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12/02/2020

burbujas informativas

Prisiones libertarias. – Por Claudio Véliz


Desde mediados de los años setenta del siglo pasado, no han cesado de incrementarse, a nivel mundial, las desigualdades y la concentración de las riquezas. El ritmo frenético e ilimitado de los capitales globales nos indica que muy pronto, de perpetuarse ese rumbo, el 1 % de los habitantes del mundo accederá a los mismos ingresos que el 99 % restante. ¿Cómo puede haber ocurrido semejante catástrofe irracional? A partir de esta pregunta lanzada por el economista norteamericano Joseph Stiglitz, Claudio Véliz se interna en otro de los dispositivos que han venido contribuyendo, de un modo contundente, con dicha colosal transferencia de recursos: las burbujas informativas promovidas y consolidadas por las usinas mediáticas.


Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)


I. Desigualdad extrema planetaria

En una de sus obras más lúcidas (1), Joseph Stiglitz (Premio Nobel de Economía 2001) trata de desentrañar las razones de la hiperconcentración de la riqueza en la actualidad. Esta extrema inequidad alcanzó niveles inéditos a partir de la hegemonía global de las recetas neoliberales (ortodoxia monetaria, aperturismo, privatización de lo público, desregulación, endeudamiento, ajuste fiscal, precarización y flexibilización laboral, etc.), y en caso de consolidarse las “libertades” de este régimen (im)productivo, habitaremos en un planeta donde el 1 % de los humanos concentrará la misma riqueza que el restante 99 %. Pero lo verdaderamente insólito –afirma Stiglitz– es que en un mundo basado (en líneas generales) en el principio de “una persona, un voto”, pueda haber ocurrido que el 1 % de la población mundial haya tenido tanto éxito a la hora de imponer políticas para su exclusivo beneficio (y en detrimento del otro 99 %). Para decirlo de otro modo: lo que nos cuesta entender (y precisamente por ello, intentaremos ofrecer un pequeño aporte en el presente artículo) son las razones/motivaciones que llevan a las mayorías a elegir gobiernos que contribuirán a saquearlas para deleite de unos pocos. Con el agravante de que muchos de los candidatos habilitados para la compulsa electoral, se dan el lujo de anunciar, explícitamente, su programa de gobierno (una obscena exhibición que otrora convenía ocultar). Stiglitz destaca que han resultado decisivas, en dicho sentido, la desilusión, la apatía y la renuncia a la participación electoral por parte de millones de ciudadanos; pero también el hecho de que las campañas propagandísticas demandan inversiones multimillonarias que solo pueden realizar, precisamente, los beneficiarios de la apropiación neoliberal. Por consiguiente, el economista se interesa por los mecanismos mediante los cuales el 1% logra convencer al resto de que poseen intereses compartidos (el verdadero ABC de la ideología). Y para ello, entiende que debe relativizar las herramientas conceptuales que brinda la teoría económica, e internarse en los dispositivos de propaganda, manipulación, “lavado de cerebro”, direccionamiento de las percepciones, las preferencias y las convicciones. Así, el economista se anima a transitar un ámbito disciplinario que el resto de sus colegas suele negarse a frecuentar: el de los enigmáticos fundamentos psico-sociológicos de las conductas humanas.

Stiglitz ha entendido perfectamente que la “racionalidad económica” es solo uno de los tantos aspectos a tener en cuenta a la hora de tomar decisiones electorales/políticas; incluso –agregamos nosotros–, en las últimas décadas se ha convertido en un factor muy poco relevante al respecto. No estamos sugiriendo que un partido, frente o coalición pueda, sin mayores dificultades, conservar el poder político (mediante elecciones libres donde cada individuo “vale” un voto) luego de perpetrar una debacle económico-social de graves consecuencias para ese 99 % afectado (sin olvidar que los daños son mucho más profundos, e incluso irreparables, para los últimos deciles poblacionales de una pirámide cada vez más achatada). Pero sí necesitamos ahondar en ese complejísimo entramado de los afectos, sumamente permeable a la sugestión, la manipulación y la agitación, que nos impulsa a adoptar determinadas decisiones, orienta las apetencias e inflama las pulsiones agresivas, sádicas y (auto)destructivas.



II. Una prisión (cognitiva) vivida como libertad

En varios artículos anteriores publicados en este sitio, hemos abundado sobre ciertos dispositivos que operan en dicho “convencimiento”: las tecnologías digitales, la posverdad, la dialéctica entre transparencia y opacidad, el circuito de la deuda, la culpa y la crueldad, etc. En esta oportunidad, quisiéramos detenernos en una “tecnología de poder” que aquí hemos elegido designar como prisión libertaria (aunque también podríamos definirla como burbuja cognitiva o monadismo informativo). Los expertos en comunicación suelen denominar “burbujas informativas” a esos verdaderos filtros personalizados mediante los cuales, un algoritmo predice las preferencias de los usuarios en virtud de anteriores búsquedas y visitas en la web; es decir, de nuestros propios recorridos. Así, solo recibimos los estímulos placenteros deseados, los insumos cognitivos que se adecuan a nuestro esquema interpretativo, las informaciones que queremos escuchar en virtud de nuestros respectivos sesgos éticos, ideológicos y políticos. De este modo, si en esa cárcel informativa (vivida como libertad de elección) solo fluye lo que desearíamos que suceda, poco importa que dichos insumos persistentes resulten o no verificables en/con una “realidad” que nos resulta ajena. Una realidad tanto más extraña cuanto nuestros propios desplazamientos endógenos más contribuyen a engendrar una atmósfera de sentido autonomizada del “mundo”, resistente a cualquier apertura respecto de un relato-otro que desvanecería las “ficciones verdaderas” que circulan al interior de la burbuja.

En alguno de aquellos textos a los que aludíamos más arriba, también exploramos los complejos vínculos entre lenguaje y mundo: nos detuvimos en el absurdo de postular una identidad entre uno y otro, en la imposibilidad de atrapar el mundo mediante el lenguaje (una tarea que, aun conscientes de nuestro fracaso, nunca dejamos de emprender), y en el no menos intrincado laberinto de las mediaciones (entre nosotros y el mundo). El lenguaje de los humanos –como diría Walter Benjamin– es una capacidad que se halla a mitad de camino entre la biología y la técnica, y que nos posibilita el vínculo a la vez amable y trágico con el mundo (una afirmación que de ningún modo se propone soslayar otras percepciones sensibles y estéticas que enriquecen y amplían los límites de dicha relación). Si la tarea de conocer el mundo es, per se, inagotable y eternamente diferida –bien lo sabía el creador del pragmatismo anglosajón, Charles Peirce, quien la concebía como una “semiosis infinita”, es decir, como el pasaje inacabado de un signo a otro–, nunca estaremos más lejos de ensayar siquiera una tímida aproximación, si limitamos hasta el hartazgo nuestros “insumos informativos”. Huelga decir que cualquier interpretación del mundo (o si se quiere, cualquier diálogo con el mundo) no acontece en la desnuda inmediatez de una interacción sensible, en una maquinal inmanencia no mediada del devenir de/con lo otro. Solo “conocemos el mundo” (2) a partir de relatos, narraciones, documentos, registros empíricos, discursos, monumentos, archivos, testimonios, datos, técnicas, experiencias, ejercicios, obras u objetos artísticos, etc. que vienen a ordenar, significar, simbolizar e incluso a silenciar un conflicto (la tragedia, el caos, lo real) que nunca cesa de retornar –para decirlo con Freud– de las más diversas formas. Y es este retorno de lo real denegado, el que conmueve y asedia una textualidad/discursividad que nunca logra evadirse de dicha amenaza. Al fin y al cabo, en eso consiste la dialéctica (negativa) entre lo político (insistencia de un combate arcaico instituyente, eternamente renovado) y la política (intento de encauzar dicho conflicto caótico por una vía institucional).






III. El insoportable retorno de lo real

Cuando de lo que se trata es de afrontar dicha complejidad irremediablemente conflictiva con el objeto de comprenderla, de diagnosticarla y de transformarla desde un posicionamiento centrado en la igualdad, la justicia, y la participación popular (es decir, de “tramitarla” en virtud de una política radicalmente democrática), resulta imprescindible una estricta y trabajosa selección de los registros y las narraciones. Y serán tanto más adecuadas nuestras conclusiones cuanto más se ajusten a la rigurosidad cognitiva e informativa, a la reflexividad argumentativa, al cotejo empírico, a la exhaustividad analítica y a la disposición crítica del abordaje problemático; aunque también, desde ya, a la potencia y riqueza expresiva de las producciones estéticas y de las estructuras de sentimiento. Y justamente por ello, ¿qué ocurre cuando limitamos, consciente o inconscientemente, nuestras fuentes, cuando estrechamos nuestros insumos informativos, cuando eludimos sistemáticamente los cotejos y los chequeos, cuando evitamos los abordajes críticos y reflexivos, cuando reducimos la polifonía a un monólogo consabido y repetido de frases vacías y fórmulas huecas?¿Qué ocurre cuando simplificamos lo complejo hasta el hartazgo, cuando reducimos los problemas hasta diluir su espesor, cuando nos enredamos en los binarismos que reniegan de la diversidad/multiplicidad, cuando juzgamos a los otros desde una perversa burbuja cognitiva-informativa cuyos privilegiados y selectivos moradores repiten siempre lo mismo que es, precisamente, lo único que están dispuestos a escuchar?

Cuando solo se desea atender al sumidero informativo que fluye por los círculos de “amigos virtuales”; cuando solo se quiere ponderar las impunes aseveraciones que dichos engendros robóticos no cesan de replicar y reenviar, cuando se abrazan las mismas fórmulas que les encanta repetir hasta el delirio; el “conocimiento del mundo” se reduce a la ficción resultante de esa miopía voluntaria. Una ficción que, para colmo, están dispuestos a defender contra viento y marea, aferrados a los muros invisibles de sus prisiones libertarias. La densidad impermeable de esta burbuja no permite el ingreso de “cuerpos extraños” que pudieran contradecir dicha ficción hasta hacerla desvanecer por su propio peso. Y cuando algún astuto infiltrado logra burlar la vigilancia monádica, se lo combate impiadosamente sin atender sus razones, mediante la catarata de epítetos siempre disponibles en las alacenas del reducto amurallado: zurdo, populista, planero, vago, kirchnerista, negro de mierda, chorro… Por consiguiente, el corolario de una verba empobrecida y pestilente, de una lengua despolitizada, de la persistente reticencia al combate reflexivo por el sentido de lo social, es la defensa incondicional de una institucionalidad (es decir, de una política) que silencia, aplasta e invisibiliza las violencias instituyentes vinculadas con la marginalidad, la clase, la etnia, el género, etc. He aquí, esa resistencia aluvional de lo político cuya mejor expresión, en nuestro país, fue la gesta épica protagonizada por el subsuelo de la patria, un 17 de octubre de 1945; y es esta fuerza insurreccional la que retorna una y otra vez como memoria histórica de las luchas obreras, como reserva simbólica que irrumpe ante cada avasallamiento de las vidas vulneradas, como el recuerdo insoportable de dichas violencias silenciadas. Retomando, entonces, el hilo de nuestra argumentación, podríamos decir que cuando subsiste una férrea negación cómplice a conocer o descubrir los datos, registros y documentos que nos permiten echar luz sobre los vaivenes gubernamentales de un determinado momento histórico, es porque resulta imprescindible disimular la injusticia y la corrupción estructural de ciertas “republicanas” fachadas institucionales. Y entonces, solo queda la descalificación de las voces disonantes que tienen prohibido el ingreso a la burbuja; un gesto que no debe traducirse como una contienda entre adversarios inherente al desacuerdo institucional sino como la búsqueda (consciente o no) de aniquilar a un pretendido enemigo, de “sacrificarlo” como condición ineludible para que, de una vez por todas, podamos vivir en libertad y logremos salvar a la República.



IV. Las tres modalidades del desvarío burbujeante

Nos vamos aproximando, de algún modo, a las inquietudes de Stiglitz quien –recordemos– intentaba comprender cómo hizo el 1 % de la población para convencer al otro 99 % de que sus aspiraciones son coincidentes. Si bien, como hemos visto y desarrollado en otros textos, los dispositivos que operan en este sentido son múltiples, estas mónadas cognitivas vienen cumpliendo una tarea destacada en ese sentido. Poco importa si entre sus orgullosos habitantes prima el explícito “deseo de no saber”; la profunda convicción respecto de la validez de las fórmulas reiteradas (no solo por sus pares sino también por algunos admirados líderes de opinión); la absoluta pereza (kantiana) o bien la ingenuidad apolítica de tantos otros participantes del juego. Lo cierto es que la multiplicación de prisiones libertarias acabó por constituir una sólida coraza contra cualquier intento de comprensión, de constatación, de cotejo, de verificación. Se creó, de este modo, el caldo de cultivo para la proliferación de las falsas noticias, las estigmatizaciones, las agresiones destructivas, los odios inflamados, la porfiada obstinación en el disparate. “No lo sé ni me importa”; “no quiero saber”; “si viene de quien viene no puede ser verdad”; “desconfío de todo lo que ellos digan o hagan”; “me opongo a cualquier medida que tomen”; “no pienso acatar ninguna de sus disposiciones”. La incesante actividad de estos devaneos endógenos, la podríamos sintetizar en tres modalidades tan contundentes y eficaces como ilustrativas del desvarío: a) la obediencia ciega a los estímulos mediáticos; b) la absoluta desinhibición a la hora de repetir, con insistencia ensordecedora, fórmulas cuyo valor de verdad se limita a su mera y caprichosa adhesión incondicional; c) la obscena naturalización/normalización de contradicciones insalvables.






En el primer caso (obediencia ciega), aunque estos espíritus ensimismados no suelen ocuparse de pergeñar noticias falsas o de imaginar originales agravios, insultos o estigmatizaciones (una tarea reservada, por lo general, a las usinas mediáticas, los trolls, bots, influencers, etc.), sí dedican una buena parte de su tiempo a hacerlos circular con extraño placer y morbosidad. Y las redes sociales constituyen el medio privilegiado para dicha viralización. Así, estos efluvios cloacales (delirantes, injustos, irracionales, ofensivos, pero, por sobre todo, falsos) ya sea por voluntad, ingenuidad, ignorancia o comodidad, se convierten en el único insumo “informativo” para los selectos y celosos usuarios de las redes que pueblan las burbujas.

En el segundo aspecto (pasión por las fórmulas vacías), los “prisioneros libertarios” no se cansan de repetir una infinidad de eslóganes sin tomarse el “trabajo” de hallar algún dato/fuente que les permita verificar sus agraviantes estandartes, en su afán de simplificar, reducir, des-complejizar. Hemos seleccionado diez fórmulas a modo de ejemplo, no solo por tratarse de las más reiteradas sino también de las más falaces (cualquier mínima contrastación empírica acabaría por confirmar su falsedad): “Hace diez años que este país no crece”; “Se robaron un PBI”; “La emisión monetaria es la responsable de la inflación”, “El kirchnerismo dejó un tendal de pobres”; “Los peronistas se dedicaron, históricamente, a regalar planes en vez de educar”; “Los que generan riquezas en Argentina son los que sostienen con sus impuestos a los vagos”; “La presión impositiva en nuestro país es una de las más altas del mundo”; “El gobierno de Macri se endeudó para pagar las deudas y el déficit que heredó del gobierno anterior”; “Los impuestos a la riqueza ahuyentan las inversiones”; “Los movimientos sociales solo saben pedir planes porque no les gusta trabajar” (3).

Finalmente, en cuanto a la tercera modalidad (naturalización de las contradicciones), les proponemos prestar atención a los siguientes acontecimientos silenciados, defendidos, aplaudidos o protagonizados por los ruidosos habitantes de las burbujas cognitivas. Quienes triunfaron en las elecciones nacionales de 2015, no juraron por la Patria en la ceremonia de asunción; cambiaron a nuestros próceres por animales; se humillaron frente al “querido Rey” y le hablaron de la angustia de nuestros patriotas a la hora de declarar la Independencia; les pidieron disculpas a los capitales españoles por los maltratos recibidos durante los gobiernos populistas; desistieron de cualquier reclamo soberano por nuestras Malvinas; mantuvieron relaciones carnales con los amos del Norte y con los líderes de la Unión Europea; destruyeron, en complicidad con los representantes de la derecha latinoamericana, todos los organismos de integración regional (como la Unasur o la Celac); nos expusieron, una vez más, ante la tutela del FMI y nos invitaron a enamorarnos de su dulce Directora; intentaron liberar a los genocidas; proclamaron el “gobierno de los mercados” y el paraíso de los CEOs; nos endeudaron por 100 años y fugaron la casi totalidad de las divisas ingresadas; quebraron la industria nacional, vaciaron Aerolíneas en beneficio de empresas privadas de aviación; le otorgaron privilegios de contratación a una petrolera privada a expensas de YPF; destruyeron la educación y la salud públicas; destrataron a los científicos; crearon una “mesa judicial”; encarcelaron opositores; les pegaron a los jubilados, celebraron asesinatos “por la espalda”, persiguieron a los maestros, espiaron a los familiares de los tripulantes del Ara San Juan, a los presos políticos, a jueces, periodistas, militantes, estudiantes, familiares y funcionarios de su propio gobierno; en el día de la “Diversidad Cultural” iluminaron la ciudad con los colores de la bandera española…Podríamos seguir indefinidamente sumando episodios canallescos. Sin embargo, los mismos que perpetraron y/o defendieron esta catástrofe de innumerables postraciones soberanas, muy poco tiempo después de abandonar la tierra arrasada, se autoconvocaron para ocupar las calles en plena pandemia, denominan “banderazo” a su gesta patriótica, se cubren el cuerpo y se pintan el rostro con la bandera argentina, reclaman por la libertad conculcada, se erigen como salvadores de la República, vomitan su odio y su virulencia contra todo lo que huela a plebeyo, exhiben orgullosos su pertenencia de clase, exigen la dimisión del actual Presidente y, aunque resulte paradójico, dicen estar viviendo en una dictadura al mismo tiempo que reivindican el terrorismo de Estado por su cruzada antisubversiva.



V. La vida como eterna conversación con lxs otrxs (o cómo liberar a los prisioneros)

El mismísimo Hegel había comprendido (y antes, Spinoza, y después, Marx) que la realidad no se comporta, necesariamente, según las reglas de una razón legisladora y omnipotente. Los ordenamientos racionales presididos por una matriz matemática, geometrizante o economicista (por caso, La República de Platón o el Leviatán de Hobbes) no pueden ocultar que la dinámica de las relaciones humanas se halla atravesada (también) por los afectos y las pasiones e incluso por la locura. La praxis ético-política del demos consiste, precisamente, en habitar dicha tensión evitando tanto las tentaciones de un ordenamiento racional sin fisuras, como las de un autonomismo radical sin anclajes institucionales. El problema de este tiempo histórico que hemos definido como neofascismo neoliberal es que al libre fluir del capital global ya no le alcanza con el empobrecimiento y la caricaturización graduales de las prácticas democráticas, sino que necesita un triunfo definitivo sobre el poder del demos; es decir: la imposición de una violencia desnuda (y arcaica) que reclama el sacrificio del otro resistente en tanto enemigo (y ya no, adversario político). En este sentido, las instancias judiciales (vitalicias y mafiosas) suelen ser el último refugio antidemocrático de los poderes fácticos. Y entonces, no debería sorprendernos que dichas exigencias coincidan con la proliferación de los discursos de odio, las amenazas de destrucción, la reivindicación del terror, la construcción de un demonio “populista” aborrecible y corrupto al que deberíamos aniquilar/sacrificar para alcanzar, por fin, la felicidad. Es ésta la lógica que opera en las prisiones libertarias, en esas burbujas (des)informativas que se alimentan y retroalimentan en el lodo de las pasiones tristes, de los bajos instintos, de los temores arcaicos, y en la defensa irracional de una ignorancia ingenua, voluntaria o deseada. Una vez que se ha identificado al otro como enemigo, ya no queda margen para la política, para el combate discursivo, el diálogo adversarial, la disputa por el sentido, la batalla cultural, la confrontación ideológica… Con el enemigo no se discute –solía decir un militar “carapintada” tristemente célebre–, se lo combate con todas las armas de las que se disponga. La burbuja es, a la vez, engendro y reflejo de una cultura tanática, de una reivindicación de la muerte (del otro) como obsceno trofeo de guerra. Mientras no seamos lo suficientemente inteligentes como para ensayar una conversación ininterrumpida (nunca exenta de tensiones, conflictos y “negociaciones”) capaz de liberar las prisiones, desvanecer las burbujas, romper el aislamiento voluntario de esas vidas ensimismadas, no conseguiremos evitar que el 1 % continúe gobernando (y convenciendo) al 99 % restante.



Referencias:

(1) Stiglitz, J. (2012): El precio de la desigualdad. El 1 % de la población tiene lo que el 99 % necesita, Taurus, Bs. As.

(2) No consentimos en reducir el conocimiento a una cuestión meramente epistemológico-cognitiva que constituye al mundo como un “objeto del saber”; preferimos asumirlo como experiencia, ejercicio, “prueba de sí”, tekhne, práctica ético-política.

(3) En algunas notas de próxima aparición, me ocuparé de confrontar todas estas “verdades antipopulares” con el auxilio de bibliografía académica, cotejos empíricos, fuentes informativas, chequeo de datos, etc.

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* Sociólogo, docente / claudioveliz65@gmail.com

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