar una cita en su casa. En esas negociaciones, una vez me llamó y me dijo: “No, mañana no, porque tengo que ir a declarar en una indagatoria”. Y, en ese momento y por teléfono, el tipo comenzó a quejarse amargamente por todas las causas judiciales que tenía, por el tiempo que debía dedicarle a defenderse de las acusaciones. Me dijo: “Mire, estoy tan podrido de esto que a veces me dan ganas de desaparecer”. Justo esa palabra usó.
VARIACIONES SOBRE EL INFIERNO
“Partiré de viaje enseguida/ A vivir otras vidas,/ A probarme otros nombres,/ A colarme en el traje y la piel/ De todos los hombres/ Que nunca seré: Al Capone en Chicago/ Legionario en Melilla/ Pintor en Montparnasse/ Mercader en Damasco/ Costalero en Sevilla/ Negro en nueva Orleans,/ Viejo verde en Sodoma/ Deportado en Siberia/ Sultán en un harem,/ Policía, ni en broma”
“El pirata cojo”, Joaquín Sabina
Como vos dedicaste toda una vida a los temas policiales, para la entrevista, buscamos la etimología de la palabra policía y todas las versiones rondan la idea de “institución que resguarda el buen orden del Estado”. ¿Realmente creés que puede haber una policía buena?
No. Si vamos a la Antigüedad, el rol que ahora tiene el aparato judicial o el Código Penal lo cumplían las religiones. Como no existían cárceles, te mandaban al infierno, lo cual funcionaba dentro del pensamiento mágico de esos tiempos. Hoy, los órganos de control que articula la sociedad para vigilarse a sí misma son algo así como una disfunción de la condición humana. Les cuento una experiencia personal: el libro “La Bonaerense” surge de una nota que habíamos escrito con Carlos Dutilen en la revista “Noticias”, que se llamó “Maldita policía”. Hasta ese momento se hablaba únicamente de gatillo fácil, que es el único delito sin fines de lucro que comete la policía. En esa nota sacamos a la luz que la recaudación sobre cajas delictivas era el sistema de sobrevivencia de la Bonaerense. Después vimos que esto se daba en las policías de todo el país. Esto explicaba que algunos comisarios tuvieran flotas de autos de alta gama, casas de un millón de dólares, yates. Hasta había uno que tenía una mansión en Beverly Hills. Bueno, a las 48 h de publicar esta investigación, Duhalde le pidió la renuncia al entonces jefe de policía y al Secretario de Seguridad, el ex juez Alberto Piotti. Esa nota tuvo tanta repercusión, que muchos policías comenzaron a comunicarse con nosotros para contarnos cosas. Por lo cual, a las tres semanas, firmamos un contrato con Planeta para escribir “La Bonaerense.” Recibimos abundante información de esas fuentes policiales, pero ninguno de ellos era un buen tipo. Muchos habían sido dejados de lado en el negocio, algunos tenían rivalidades con ciertos comisarios, otros habían afanado para sí y no para la Corona y habían sido echados por eso. Desde el punto de vista fáctico, esa fue una muestra palmaria de que realmente no hay buenos policías.
¿Por qué creés que cada vez más la gente, incluso la más desamparada y golpeada, confunde aquello que la violenta con lo que la cuida, y por eso reclama más policía?El hurgador, Cándido Portinari
Es una cosa rara, pero es en los reclamos de seguridad donde se tocan los bordes sociales. A alguien que tiene una economía dramáticamente precarizada, le es más grave que le afanen las zapatillas cuando entra al pasillo de la villa, que el robo de un auto de alta gama, a un tipo de altos recursos. El privado de las zapatillas no tiene una agencia de seguros que le devuelva otro par. Entonces, las víctimas pobres de la llamada inseguridad -que no es otra cosa que violencia urbana- piden un orden ciego e inmediato. Ese orden, generalmente, termina perjudicándolos a ellos mismos porque, cuando la policía hace una razzia en una villa, avisa previamente a sus cómplices -a la gente que tributa para ellos-, para que ese día se ausenten de ahí. Así, los que terminan con las manos en la nuca contra la pared son las personas que, en algún momento, denunciaron haber sido víctimas del robo de sus zapatillas. Por otra parte, cuando hay una entradera, nadie tiene duda de que los chorros que entran en la casa fueron enviados por la policía. Pero, cuando el rocho se va de la casa, la gente hace la denuncia en la comisaría y pide más policía. Es un contrasentido que no solamente hay que explorar desde el punto de vista del derecho o la sociología, sino también desde el punto de vista de la psicología o, peor aún, de la psiquiatría.
La necesidad de vigilar y castigar excede el ámbito policial, aparece también en los ámbitos escolares y médicos, en todas las instituciones. Aun si lográsemos la utopía de eliminar a la policía, no eliminaríamos lo policial…
Claro, no eliminaríamos las pujas de poder, y el poder es siempre sobre otra gente. De algún modo, en los grandes foros de la política, se reproducen los mismos vicios, pujas, animosidades y rivalidades que en una reunión de consorcio o en una familia.
RESONAR EN BARDO AJENO
“Después del rostro hay otro rostro/ tras la marcha de tu amante hay otra marcha tras el canto un nuevo roce se prolonga/ y las madrugadas esconden abecedarios inauditos islas remotas.”
“Es infinita esta riqueza abandonada”, Edgar Bayley
Dijiste “rocho” por chorro, ¿hay algún diccionario de la jerga policial o delincuencial?
Hay algunos. Y las palabras cambian de significados con el tiempo, así como aparecen nuevas palabras. Por ejemplo, la palabra ‘gil’, antiguamente refería al que trabaja. Actualmente, es simplemente el que no roba. ‘Bardo’, como todos sabemos, era el trovador del medioevo. Hay un reportaje de María Esther Gilio a Aníbal Troilo, donde él le dice algo así como “Y… andábamos en el bardo.” Entonces, ella le pregunta qué es el bardo. Y Pichuco contesta: “Es andar sin ton ni son.” Hoy que fulano sea un bardo quiere decir que tiene una vida, digamos, escandalosa.
Me quedé pensando cómo las palabras se trasladan entre distintos ámbitos. Por ejemplo, vos decías que tu jefe en “Sur” te ‘acribilló’ la nota. También, las palabras se trasladan entre tiempos. Eso pasa con algunos términos que vos usás, por ejemplo, “cursillista”…
Cuando no se trata de voces de terceros, mi prosa también incluye, tal vez involuntariamente, palabras que no son de uso demasiado corriente. No sólo escucho a mis semejantes, sino que también leo mucho. Y, entre mis lecturas, hay -obviamente- textos escritos hace mucho tiempo. En las palabras busco elocuencia y musicalidad. Hablando de eso, recientemente, tuve que escribir sobre el caso Etchevehere y me llamó la atención que una de las empresas offshore de esta familia se llamaba ‘Bellaco S.A.’, cuando bellaco era una palabra que escuchábamos en las películas de capa y espada, que refería a alguien malvado y ruin. No sé si la denominación de la empresa fue intencionada o no… (1)
Retomo el tema de tratar de ponerte en la voz del otro, parece un lindo ejercicio dejar de ser, ¿cómo se vuelve de eso?
Cuando dejás de escribir. Cubrir un hecho policial requiere trabajar varios días, todo el tiempo se suceden novedades y hay que hacer varias notas. Es una suerte de extrañamiento, porque uno tiene una vida normal y rutinaria. Pero, de pronto, por razones laborales, yo me meto en una especie de novela negra de la que se sale de la misma manera en que se entró para volver al día siguiente.
¿No te quedan impregnaciones de haber sido en la voz del otro?
Esto es una especie de informe de una aventura y parte de ella es ser la caja de resonancia de la voz del otro.
Hablando de resonar, vos decís que Patricia Bullrich es una azafata de la historia argentina…
El libro sobre Patricia Bullrich fue una propuesta editorial que, al principio, no me entusiasmó demasiado. Después, me resultó interesante tomar su figura como vaso comunicante para escribir sobre los cincuentas años de su constante zigzagueo en torno a una cantidad indeterminada de espacios políticos. En ese sentido, la expresión azafata de la historia remite a una persona que, más que como guía, nos lleva en calidad de azafata.
Cambia de aviones todo el tiempo.
Exactamente, llevándonos a distintos escenarios de la política argentina. También dice que ella es una especie de “revolución al revés”.
SAL, SI PUEDES, DEL JUEGO DEL AZAR
“Estas adivinanzas escapadas sin encontrar señal en el poema./ Restas en el azar./ El silencio de la estrella del norte responde al silencio de la estrella violeta del sur.”
“Entrada de Diego de Rojas y una incursión en el Mercado Armonía”, Julio Salgado
En tu ficción “La maldición de Salsipuedes” hay todo tipo de ingredientes: un entramado de genocidas, iglesia, pedófilos, curas, ¿por qué elegiste que sea una mujer la que manda a matar a Dalmasso, y por celos?
Te confieso que, hasta llegar al anteúltimo capítulo, yo no tenía la menor idea de quién sería la asesina. Estuve como quince días en una nebulosa tratando de resolver eso. Obviamente, no podía ser alguno de los sospechosos de los capítulos precedentes, sino alguien que sorprendiera al lector y a mí mismo. Me di cuenta de que la candidata ideal era esa mujer, un personaje basado en una amiga de Dalmasso que, por supuesto, no tuvo nada que ver con la muerte. Fui a Río Cuarto al mes de haber salido el libro. Allí me lo presentó Vaca Narvaja, un periodista que escribió un libro muy bueno sobre el caso. Dos días después, pasé caminando frente a los tribunales de Río Cuarto y vi una cantidad de movileros con micrófonos y camiones de exteriores. Daba la casualidad que justo declaraba como testigo esa mujer en la que yo me había inspirado para hacer la asesina en “La maldición de Salsipuedes.” Me impresionó cruzarme de una manera absolutamente azarosa con el personaje de mi libro, como si Walt Disney se cruzara en la calle con el pato Donald.
Ese azar también está muy presente en tu escritura y en el manejo de la investigación, tanto en lo periodístico como en la ficción.
Sí. Y viene a mi memoria otra casualidad: hay un capítulo de “La maldición de Salsipuedes”, que transcurre en un hotel de Córdoba, adonde va el protagonista, Urtaín, cuando es contratado para investigar el caso. Le dan un cheque y el tipo se aloja en un hotel cuatro estrellas, el Windsor. Busqué todos los datos de ese hotel para poder describirlo. A la semana de salir el libro, tuve que viajar a Córdoba para dar unas conferencias. Me fueron a buscar al aeropuerto y me llevaron al hotel. Al llegar, miré la plaza que estaba enfrente y me resultó conocida. Cosa rara, porque habré estado tres veces en Córdoba en toda mi vida ¡Vos crees que me alojaron en el Windsor! Me suelen pasar este tipo de cosas. Hace dos años o poco menos, me invitaron a dar una conferencia en Francia, en la ciudad de Lille, cerca de la frontera con Bélgica. Allí me regalaron una biografía de Robespierre. Cuando terminé con la conferencia, me fui y me tomé un tren a París, donde me puse a leer el libro. El texto arranca, como todas las biografías, con la infancia de Robespierre en la ciudad de Arrás. Terminé de leer ese capítulo cuando el tren llegó a la primera estación después de Lille, ¿qué estación era?: Arrás.
¿Esas sincronías se te vuelven significantes en términos de escritura?
Diría que son anécdotas bretonianas.
EL REGRESO A CASA DEL ADÚLTERO CIRCUNSTANCIAL
“Me gusta escribir una palabra así/ y mirarla con la cabeza inclinada/ y darle vueltas y vueltas y vueltas/ hasta marearme un poco/ y después sentarme/ y charlar un rato/ sobre cualquier cosa que me venga/ a la cabeza. Al fin recojo todo con mi don poético, una suerte de pala, sabes,/ y lo salpico caprichosamente sobre unas pocas hojas de papel,/
y ahí tienes.”
“Verso libre”, Raymond Chandler
Volviendo un poco a Bullrich, el negocio de la familia fue muy próspero en base a tierras robadas a los indios. Cómo no pensar la posición de Patricia Bullrich en los casos de Santiago y Rafael Nahuel…
Desde luego que hay una correspondencia entre la participación de su familia en la Conquista del Desierto. Incluso, su familia tenía un parentesco político con Roca. De algún modo y más allá de la casualidad geopolítica entre Maldonado, Nahuel y la Conquista del Desierto, ese viraje, esa trayectoria de ella, es un regreso a su clase social, a sus orígenes.
Una patrona de estancia.
Exactamente. Y, como todo patrón de estancia, tiene un grado de subordinación hacia el capitalismo financiero, como el de ella en la política. El patrón de estancia es una especie de reliquia feudal, que se mueve cómodamente en un mundo donde el dinero ya es casi una abstracción intangible. El rol de ella en la política es siempre ser ladera del ganador de turno.
Has escrito sobre tantas historias con traiciones, ¿qué es la lealtad para vos?Hilarmas, Etsy
No sé exactamente qué es, pero sí sé lo que es la traición. Afortunadamente, lo sé por razones literarias y periodísticas. No sufrí grandes traiciones ni he sido un traidor, pero mi libro “Los doblados” trata sobre este tema. Siempre me llamó la atención la figura de la traición porque atraviesa la historia de la humanidad como un fantasma apenas disimulado.
Casi como motor.
Exactamente. Me pareció muy interesante explorar esa figura en el marco de la última dictadura. Bueno, fruto de esa inquietud, escribí ese libro, donde no solo hablo de una traición, sino de un sistema cifrado en la traición.
En ámbitos policiales, la lealtad parece darse en un sentido de devolución de favores. En la novela, el periodista y el ex policía se ponen en un mismo nivel en ese punto.
Hay determinadas lealtades que son más sorprendentes que las traiciones. La lealtad que hay entre Urtaín -el ex policía que investiga el caso de Salsipuedes- y el Palomo, el periodista que lo ayuda, es fruto de un favor que se le debe. Pero ese tipo de lealtades o códigos suelen ser más usuales en lugares donde también son más usuales las traiciones. En las vidas dramáticas, hay más lazos de lealtad que entre personas que comparten rutinas sin sobresaltos. Es decir, en el ámbito de una oficina de una empresa, es posible que haya más traiciones que en un pabellón carcelario. Las duras circunstancias de sobrevivir hacen que las personas entablen pactos con más frecuencia, que personas unidas por una razón anodina, como lo es cobrar todos los fines de mes un sueldo.
En algún lugar decías que sos leal a las palabras.
Lo decía en relación a algunos trabajos que he realizado en ámbitos periodísticos que no tienen que ver con la palabra escrita, como la televisión y la radio. Son trabajos que me han agradado, pero nunca tanto como la escritura. Yo soy un periodista de la gráfica que, como diría Francis Ford Coppola, he recibido ofertas televisivas que no pude rechazar. Pero en esos casos he sentido una sensación de adulterio hacia las palabras, a eso me refería.
(1) Bellaco se le dice en el campo al caballo que es mañero, retobado, tirando a indomable, de un carácter jodido. Incluso se utiliza como verbo: bellaquear es mañerear, esquivar el freno, el bozal o la rienda. En ese sentido puede ser una buena analogía con esquivar el pago de impuestos… (nota de El Anartista, posterior al encuentro con Ricardo Ragendorfer).
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